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Karina Sainz Borgo – Las revoluciones: matronas y sepultureras de varias generaciones

La rusa y la cubana son ejemplos paradigmáticos de aquella 'barbarie con rostro humano', que decía Bernard-Henri Lévy. Tanto una como otra mostraron su mayor grandeza en la creación de sus contrarrevolucionarios

Desde 1958, la Revolución Cubana mantiene el poder en la isla. ABC

 

Jorge Ferrer nació en 1967, el año en que el poeta Heberto Padilla fue acusado de subversión contra el gobierno de Cuba. Criado en una familia de la élite intelectual, Ferrer vivió en Moscú durante casi una década. Allí se formó. También vivió la Perestroika y la caída del Muro de Berlín. Embriagado de aquel perfume, al regresar a Cuba creó el colectivo Paideia con la idea de sacar la cultura fuera de los rígidos moldes oficiales. El resultado fue un exilio que dura hasta hoy. Así lo cuenta en las páginas de ‘Entre Rusia y Cuba. Contra la memoria y el olvido’, un libro publicado por el sello Ladera Norte.

Escrito con una prosa aguda y desgarrada, ‘Entre Rusia y Cuba’ relata la vida de tres generaciones de una misma familia: la de Jorge Ferrer. Comienza con el abuelo policía en tiempos de Batista y acaba con el nieto en el exilio barcelonés. En sus páginas se despliegan las relaciones entre el poder y el desarraigo; el mito de la revolución y su inestable carga de esperanza y destrucción. Procura un acercamiento al alma rusa y una irónica meditación sobre Cuba, también sobre los fantasmas del pasado y los expulsados de la historia. Toda revolución es la antigua rueda que, siglo tras siglo, aplasta a quienes la ven girar.

Parto en un funeral

«Las revoluciones operan sobre el tiempo: abolen uno e inauguran otro. Son un parto en un funeral, la matrona y el sepulturero». Tanto la revolución rusa como la cubana dejaron a mucha gente fuera. La expulsaron y machacaron. En las páginas de este libro, Ferrer divide a los sujetos de una revolución entre los «byvshie», la «gente del tiempo pasado», y que el autor identifica en su abuelo; los «apparatchik», como se llama a funcionarios y miembros de poder revolucionario, en los que se ubica el retrato de su padre; y el «pioner», un «pionero», que es como llaman en los regímenes comunistas a los niños que ven el futuro, que en caso de Ferrer fueron los cascotes de la Perestroika.

«Como mi abuelo Federico, el policía de Fulgencio Batista que acabará sirviendo mesas en Manhattan. Gente que no cabe en el tamañito de la utopía. Se cree que las utopías son grandes, hasta que se conoce bien una utopía encarnada: son minúsculas y por lo mismo son excluyentes y estrechas. Pero también son capaces de detener el tiempo: aquel Moscú en los años de Brezhnev o La Habana, ese otro nombre de Pompeya». Así lo narra Ferrer en las páginas de este libro. «Mi abuelo Federico, como cientos de miles de cubanos, fue reducido por la revolución a la condición de byvshi: por pretérito y por preterido».

Las revoluciones son traídas por la ilusión y traen ilusión, explica Ferrer, pero acaban por destruir cuanto encuentra a su paso. «La rusa y la cubana son ejemplos paradigmáticos de aquella ‘barbarie con rostro humano’, que decía Bernard-Henri Lévy. Tanto una como otra mostraron su mayor grandeza en la creación de sus contrarevolucionarios. Por el martirio terrible de los contrarrevolucionarios soviéticos y cubanos: Pasternak y Lezama Lima, Marina Tsvetéieva y Lydia Cabrera. Entre todo el olvidable ejército de los revolucionarios, los burócratas, los entusiastas, los contrarrevolucionarios son el mejor destilado de ambas revoluciones, su única garantía de perdurar en la memoria». Memorias de un destrozo, inmensas máquinas picadoras de generaciones.

Descolgados

Llegar al mundo con la Revolución a cuestas no es lo mismo que habitarlo con ella ya en marcha. Desearla o hacerla puede ser aún peor que padecerla. Así lo detalla Ferrer en la conversación sobre el tema. «No hice revolución alguna. Nací en medio de una. Lo mío era zafarme: quitarme las botas con las que nací puestas. Es la generación de mi padre, el aparatchik de la segunda parte del libro, la que hizo la revolución. El byvshie (mi abuelo) y el pioner (yo) estábamos descolgados por delante y por detrás de la Revolución: por eso acabamos reunidos en el exilio. Sea de una forma u otra, antes o después, la enfermedad es la misma: la incapacidad para administrar la memoria y el olvido. En este libro, trato de hacer las paces con esa incapacidad».

En su esencia, toda revolución tritura y despedaza, así lo interpreta Ernesto Hernández Busto, escritor y traductor cubano residente en Barcelona, quien, como Ferrer, experimentó la URSS como liberación. «Nosotros nacimos a mediados-finales de los 60, se suponía que seríamos el ‘hombre nuevo’, la generación crecida dentro del modelo revolucionario, enviada a estudiar a los países socialistas. En realidad, nos tocó coincidir con la perestroika y con un momento de gran efervescencia y renovación ideológica». Vivir en Moscú entre 1986 y 1988, recuerda Hernández Busto, era asistir a un desfile de revelaciones: desde el cine de Elen Kíimov o Abuladze hasta todo el movimiento literario. «Por haber coincidido con la glasnost fue que supimos de lo que había pasado antes, cuando la Revolución rusa, de la misma manera que la generación cubana del 50 supo de lo terrible del stalinismo cuando el breve deshielo de Jrushov».

Atavismo

El libro de Jorge Ferrer comienza con la imagen de los tanques rusos camino de Kiev el 24 de febrero de 2022. «Estábamos asistiendo al cierre de un ciclo histórico que puede estar definiendo el curso de la historia europea, y la del mundo occidental en general, de una manera que aún no alcanzamos a calcular», escribe Ferrer. El inicio de la guerra del Kremlin contra Ucrania cerró el ciclo de paz y esperanza de libertad inaugurado por la caída del Muro de Berlín, un evento que marca la inmensa ocasión perdida que supuso.

En más de un siglo de revolución, queda muy claro que ningún intelectual es inocente de su infortunio. Hacer la revolución es la forma más entusiasta de cavar su propia tumba. Le ocurrió al poeta Mandelstam, que acabó en los Urales por referirse a Stalin como «montañés del Kremlin». También a Maiakovski. En un comienzo estuvieron a favor de la Revolución, de su potencial, pero muy pronto se los llevó por delante. «Muchos intelectuales creyeron que la Revolución les iba a abrir las puertas, pero, al final, acabó con ellos. Con el arte y con la vida de los artistas y escritores que creyeron en ella. Sin embargo, de alguna manera, ellos fueron cómplices de ese mecanismo que acabó por destruirlos». Esa lógica que señala Ernesto Hernández Busto, aparece descrita con una claridad demoledora en el libro de Jorge Ferrer.

La revolución cubana replica lo ocurrido con la Unión Soviética, cuando muchos de los intelectuales como el escritor Guillermo Cabrera Infante, que atacaron al antiguo régimen, acabaron engullidos por un monstruo de cuya creación fueron partícipes. «Los intelectuales aquí no son simples víctimas inocentes del todo, pero es un proceso muy complejo, difícil de explicar bien. Sobre todo porque en la Modernidad se le pedía al artista y al escritor que trascendiera los límites del modelo tradicional. Recuerda que la palabra intelectual aparece justamente con el caso Dreyfus, cuando los escritores se involucran en política, en temas mayores por así decirlo».

La excepción cubana

Lo que comenzó José Martí en 1898 lo retomó Fidel Castro en la década de los cincuenta. Erigido como concepto, el revolucionario o tal cosa como la revolución se convirtió en espejismo para los intelectuales europeos y latinoamericanos. La Habana se convirtió en meca cultural de los años sesenta sufre su gran cisma con el caso Padilla, cuando Mario Vargas Llosa y Gabriel García Márquez se distancian no sólo por la oposición del peruano al régimen de Castro, sino por la concepción diametralmente distinta de lo que cada uno pensaba que debía ser América Latina.

La erótica del evolucionario fue desmantelada por autores como Octavio Paz , Mario Vargas Llosa o Carlos Rangel. Sin embargo, obró una ilusión en la intelectualidad romántica: Hizo creer que la utopía era posible y que América Latina era el freno al imperialismo y el capitalismo. Para ellos pudo ser inspirador, festivo incluso, pero para América Latina supuso una categoría de excepcionalidad que Jorge Ferrer trabaja en su ensayo sobre la relación entre Rusia y Cuba, en especial por la naturaleza por lo menos curiosa de una alianza entre dos potencias geográficamente tan separadas.

«El mito de la excepcionalidad ha alimentado la historia de la sensibilidad cubana desde la etapa colonial, cuando Cuba se consideraba una colonia española singular, hasta la Revolución, cuando puso al mundo al borde de una hecatombe nuclear. La idea de ser excepcionales. y por lo tanto, mejores, es un fármaco como cualquier otro que los pueblos toman contra la depresión o el insomnio. Cuba, siempre tan amante del exceso, ha muerto de sobredosis». Jorge Ferrer explica un ciclo que no acaba. En su excepcionalidad, la Revolución sigue triturando a quienes se oponen a ella.

«En las revoluciones la muerte se vuelve absorbente»

Sergio Ramírez abandonó por un tiempo su carrera literaria para incorporarse a la revolución sandinista que derrocó a la dictadura de Anastasio Somoza. Apoyó al Frente Sandinista de Liberación Nacional (FSLN) y formó parte de la Junta de Gobierno de Reconstrucción Nacional. En 1984 fue elegido vicepresidente de Nicaragua como compañero de fórmula de Daniel Ortega, con quien al poco tiempo se mostró crítico hasta alejarse definitivamente de aquel proyecto político e ideológico.

No pudo explicarlo mejor en ‘Adiós muchachos’, su memoria personal de una lucha política fallida. «Al menos en el caso nicaragüense, la Revolución tiene un pensamiento improvisado. Más que en textos científicos del marxismo, se basó en manuales. Los conceptos fueron simplificando. Eso te hace cometer errores trágicos. Por ejemplo, el concepto de burgués. Comenzaron llamando así a los grandes ricos y burgués acabó siendo aquel que tenía algo. Ese sentido emocional de justicia es lo que se va imponiendo contra toda regla de la lógica»

«Cuba nos influyó, también muy emocionalmente. Apenas han pasado veinte años de la Revolución Cubana cuando se da en Nicaragua. Todavía no se han consolidado las grandes decepciones. En ese momento, el caso Padilla está restringido a los intelectuales. Todavía la revolución cubana se percibe como heroica. En Nicaragua estuvo muy presente la muerte del Che Guevara. La muerte se vuelve absorbente. Que si ‘Patria o muerte’ y ese tipo de cosas. No es la vida la que importa, sino el sacrificio, el héroe muerto en las ceremonias, siempre hay sillas vacías como una mitificación del dirigente caído».

Con respecto al peso de Rusia en la Revolución Sandinista, explica Ramírez: «Rusia se oponía a la revolución armada de Nicaragua. Cuando le planteé al jefe del Partido comunista de Costa Rica, Manuel Mora, en 1977 cómo estábamos preparando al insurrección, me escuchó con atención. Luego me dijo: les deseo mucha suerte en esta aventura. Para un marxista tradicional pro soviético, nosotros emprendíamos una aventura pequeñoburguesa».

 

 

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