Armando Durán / Laberintos: «Alea Jacta Es»
Es decir, “la suerte está echada.” Frase que según cuenta Suetonio en su Vida de los doce césares, la exclamó Julio César al cruzar al frente de sus legiones las aguas del río Rubicón, frontera geográfica entre la Galis Cisalpina, que acababa de conquistar y el territorio de Roma, violando así la norma republicana dictada por el Senado, que prohibía el ingreso a Roma de jefes militares con sus ejércitos; esa decisión desató una larga y sangrienta guerra civil entre Julio César y Pompeyo.
En cierto modo, esta es la situación creada en la Venezuela actual por las decisiones que tomaron hace apenas una semana los dos polos del conflicto político venezolano. Por una parte, el logro alcanzado por María Corina Machado al convencer a los partidos que integran la alianza de fuerzas opositoras llamada Plataforma Unitaria, de la que Vente Venezuela, su partido, no forma parte, de descartar la controvertida candidatura presidencial de Manuel Rosales, gobernador del estado Zulia, y unificar por unanimidad en Edmundo González Urrutia, diplomático jubilado de 74 años, quien nunca había tenido entre sus planes aspirar a ser presidente de Venezuela, la candidatura de todas las fracciones. Por otra parte, la decisión del régimen, tras una prudente pausa de dos días para reflexionar sobre cómo reaccionar ante esta maniobra, de aceptar “por ahora” esta respuesta unitaria de la oposición que le salía abruptamente al paso a su estrategia de profundizar la fragmentación de sus adversarios.
Estas dos decisiones, por supuesto, le dieron un vuelco muy significativo a la esperanza de cambio político posible de la inmensa mayoría de los ciudadanos, pero ante el cual uno y otro sector debe actuar con máxima sensatez. Desde el 4 de febrero de 1992, cuando un desconocido teniente coronel paracaidista llamado Hugo Chávez pretendió derrocar a cañonazos el gobierno democrático de Carlos Andrés Pérez, la perturbación social y la violencia han caracterizado el proceso político venezolano. Hasta que la semana pasada, a tres meses de la elección presidencial prevista para el próximo 28 de julio, punto de quiebre ineludible del proceso, las fuerzas menguantes del régimen parecen comenzar a reconocer la cruda realidad de la situación actual y, aunque a regañadientes, dejan entrever que al menos un sector del régimen se pasea por la eventualidad de la derrota en la votación del 28-J. ¿Se trata de un indicio de que Maduro y compañía al fin consideran la opción de negociar una transición pacífica del fallido experimento de su revolución de “socialismo o muerte” hacia una democracia representativa, moderna y liberal, o nos hallamos ante otra estratagema del oficialismo para negar por las malas las ansias de cambio que agitan el alma nacional?
En otras palabras: La unificación del sentimiento nacional en torno a Machado/González Urrutia, se presenta como fórmula invencible en las urnas del 28-J, pero siempre y cuando el régimen frene lo que sus voceros más calificados han calificado de “furia bolivariana.” Una encrucijada muy parecida a la elección presidencial de Nicaragua en diciembre de 1989. Daniel Ortega había tomado el poder 10 años antes al derrocar el Frente Sandinista de Liberación Nacional la dictadura de Anastasio Somoza y esa victoria política y militar le permitió validar su poder en las elecciones de 1985. La marcada deriva de su gobierno a la izquierda más radical desató la reacción armada de los llamados “contras”, con abierto apoyo del gobierno de Estados Unidos, y aquel estallido de violencia, sumado a las guerras revolucionarias que consumían a Guatemala y El Salvador, llevaron al grupo de naciones democráticas de América Latina agrupadas en el Grupo de Contadora, a propiciar las negociaciones que culminaron con la firma de los Acuerdos de Paz en Esquipulas en aquellos años 80 del siglo pasado, equivalente al Acuerdo de Barbados.
Gracias a este acuerdo, firmado en la hermosa isla caribeña por representantes de Maduro y de la Plataforma Unitaria, fue posible la convocatoria de esta elección presidencial en Venezuela, de igual maneta que los acuerdos firmados en Esquipulas hicieron posible que Ortega aceptara medirse en las elecciones que se celebraron en Nicaragua a finales de 1989, cuyo resultado fue la victoria por 14 puntos de una ama de casa, Victoria de Chamorro, viuda de Pedro Joaquín Chamorro, director del diario La Prensa, asesinado por los sicarios de Somoza. Fidel Castro, mentor político de Ortega le había advertido que se lo pensara muy bien, pues en toda elección se gana o se pierde, pero Ortega, con el argumento de que todas las encuestas vaticinaban la victoria del FSLM, no dio su brazo a torcer. Su candidatura, sin embargo, solo obtuvo 40 por ciento de los votos y Ortega decidió que lo mejor era reconocer su derrota. Gracias a ello, en las elecciones de 2006, Ortega pudo recuperar la Presidencia de su país a punta de votos. Todavía la ocupa, aunque ahora por la fuerza brutal de su dictadura.
Esta es la gran incógnita del actual momento político venezolano. Maduro ha aceptado medirse en las urnas del 28-J con González Urrutia, representante de Machado, después de ella ganar por paliza la elección primaria de la oposición el pasado 22 de octubre. Y, sin duda, eso es algo. Pero a partir de esa decisión ¿podemos presumir que el régimen reconocerá la eventual victoria de la oposición el 28 de julio, o la intención de Maduro y compañía es impedir ese desenlace, posponiendo más o menos indefinidamente la votación, o sencillamente desconociendo su resultado?
Vale decir: Las cartas de la política venezolana y del futuro de Venezuela, al fin están sobre la mesa. Sin simulaciones ni pendejadas, como hace muchos años sostuvo Chávez. Y ello significa que más allá de una elección entre dos candidaturas, lo que se juegan los venezolanos de todas las tendencias durante estos 90 días es la definición del futuro nacional. O sea, que más allá de la disputa electoral entre Maduro y Machado, lo que verdad ocurrirá durante estas semanas y la noche del 28 de julio es la materialización de un dilema muchísimo más trascendente. Si bien todo indica que por la buenas Maduro perdería la Presidencia en las urnas, también es preciso señalar que solo por las malas podría evitar su derrota. Si finalmente se resigna a aceptar esta ingrata realidad, Venezuela iniciaría en los próximos meses una etapa de fuerte recuperación democrática y de bienestar económico y social; si en cambio opta Maduro por encerrarse en su propia obsesión por conservar el poder a toda costa y decide imponer su voluntad a la fuerza, se iniciará en Venezuela una dictadura simple y dura, como la de Nicaragua. Eso es lo que lo venezolanos se juegan en esta encrucijada. Nada más, nada menos.