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Carmen Posadas: No me apetece

Ya sé que el mundo gira a una velocidad tal que lo ocurrido dos o tres semanas atrás parece tan remoto como el reinado del visigodo Wamba o Recaredo. Pero me gustaría volver aun hecho que tuvo lugar en Semana Santa para ilustrar un fenómeno que me parece curioso. En uno de los Jueves Santos más lluviosos que se recuerdan y luego en un viernes más desapacible aun, la reina Sofía quiso acompañar a los cofrades en dos procesiones: una, en Málaga; la segunda, en Madrid.

Yo, que como les he contado en alguna ocasión, soy la reina de la haraganería, la emperatriz del dolce far niente, no puedo por menos que admirar su entrega, su dedicación y su vocación de servicio. Doña Sofía ha desempeñado el papel que el destino le ha adjudicado con una grandeza, una generosidad y un pundonor extraordinarios. A sus casi 86 años podría haberse quedado tranquilamente en casa con un libro o escuchando música. Pero ella pertenece a una especie en vías de extinción, la de aquellos que tienen eso tan trasnochado y fósil que llaman ‘sentido del deber’. Recuerdo que hace años, en una de las pocas entrevistas que ha concedido, le preguntaron en qué consistía ser reina y ella contestó que en desterrarpara siempre de su vocabulario estas tres palabras: «No-me-apetece».

 

Y a esa hora clavada se les cae de la mano el ratón del ordenador y se dan el pire, a ver si me voy a quedar sin clase de ‘mindfulness’

 

Si les cuento esto es porque acabo de enterarme de la nueva denominación que dan a los nacidos a principios de siglo, los llaman ‘la generación de cristal’. Un grupo de edad que podríamos ampliar a los nacidos en los años noventa del siglo anterior y que tiene como elementos comunes las siguientes características: son nativos digitales, aceptan la diversidad, tienen mayor conciencia ecológica, son –o presumen de ser– más solidarios. Sin embargo, otras de las características que comparten son una baja tolerancia a la crítica y a la frustración, y también una demanda constante de reconocimiento, producto de una autoestima, por un lado, muy alta y, por otro, muy frágil (de ahí su nombre).

Esta forma de ser se explica al decir que son niños a los que sus progenitores, que vivieron épocas de mayor carencia, con padres autoritarios y poco flexibles, decidieron darles todo lo que a ellos les hubiera gustado tener de niños. Y lo han hecho sobreprotegiéndolos, evitando marcarles límites y comportándose más como amigos que como padres. Todo esto es maravilloso y, desde luego, crea niños felices y sin complejos. Lástima que tener una infancia Walt Disney conlleve un pequeño inconveniente, y es impedir que esos niños creen los anticuerpos necesarios para, al crecer, enfrentarse a un mundo que, lejos de ser una película de Disney, cada vez se parece más a una despiadada distopía.

Otra característica de la generación de cristal es que han crecido pensando que tienen derechos, pero no obligaciones. No es extraño, por tanto, que lo primero que pregunteun miembro de esta generación en las entrevistas de trabajo sea «cuántos días tengo de vacaciones» y «a qué hora acaba la jornada laboral». Y a esa hora clavada, ni un minuto ni un segundo más tarde, se les cae el boli o el ratón del ordenador de la mano y se dan el pire porque yo lo valgo, y a ver si por esto del curro me voy a quedar sin clase de mindfulness.

Una vez más, todo estaría muy bien si este tipo de actitud contribuyera a que la generación de cristal fuese también la generación de la felicidad, del contento, del bienestar. Pero las estadísticas parecen desdecir esta idea. Mientras el 71 por ciento de los baby boomers (personas nacidas entre 1945 y 1965) se declara feliz, solo el 60 por ciento de los de la generación de cristal piensa que lo es. A pesar de ser mucho más jóvenes, a pesar de haber sido criados con todos los caprichos y entre algodones. Si vamos a las estadísticas que hablan de la salud mental, las diferencias son aún más notables. Mientras el 85 por ciento de los baby boomers se encuentra satisfecho con su salud mental, entre los nacidos a principios de siglo la cifra cae al 59 por ciento.

Siendo así, yo me pregunto: ¿no será que tenerlo todo tan fácil y carecer por completo de sentido del deber en vez de dar satisfacción la resta? ¿No será que el recurrir a cada rato a ese «no me apetece» que doña Sofía hace años desterró de su vocabulario no da tan buenos réditos? Ignoro qué habrá sentido la Reina después de congelarse dos días seguidos en las calles de Málaga y de Madrid. Pero estoy por apostar que, aparte de la satisfacción espiritual que este tipo de actividad procura, habrá obtenido otra recompensa que todos hemos experimentado alguna vez, la única e inigualable satisfacción de haber hecho las cosas bien.

 

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