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Alma Delia Murillo: Los besos

Cuando el caos pandémico empezó y no teníamos más horizonte que el miedo, cuando todavía era raro ver los rostros de ojos para arriba y los despistados de siempre corrieron a comprar provisiones para un año —como si hubiera mundo posible que cancelara la inmediatez del consumo—, un montón de gente celebró que, por fin, evitaría el contacto físico tan molesto y, aleluya, los besos. Ese saludo ritual que obligaba a besar desconocidos ya podía considerarse cosa del pasado. A mí me dio tristeza, perdonen la impertinencia de este texto, pero no puedo preferir la civilización del cubrebocas a la de los besos.

Recién leí un resumen del Oceans Asia Report que estimaba 1.56 billones de cubrebocas flotando en los océanos hacia el final del año 2020. Eso se traduce en cerca de 5 mil toneladas de plástico adicional en la contaminación marina. Según el Programa de las Naciones Unidas para el Medio Ambiente, más del 75% de esos objetos que nos protegieron del virus fueron a dar a los océanos; flotan ahí junto al PET de nuestras botellas, el celofán que envuelve nuestra comida rápida y los cepillos dentales con los que nos procuramos esa boca que ya no da besos. Vaya cosa.

Que el mar ha sido siempre el vertedero de nuestros desechos, no es novedad, pero que en tan poco tiempo un solo objeto que se convirtió en el accesorio cotidiano de todos los seres humanos haya multiplicado de tal manera esa carga residual me parece alucinante. Y, romántica incurable, encuentro igualmente pasmoso que haya quienes celebran el final de los besos como forma de socialización. Eso no lo comprendo.

Las miles de cartas de amor escritas durante la Primera y la Segunda Guerra Mundial no daban cuenta de otra cosa que de la desesperación de los amantes por no poder tocarse, por no poder besarse. Novios que habían sido separados de sus parejas relatan historias del dolor por la falta de contacto físico en misivas que han sido halladas entre trincheras, dobladas al interior de uniformes perdidos, en áticos de casas vacías, en viejos archivos de los servicios postales del mundo. Leer esas cartas, hay miles digitalizadas, es leer el abismo de la separación de los amantes, la vida que se les iba frente a la distancia, en la agonía por aquel beso negado.

Ahora que en psicología proliferan los profetas del desapego de quienes reniego (no me odien, o sí, desde luego odio quiero más que indiferencia) y que tanto promueven la distancia emocional, me pregunto si el monograma de zoom y la barrera del cubrebocas tendrán un apartado de enseñanza positiva en su discurso, supongo que sí. Un desapego paradisíaco. Yo es que no puedo, no se ofendan ni me tomen en serio, es sólo un punto de vista y ya ni bien veo luego de tantos años frente a la pantalla que maldigo con toda mi alma (y mi Delia). Nunca dejaré de creer que la experiencia humana es esencialmente vinculatoria, formar parte de esta especie para no vincularse —insisto— es como tener un caballo para que no corra o un águila para que no vuele.

¿Cómo y por qué se habrán besado los primeros homínidos?, ¿intentaban sanar una lesión con la sustancia curativa de la saliva en sus bocas?, ¿descubriría el Australopithecus el prodigio del beso amoroso? ¿Habrán experimentado besos de tres como los que corrió a practicar la gente de veinte años recién vacunada? (Centennials, ustedes son mi esperanza.)

Sí, había que usar el cubrebocas mientras no se dijera lo contrario, pero tarde o temprano habría que salir de la trinchera emocional, después de todo nuestra evolución también está hecha de virus y bacterias, la flora intestinal que mantiene a nuestra especie a tope en la voracidad ha hecho bien su trabajo.

Por lo pronto los océanos, esta vez sin cartas de amor, relatarán que durante un par de años fuimos la civilización del cubrebocas. Yo quisiera quedarme con la celebración del verso de Tomás Segovia con que despega ese poema portentoso: Mis besos lloverán sobre tu boca oceánica.

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Texto originalmente publicado en el periódico Reforma.

 

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