La paranoia totalitaria
Hasta la caída del muro de Berlín, la República Democrática Alemana era presentada como una sociedad modélica. El desarrollo industrial y el nivel de vida que había alcanzado, relativamente mejores que los de los otros miembros del Bloque del Este, hacían de aquel país una suerte de vitrina del comunismo ante el mundo. Asimismo se vendió la imagen de que allí no existía la más mínima oposición al régimen, pues a diferencia de polacos, checos y húngaros, los alemanes eran un pueblo disciplinado y educado para obedecer y cumplir órdenes. Sin embargo, muchos ignorábamos que durante casi cuarenta años los ciudadanos de la RDA estuvieron bajo un sistema de vigilancia total. De ello se responsabilizaba el Ministerium für Staatssicherheit (Ministerio para la Seguridad del Estado), la Stasi para los amigos.
La Stasi fue creada el 8 de febrero de 1950, con la misión de apoyar “la integridad moral y física de nuestros queridos conciudadanos”. En la práctica, funcionó como un implacable servicio secreto que operaba dentro y fuera de la RDA, y que tenía una subordinación incondicional al Partido Socialista Unificado de Alemania (SED). El régimen comunista estaba obsesionado con la amenaza que representaban sus propios ciudadanos. Eso dio lugar a un sistema totalitario basado en la paranoia y la desconfianza como normas de sobrevivencia. A consecuencia de ello, sus dirigentes saturaron el país con un enorme ejército de espías pagados y no pagados.
En relación con su número total de habitantes, la Stasi fue la mayor policía secreta de la historia de la humanidad. A continuación, doy algunos datos numéricos para que se pueda comparar. La Gestapo nazi utilizaba 1 oficial por cada 2 mil habitantes. En la Unión Soviética, la KGB empleó a tiempo completo a unos 480 mil agentes para controlar a 280 millones de ciudadanos. Eso significa 1 oficial por cada 5.830 personas. En la RDA, la proporción era 1 oficial por cada 166 personas. Pero si a eso se añaden los informantes regulares, entonces es de 1 espía por cada 66 ciudadanos.
El arma principal de la Stasi fue la inmensa red de colaboradores no oficiales. Estos se dedicaban a informar de todos los aspectos de los ciudadanos. Lo mismo informaban de sus compañeros de trabajo, sus amigos. Incluso era típico informar sobre la propia familia. No se sabe el número exacto de personas que sirvieron de informantes. Unos afirman que la Stasi tuvo a su servicio 91 mil espías, además de 300 mil informantes civiles, que se encargaba de vigilar cada uno de los movimientos de los sospechosos de no simpatizar con el régimen. En cualquier caso, se sabe que en 1989 la cifra de los llamados “camaradas de primer orden” era entre 170 mil y 190 mil.
Las razones que llevaban a las personas a informar iban de las convicciones ideológicas al miedo a la represión. Lo cierto es que en aquella sociedad cualquier intento de tener éxito implicaba forzosamente aceptar un pacto con el diablo. Al igual que Fausto, los ciudadanos pagaban con su alma el derecho a poder estudiar en la universidad, conseguir un mejor puesto en el trabajo u obtener el permiso para casarse con un extranjero. A aquellos que no estaban dispuestos a pagar el precio exigido por el régimen, solo les quedaban como opciones la emigración interna o la renuncia a cualquier deseo de ambición.
Según datos, 1 de cada 50 adultos colaboró con la Stasi. Asimismo unos 10 mil menores de edad fueron utilizados como informantes. De los 16 millones de habitantes que tenía la RDA, 6 millones fueron espiados y se elaboraron informes detallados sobre ellos. Aunque cueste creerlo, hasta el mismísimo Erich Honecker tenía abierto un expediente. Un dato que ilustra la obsesión y el celo con que la Stasi realizaba su trabajo, es el hecho de que si los expedientes que hoy se conservan se pusieran uno encima del otro, alcanzarían una altura de ciento y tantos kilómetros.
Se controlaban 20 mil llamadas a la vez
Como parte de ese complejo sistema de vigilancia, se pincharon teléfonos y se llenaron los hogares de micrófonos. Se podían controlar 20 mil llamadas a la vez y se leían 2 mil cartas y telegramas al día. Había miles de apartamentos destinados al espionaje de empresas y universidades que estaban cerca. Se instalaron cámaras que enfocaban lugares claves. Había además otras colocadas en sitios tan inimaginables como las puertas de los autos, que podían grabar con rayos infrarrojos, algo que entonces era indetectable. En las instalaciones de la Stasi se encontraron unos frascos de vidrio con un contenido sui generis: ropa interior perteneciente a disidentes. Eso se conservaba en el caso de que estos se escabulleran, pues de ese modo se podía rastrear su paradero dándole a oler esas prendas a los perros.
Solo por el simple hecho de presentar una solicitud para vivir fuera del país, la persona pasaba a la lista negra de la Stasi. De igual modo, a cualquier visitante que cambiara dinero de su país por los inservibles marcos de la RDA se le abría cautelarmente un expediente. Entre los métodos más comúnmente usados estaban los arrestos, muchas veces arbitrarios, para forzar confesiones. Asimismo existía una red de centros de detención, campos de aislamiento, búnkeres ocultos y un sitio para ejecuciones secretas.
Funcionaban 18 prisiones preventivas, la más famosa de las cuales era la de Hohenschönhausen, cuyas celdas se hallaban en el sótano. A los detenidos se les sometía a una destrucción sicológica: no se les permitía dormir, se mantenía la luz prendida todo el tiempo, se les hacían las mismas preguntas durante meses, se les aislaba de manera total. Está recogido el caso de un preso relativamente joven, que fue expuesto a radiaciones. Como consecuencia de ello, falleció después a causa de una extraña variante de leucemia.
La Stasi además contaba entre sus divisiones con una, la Administración de Inteligencia Principal, cuya misión era operar en la República Federal de Alemania. Logró introducir espías en instituciones públicas, partidos políticos e incluso puestos del gobierno de aquel país. Eso también le permitió manejar información sobre compañías y empresas. Tras la reunificación, han salido a la luz los nombres de algunos parlamentarios que colaboraban con la Stasi. Asimismo hoy se sigue destapando la faceta de espías de conocidos artistas, intelectuales y deportistas de la antigua RDA.
El servicio secreto operó hasta fines de 1989. Tras la caída del muro de Berlín, muchos miembros permanecieron en sus oficinas, para tratar de desaparecer aquellos documentos que podían llevarlos a la cárcel o exponer a los espías de otros países. Pero se encontraron con el problema de que la Stasi era muy puntillosa y guardaba absolutamente todos los papeles. Para destruirlos, solo contaban con trituradoras de papel de mala calidad, que constantemente se malograban. No les quedó otra opción que acometer a toda prisa ese trabajo a mano. Los pedazos se metían en bolsas, que más tarde pensaban reducir a cenizas. Pero debido a la celeridad con que se desarrollaron los hechos, la Stasi decidió desintegrarse, sin resistirse ni emplear la violencia.
Cuando se produjo la reunificación, la nueva autoridad federal heredó esos archivos. Parte de los mismos consistían en 15.500 cajas que contenían entre 4 y 6 millones de trozos de papel, algunos no más grandes que una uña. Un equipo de personas asumió la tarea de reconstruir a mano ese gigantesco rompecabezas. Al cabo de un tiempo, se dieron cuenta de que para terminarla, harían falta varias décadas. Se pasó entonces a usar computadoras y escáneres. El archivo, el mayor que existe en todo el mundo sobre una dictadura, está abierto a los ciudadanos. Cualquier alemán tiene derecho a consultar si hay información sobre él o ella. Unos cuantos así lo han hecho, con el propósito de buscar explicación para sucesos oscuros de su vida en el pasado totalitario y tratar de comprender lo que sucedió en la RDA en aquellos años.
Un libro sobre la conciencia humana
En 1987, la australiana Anna Funder (Melbourne, 1966) llegó a Berlín, como becaria del Servicio Alemán de Intercambio Académico. Quedó tan fascinada con la ciudad, que tras la caída del muro volvió en dos ocasiones. Antes de viajar por primera vez, ya había aprendido alemán en el colegio, y más tarde estudió derecho y filología alemana. A mediados de los años 90, trabajó como productora en un canal de televisión en programas para extranjeros.
Algunos televidentes enviaban cartas donde expresaban el alto precio que habían pagado por la ansiada reunificación. Fue entonces cuando Anna Funder se interesó por investigar en persona aquellas circunstancias, para saber qué había ocurrido en la RDA. Habló con algunas personas y escuchó historias que ya no la soltaron. Visitó además lugares de gran valor simbólico, como la antigua cárcel de Hohenschönhausen y los archivos de la radio.
Puso entonces un anuncio en la prensa: “Busco antiguos oficiales de la Stasi para entrevistarlos”. Por extraño que parezca, recibió varias llamadas de personas que probablemente deseaban librarse de su pasado. No solo entrevistó a los espías y colaboracionistas, sino también a los otros implicados, las víctimas, aquellos que sufrieron espionaje y represión. A partir de ese material de carácter testimonial escribió su primer libro, Stasiland. Historias del otro lado del muro de Berlín, que publicó en 2003. Definido por su autora como “un libro sobre la conciencia humana”, la edición en inglés recibió excelentes críticas (fue elogiado, entre otros, por el novelista sudafricano J. M. Coetzee) y le reportó varios premios. El primero fue el Samuel Johnson, el más cuantioso que se da en Inglaterra (30 mil libras esterlinas, unos 54.000 dólares).
El jurado reconoció en el libro de Funder “maravillosos fogonazos de humor, a pesar de la naturaleza trágica del asunto a tratar”. Asimismo destacó “la originalidad y frescura de un relato que cuenta lo que le sucede a la gente cuando vive en la atmósfera corrosiva de un estado totalitario”. Y añadió: “Este es un retrato intimista, conmovedor y divertido, una historia de supervivientes atrapados por su deseo de olvidar y la necesidad de recordar”. Stasiland fue además finalista en el Age Book of the Year para obras de no ficción, el Queensland Premier´s Literary Award, el Guardian First Book Award, el South Australian Festival Awards for Literature, el Index Freedom of Expression y el W. H. Heinemann Award.
Tras el notable éxito internacional que tuvo su libro, Funder pasó a colaborar en periódicos como The Guardian y Corriere della Sera. En 2011 publicó su primera novela, Todo lo que soy, que al año siguiente recibió el premio al Mejor Libro de Australia. Está ambientada en la Alemania nacionalsocialista, y de acuerdo a la escritora “es, como en Stasiland, una historia sobre el coraje y la conciencia durante un período de terror”. De ambos títulos existen traducciones al español. La de Stasiland (Roca) apareció en 2009 y la de Todo lo que soy (Lumen), el año pasado. A propósito, algunas de las historias que aparecen en el primero de esos títulos fueron utilizadas en la película La vida de los otros.
Al inicio de Stasiland, Funder escribe: “La Stasi era el ejército interno mediante el cual ejercía el control el gobierno. Su función era saberlo todo sobre todo el mundo, valiéndose para ello de cualquier medio. Sabía quién venía a visitarte, sabía a quién llamabas por teléfono y sabía si tu esposa se acostaba con alguien. Era la metástasis de la burocracia en la sociedad de la RDA: abierta o veladamente, siempre había alguien informando a la Stasi sobre sus colegas y amigos, en cada escuela, en cada fábrica, en cada bloque de pisos, en cada bar. Obsesionada como estaba por el detalle, la Stasi no fue capaz de predecir en ningún momento el fin del comunismo ni, por ende, el fin del país. Entre 1989 y 1990 todo quedó patas arriba: un día, unidad de espionaje estalinista; al siguiente, museo. En sus cuarenta años, «la Compañía» generó el equivalente a todos los archivos históricos de Alemania desde la Edad Media. Si los pusiéramos en vertical, uno detrás de otro, los expedientes que la Stasi recopiló sobre sus conciudadanos y conciudadanas formarían una línea recta de 180 kilómetros de largo”.
La primera historia que conocemos es la de Miriam, y evidentemente es la que más impresionó a Funder. A los 16 años fue encarcelada por repartir octavillas y después, por intentar escapar a Berlín Occidental. Su marido también fue enviado a prisión, donde falleció. Cuando ella quiso saber las causas, primero le dijeron que se había ahorcado con los calzoncillos y luego que lo había hecho con una sábana. “¿Unos calzoncillos o una sábana? Por lo menos podrían ustedes ponerse de acuerdo con la historia”, les plantó cara ella. Y le comenta a Fender: “Conozco esas celdas y las tuberías no están a la vista. Todo va por dentro. Ni siquiera hay barrotes en las ventanas, son demasiado pequeñas”.
Nada de perseguir a la Stasi
Años después, cuando la escritora la visita de nuevo no ha logrado aclarar las circunstancias de la muerte de su esposo. Le comenta que la oficina del fiscal del distrito quiere echar tierra sobre todo lo que pasó, nada de perseguir a la Stasi. “Todavía hay mucha gente que trabaja para ellos y que era de la Compañía, ¡son sus compañeros!”. Por ejemplo, el juez que firmó la orden para el arresto de su esposo sigue en la judicatura.
Otra de las personas cuyo testimonio se recoge en Stasiland es Julia. Sus padres eran unas personas normales y corrientes, que nunca tuvieron ningún roce con el régimen. Su madre era una mujer práctica: “ni esperaba gran cosa del Estado ni arrimaba el hombro para cambiarlo”. Su padre era profesor, y como muchos colegas a los que se animó a hacerlo, se afilió al Partido. “Todos los miércoles antes de las reuniones del Partido papá estaba de un humor de perros”, recuerda Julia. Los problemas de la joven comenzaron cuando se enamoró de un italiano. “No importaba cuándo saliésemos de casa, o dónde fuésemos, siempre había alguien que nos paraba. Si le decíamos que íbamos al cine, se largaba un buen rato con mi documento de identidad y el pasaporte de él para que perdiésemos el principio de la película”. Cuenta que cuando llamaba a su novio por teléfono, le decía buenas noches y luego “buenas noches a todos” al resto de los que escuchaban.
Como insistió en continuar sus relaciones con el italiano, optaron por cerrarle todas las puertas. Julia era una estudiante de notas sobresalientes. Hablaba inglés, ruso, francés y un poco de húngaro. Pero por más entrevistas que tenía, no conseguía empleo. Hay una escena kafkiana que ella cuenta y que me parece interesante reproducir. Un día estaba en la oficina de empleo y preguntó a un hombre que aguardaba ser atendido cuánto tiempo llevaba en paro. Antes de que el señor pudiese contestar, “una funcionaria, una mujer fornida en uniforme, salió de detrás de una columna.
“— Señorita, usted no está en paro —ladró.
“— Claro que estoy en paro —dijo Julia—. Si no, ¿por qué iba a estar aquí?
“— Esto es la oficina de empleo, no la oficina del paro. No está en paro, está buscando empleo.
“Julia no se amilanó.
“— Estoy buscando empleo porque estoy en paro.
“La mujer empezó a gritar de tal forma de la cola se agazapó, intimidada.
“— ¡He dicho que no está en paro! ¡Está buscando trabajo! —Y luego, ya casi histérica—: ¡En la República Democrática Alemana no hay paro!”.
Funder recoge otras historias. Está, por ejemplo, la de Sigrid Paul, quien al inicio de la entrevista expresa: “El Muro me partió el corazón en dos”. Tuvo a su primer hijo en 1961. El parto fue difícil. El bebé venía de nalgas. Eso coincidió con un cambio de guardia y demoraron en atenderla. Le hicieron una cesárea de emergencia. A los pocos días, el recién nacido escupió sangre. Tampoco podía comer nada. En ningún hospital sabían qué le pasaba. Los padres lo llevaron entonces al sector occidental y allí le diagnosticaron que durante el parto se le desgarró el diafragma y además tenía dañados el estómago y el esófago. Su estado era grave y lo operaron de inmediato. Una vez que construyeron el muro, frau Paul pudo obtener permiso para ir a visitarlo, pero después no se lo volvieron a dar. Por otro lado, su hijo debía permanecer al otro lado, pues de traerlo a la RDA corría el riesgo de morir. No lo pudo recuperar hasta los cinco años. Cuando lo tomó en sus brazos la primera vez, el niño estaba asustado. “Convirtieron a nuestro hijo en un extraño”, le comenta a la autora de Stasiland.
Muy interesante es también el capítulo dedicado al músico Klaus Renft, el chico malo del rock germanoriental. Estaba al frente del Klaus Renft Combo, que se había convertido en la banda más popular entre los jóvenes. Tenían una actitud rebelde y tomaron las “cosas sagradas” de la RDA (el ejército, el Muro) y cantaron sobre ellas, porque querían “arañar a la RDA hasta el tuétano”. Eran demasiado famosos para arrestarlos, así que la Stasi recurrió a otra salida. El grupo necesitaba una licencia para poder trabajar. En 1975 los citaron para que fueran a tocar en Leipzig, ante una comisión del Ministerio de Cultura. De se modo, podían obtener la renovación de la licencia.
Antes de que empezaran a tocar, les pidieron que se acercasen a la mesa. Ahí les informaron que no los iban a escuchar, porque “las letras no tienen nada que ver con nuestra realidad socialista… se insulta a la clase trabajadora y se difama al Estado y a las organizaciones de defensa”. Y les informaron: “Estamos aquí hoy para informarles que han dejado de existir”. Uno de los miembros del grupo preguntó: “¿Significa eso que estamos vetados?”. Recibió una respuesta certera y contundente: “No hemos dicho que están vetados. Hemos dicho que no existen”. Klaus replicó: “Pero si seguimos aquí”. Y escuchó: “Como grupo ya no existís”. A partir de ese momento, sus discos desaparecieron de las tiendas. En la prensa dejaron de mencionarlos y la radio dejó de poner sus discos. Además la compañía discográfica Amiga volvió a imprimir su catálogo, con el único propósito de que Klaus Renft Combo no constase en él. Eso lleva a Klaus a comentarle a Funder: “Al final era como nos habían dicho: ya no existíamos. Era así, como en Orwell”.
Funder dedica además un capítulo a narrar su visita a la oficina de Documentación de la Stasi, a las afueras de Nuremberg. Allí trabajan las “mujeres puzle”, quienes tienen a su cargo la difícil tarea de reconstruir los documentos destruidos. Una de ellas comenta a la autora de Stasiland: “En realidad se parece mucho a hacer un puzle en casa. Empiezas por las esquinas y vas rellenando a mano los huecos fijándote en las formas de los bordes. Y luego, aparte, el tipo de papel, la fuente, la caligrafía y esas cosas nos dan pistas”. Finder habla con un señor que le parece la persona con más experiencia, y que le dice: “En ocasiones la satisfacción está en saber que cuando la gente averigua lo que pasó encuentra cierta serenidad: por qué no consiguió un puesto en la universidad, o qué le pasó al tío que desapareció o lo que sea. Supone una oportunidad para los afectados de comprender sus vidas”. Cuando está por irse, el director de la Oficina entrega a Funder una copia de un memorando que redactó. Es un cálculo del tiempo que necesitarán para reconstruir todos los expedientes: 375 años. Y le aclara: “Estos son cálculos con cuarenta operarios. Como verá, solo contamos con treinta y uno”.
Funder ha escrito un excelente libro, que da cuenta de la vida de una sociedad férreamente controlada. Pero sus méritos no son únicamente documentales. Su autora ha partido de un material oral, al que ha dado un tratamiento claramente literario, que lo convierte en una novela de no ficción. La propia Funder aparece como un personaje importante. Narra cómo contacta a los entrevistados, cómo se relaciona con ello, en qué circunstancias tienen lugar los encuentros. Incluso hay casos en los cuales no respeta las fronteras entre la entrevistadora y los testimoniantes, y se implica con ellos. Eso hace que las entrevistas no sean frías, sino que destilen emoción y frescura. Esos y otros sólidos valores no hacen suponer que Stasiland sea la opera prima de Anna Funder.