Karen Entrialgo: ¿La rusificación del mundo?
(Conferencia presentada en el 8vo. Encuentro del Instituto de Investigación Violencia y Complejidad, celebrado el 26 de abril de 2024 en la Universidad de Puerto Rico)
Sentimentalismo, irracionalismo y desoccidentalización:
¿Asistimos a una rusificación del mundo?
(Conferencia presentada en el 8vo. Encuentro del Instituto de Investigación Violencia y Complejidad, celebrado el 26 de abril de 2024 en la Universidad de Puerto Rico)
El aplastamiento en 1968 de la revolución democrática en Checoslovaquia, también conocida como la Primavera de Praga, cuenta – entre innumerables escritos historiográficos, análisis políticos y ensayos académicos – con una anécdota personal del autor de La insoportable levedad del ser. El novelista nos hace partícipes en un escrito publicado en el New York Times, el 6 de enero de 1985. En vista de la primera puesta en escena en lengua inglesa de su obra de teatro Jacques y su amo, una variación de la novela de Denis Diderot, Jacques el fatalista, Milan Kundera nos revela el momento justo en el que su homenaje al prolífico escritor francés de la Ilustración comenzó a germinar en su cabeza:
«Cuando los rusos ocuparon mi pequeño país, todos mis libros quedaron prohibidos. En consecuencia, ya no tuve posibilidad legal alguna de ganarme la vida. Algunas personas trataron de ayudarme. Un día, un director vino a proponerme que escribiera una adaptación teatral, bajo su nombre, de la obra de Dostoïevski, El idiota. La releí y me di cuenta que ni muriéndome de hambre habría podido hacer el trabajo. Su universo de gestos exagerados, turbia profundidad y sentimentalidad agresiva me ahuyentaba. De repente, sentí un golpe de inexplicable nostalgia por «Jacques el fatalista». ¿No preferiría usted Diderot en lugar de Dostoïevski? No, él no. Yo, sin embargo, no pude sacudirme el extraño deseo de quedarme, tanto como posible, en compañía de Jacques y su amo. Empecé a imaginarlos como personajes en una pieza de mi propia autoría».
Sobre esto versa la casi totalidad de su «Introducción a una variación». Pero lo que me interesa destacar para yo también, por mi parte, introducir el tema de mi conferencia, se encuentra en los primeros tres de los diez incisos que componen su ensayo: su elaboración en torno a su repentina aversión por Dostoïevski. Lo que a Kundera le irritaba era el clima de sus novelas: un universo donde todo se volvía sentimiento; es decir, donde los sentimientos son promovidos al rango de valor y de verdad.
Kundera relata que al tercer día de la ocupación se encontraba conduciendo de Praga a Budejovice. Que Budejovice sea la ciudad en la que se desarrolla la obra de Albert Camus, El malentendido, está lejos de ser un detalle anodino. Los campamentos de infantería rusos estaban por todas partes. En un punto, le hicieron detenerse y tres soldados comenzaron a registrar el vehículo. Una vez terminada la operación, uno de los soldados le pregunta: ¿Cómo se siente? Su pregunta, advierte Kundera, no conllevaba ironía. «Ha sido un malentendido», continuó el soldado, «pero ya todo se va a arreglar. Tiene que entender que amamos a los checos.» A lo que el autor reacciona:
«Todo el campo devastado por miles de tanques, el futuro del país comprometido por siglos, los líderes del gobierno checo arrestados y secuestrados y un soldado del ejército de ocupación te hace una declaración de amor… El hombre no puede vivir sin sentimientos, pero en el momento en que son considerados valores en sí mismos, criterio de verdad, justificación para ciertos comportamientos, devienen aterradores. El más noble de los sentimientos nacionales aguarda presto a justificar el mayor de los horrores, y el hombre, con el pecho hinchado de fervor lírico, comete atrocidades en el nombre sagrado del amor».
Cuando los sentimientos suplantan el pensamiento racional, se vuelven la base para la ausencia de entendimiento, para la intolerancia; devienen, como lo planteó Carl Jung, «la superestructura de la brutalidad».
Para quienes hemos estado estudiando la guerra de Putin, la historia que nos cuenta Kundera resuena demasiado con todo lo que se escucha en la televisión nacional rusa. Durante los primeros meses de la invasión a gran escala (pues no debemos olvidar que esta guerra comenzó en 2014 con la anexión ilegal de Crimea; una especie de castigo por el deseo de los ucranianos de acabar con la influencia rusa en su país, ejercer su soberanía política y afianzar su carácter occidental europeo) el discurso de los propagandistas era exactamente lo que Kundera concluye de su experiencia con el soldado cuando nos dice: «por favor, entiendanme: él no tenía ningún deseo de condenar la invasión. Todos ellos hablaban en los mismos términos: una actitud basada no en el placer sádico del violador, sino en un arquetipo distinto: el del amor no correspondido. ¿Por qué estos checos (a quienes amamos tanto) se rehúsan a vivir con nosotros, como nosotros? Qué pena que estemos forzados a usar los tanques para enseñarles lo que es amar!»
En la guerra actual, lo que ha tomado a tantos por sorpresa: la resistencia ucraniana, logró convencerlos de que ese amor no era correspondido y, desde entonces, la actitud del Kremlin y sus propagandistas refleja más bien el arquetipo del placer sádico del violador y ya no tanto el del amor no correspondido. Aunque, de vez en vez, se escucha el lamento: «Pero, ¿por qué no quieren vivir con nosotros, como nosotros, si somos eslavos?«. A este mito del alma eslava Kundera le había dedicado en 1983 otro ensayo – titulado «Un Occidente secuestrado: La tragedia de Europa Central«. Entre un ensayo y el otro aparece la tesis del Renacimiento como aquello que le aporta equilibrio a la hegemonía alcanzada por el sentimentalismo, producto de una larga herencia cristiana de identificación entre verdad y sentimiento; el Renacimiento, pues, como aportando el elemento racional que le arrebató al sentimiento una parte de su monopolio sobre la verdad y que, a los ojos de Kundera, es lo que define a Occidente. La sensibilidad occidental se vio equilibrada por un espíritu complementario: el de la razón y la duda; el del juego y la relatividad de los asuntos humanos.
Haciendo eco de los planteamientos del escritor ruso y célebre disidente del régimen soviético Alexander Solzhenitsyn, autor – entre otras obras – del Archipiélago Gulag (un libro que a muchos nos ha interesado revisitar desde el comienzo de la guerra, pero sobre todo, después de la muerte del opositor político de Putin, Alexei Navalny), Kundera retoma la tesis de que el «alma rusa», su combinación perversa de profundidad y brutalidad, mantiene un balance diferente (o, más bien, una falta de balance) entre racionalidad y sentimiento debido a la ausencia en Rusia del Renacimiento. Esto explica por qué Kundera, en medio de la ocupación rusa de su país, prefiriera a Diderot, una figura del Siglo de las Luces, por sobre Dostoïevski.
También Cioran, en un texto de 1957, «Rusia y el virus de la libertad» había elaborado esta tesis. Con la pequeña diferencia, sin embargo, de que el escritor de origen rumano – menos inclinado a las concesiones y absolutamente mordaz en su mirada de las cosas – subrayaba el aspecto deliberado de esa falta de Renacimiento. Es decir, el rechazo decidido que Rusia promulgara respecto a los valores comportados por ese movimiento cultural. «Al adoptar la ortodoxia – escribe Cioran – Rusia manifestó su deseo de separarse de Occidente; era su manera de definirse desde el principio«. Tomando en cuenta el momento soviético, que ya Cioran preveía que solo sería un paréntesis, nos dice: «Mientras más fuerte se haga (Rusia), más conciencia adquirirá de sus raíces, de las que, en cierta forma, el marxismo la habrá alejado; después de una cura forzada de universalismo, se rusificará de nuevo en provecho de la ortodoxia.» No veo cómo habría podido acertar más. Basta con mencionar el rol avivado que Putin le ha concedido a los patriarcas de la Iglesia Ortodoxa en la promoción de la retórica con la que se pretende justificar la invasión a Ucrania y la guerra declarada contra Occidente. Aunque no muchos en América se hayan enterado – sobre todo no la izquierda – la propaganda dirigida a los rusos se encuentra sobrecargada de referencias al satanismo. Concientes de la ruptura que, en relación a esa referencia, el Renacimiento introdujo, la versión dirigida a Occidente sustituye a Satán por referencias que le sean digeribles: vinculadas a la Razón de Estado, como la OTAN; o a la memoria histórica, como la desnazificación; incluso morales, como la mentira sobre el genocidio de los rusoparlantes en el Dombás; o históricas, como el revisionismo delirante con el que Putin pretende establecer una continuidad entre la Rusia moderna y la federación de tribus eslavas orientales conocida como Kievan-Rus desde el siglo IX. En su ensayo, Cioran predice las aspiraciones imperialistas y anti-occidentales de la Rusia actual elaborando un fino perfil del tipo específico de carácter cultural y político que las corteja.
Me interesa reflexionar sobre los efectos antipolíticos de la primacía que ha alcanzado el sentimentalismo en detrimento de la racionalidad ya que no solo alcanzan a Ucrania en la forma de misiles mortíferos contra las condiciones de vida, el patrimonio cultural y la vida misma; no solo mantienen en estado de alerta a Moldavia, Estonia, Letonia, Lituania y Polonia, sino que han venido jugando un rol fundamental en el avance de gobiernos autocráticos aliados entre sí contra la democracia y otros valores del Occidente político. Las posturas anti-occidentales se han vuelto banales, incluso en la academia. Obsesión con el indigenismo, apología del terrorismo islámico, inversiones semánticas que conducen a indistinciones de todo tipo: entre resistencia y terrorismo, libertad de expresión e incitación a la violencia, negociación y ocupación, víctima y agresor. La corrupción política del lenguaje; es decir, la confusión semántica deliberada que acompaña estas tendencias, encuentra sus condiciones de posibilidad en el diagnóstico de época sobre el que he estado investigando. Se trata del desinflamiento de lo simbólico que se expresa en una inoperancia del lenguaje significante. Sin la capacidad para significar, las emociones quedan desamparadas y libres para ser instrumentalizadas por agendas políticamente vacías o, simplemente, para ser movilizadas viralmente.
Ante el triunfo del sentimentalismo y el rechazo a la razón – algo de lo que dan fe la posverdad, los hechos alternativos y la conspiranoia – cabe preguntarse si no asistimos a una rusificación del mundo. Formular la pregunta en estos términos fue lo que me llevó a descubrir el trabajo del teórico cultural Mikhail Epstein en torno a la transformación que sufre el «Russkii mir» o «Mundo Ruso» (algo que ya era suficientemente problemático) en otra cosa absolutamente perniciosa: el anti-mundo ruso. Mucho de lo que yo venía persiguiendo bajo la rúbrica del desinflamiento de lo simbólico y que, mas recientemente, me ha llevado a concebir la antipolítica como el estadio superior de la despolitización tecnocrática; un estadio en el que se produce un vacío tanto de ideología como de propósito, encuentra eco en la caracterización que hace Epstein del anti-mundo ruso. Si aceptamos que es en lo simbólico que hacemos mundo, más allá del medio, su desinflamiento bien puede ser concebido como anti-mundo. Algunos han comentado que la película de Alex Garland, «Civil War» (2024) parece una secuela de la de Sam Esmail, «Leave the World Behind» (2020). Aunque el cine siempre ha tenido el potencial de amplificar lo que aún es invisible a los ojos, creo que esta vez, la apuesta ha sido golpearnos en la cara para que despertemos, tomemos el volante y evitemos el precipicio. Quizás, a estas alturas, ya solo se trate de evitar morir con la caída.
El libro de Epstein se titula El anti-mundo ruso: la política al borde del apocalipsis (2023). Se trata de un profundo estudio filosófico en torno a las transformaciones políticas, sociales y psicológicas que han tenido lugar en Rusia durante el primer año de la invasión a gran escala de Ucrania. Considero que este trabajo le aporta substancia a las intuiciones de Kundera de dos maneras: 1) resuelve la ironía de la declaración de amor que le hiciera el soldado ruso a nuestro novelista en medio de la devastación que dejara la ocupación y, 2) explicita el clima del llamado Mundo Ruso que Kundera solo alcanzara asir mediante su repudio de Dostoïevski.
Epstein sostiene que aunque desmesurado y malsano, el Russkii Mir se construía con referencias ideológicas de tipo religioso, histórico o político. Que se tratara del zarismo o de la era soviética; el marxismo, el comunismo, el leninismo, el estalinismo, todos intentaron ofrecerle algo al mundo. Se trataba de proyectos con un programa y una visión de futuro. Una estela de sangre y cuerpos sin vida nunca yacía sin justificaciones. Aunque falsas, figuraban racional y cohesivamente articuladas. Políticamente hablando, se trataba de proyectos inscritos en el mundo moderno. En los últimos años, sin embargo, la política del Kremlin solo encuentra inspiración en un pasado mitológico y su doctrina se fundamenta en una «identidad negativa«. La era de Putin ha demostrado que Rusia no está en posición de poder ofrecer su propio programa civilizacional y, para definirse a sí misma, solo puede recurrir a una «negación de Occidente«. Se ha producido, pues, el vacío de ese concepto de Mundo Ruso que al no buscar justificar su relación con el mundo circundante mediante alguna referencia compartida, se ha vuelto tautológico. El Mundo Ruso es lo que es y, lo que es, es lo que no es Occidente. En eso consiste el pasaje del Russkii Mir al anti-mundo.
Para describir el funcionamiento de este mundo que ha dejado atrás al mundo, Epstein elabora el concepto de tanatalización: un culto a la muerte, pero por el culto mismo; es decir, sin otro propósito que no sea la muerte en sí. Al margen de todas las imágenes de destrucción sin creación que nos llegan de la invasión rusa a Ucrania; la aniquilación de ciudades enteras mediante el abuso de la táctica conocida como «tierra quemada» o «tierra arrasada», la destrucción de las condiciones para la vida de los civiles con el ataque constante a la infraestructura energética, o para la vida natural (recordemos la catástrofe ecológica causada por la destrucción de la represa Nova-Kakhovka); y sin hablar ya de lo habitual que se ha vuelto la muerte de hombres, mujeres y niños debido a los misiles lanzados expresamente hacia las zonas residenciales, el trabajo de este especialista en literatura rusa se concentra sobre todo en la manera en que la muerte se vuelca hacia los rusos mismos y se convierte en doctrina. Se trata de una serie de inversiones que rebasan lo meramente semántico y en la que desaparece la línea entre Rusia y el enemigo. La identificación negativa («se es lo que no es Occidente») en combinación con esta doctrina de la muerte, produce una especie de canibalismo que explica, como veremos más adelante, por qué Kundera no quería el amor del soldado que lo detuvo.
Cochecitos de bebé en forma de tanques militares, niños y niñas de 3 y 4 años de edad vestiditos de soldados; Epstein nos va haciendo un inventario completo de cómo esa pulsión de muerte se enseña desde el nacimiento. Nacer es estar preparado para morir por la Madre Patria. La muerte no emerge como la inevitable consecuencia de haber vivido, sino como el propósito de haber nacido. No se nace para vivir y con ello se muere, sino que se nace para morir por lo que la vida nunca adquiere valor. ¿Cómo se llega a semejante cosa? Epstein explica que desde que Rusia aspira a ser un gran imperio que combine la gloria zarista con la extensión territorial soviética, se ha vuelto incompatible con el resto del mundo moderno. Pero no cometamos el error de interpretar que representa una alternativa al Occidente político pues, como vamos viendo, se trata de una propuesta políticamente hueca; una carcasa de proyecto e ideología cuya identificación negativa fundamentada en la muerte no constituye una alternativa real.
Regresando al inventario que hace Epstein de la tanatalización de Rusia, el autor llama la atención sobre cómo Putin, especialmente durante la última década, ha convertido el llamado Día de la Victoria, es decir, el fin de la Segunda Guerra Mundial que ellos llaman la «Gran Guerra Patriótica», en la celebración nacional más importante. Pero ahora lo que se celebra no es la victoria, sino la muerte para los enemigos y la muerte propia para la victoria. Tienen que verlo para entenderlo, porque no se trata de un simple desfile con tanques y batallones de soldados, sino de una verdadera glorificación de la muerte mediante una especie de procesión que hacen los «héroes caídos», cuyas fotos en tamaño real son llevadas por civiles en pancartas, como si estuvieran vivos y marcharan. En ese punto, agotándosele los neologismos que ha venido enfilando para describir lo que se sale del mundo, Epstein habla de necrocracia: el gobierno de la muerte por la muerte y para la muerte.
También analiza el colapso entre la idea de Madre Patria (Motherland), vientre materno, nacimiento, muerte y territorio. La existencia del territorio aparece a menudo valorada por sobre la vida de quienes puedan ocuparlo. Esto es evidente en Ucrania donde para liberar a los rusoparlantes del supuesto «nazismo ucraniano», los rusos han acabado con la vida entera de esas regiones. La vida de los que iban a ser «salvados» y la propia. Este tema de la salvación es otra de las maneras en que el pensamiento ortodoxo se confunde con las decisiones militares y se desborda en los comentarios de los propagandistas. En éstos, pero también en muchas madres y esposas de los soldados rusos desaparecidos en la guerra, se escucha la idea de que la muerte se justifica por la expansión del territorio. «Han muerto, sí, pero la Madre Patria se expande». Es decir que la tierra es más vital que la existencia o, si se quiere, la tierra es más existencialmente importante que la existencia de sus seres amados. Ir a la guerra es ir al vientre de la madre e ir al vientre de la madre y morir ahí es el único propósito que tiene la vida. Epstein reconoce que se trata de algo muy arcaico digno de ser abordado con Freud.
En la narrativa de la iglesia ortodoxa rusa aparece la idea del carácter almacenable de la salvación. Mediante la muerte de los enemigos se acumula salvación propia, pero también a ellos se les salva, ya que la muerte opera como una especie de purificación. Distinto al yihadismo donde morir asesinando infieles salva al combatiente, pero envía al infierno a los impíos; en la retórica ortodoxa rusa, matar al enemigo los salva a ambos. De aquí la asociación entre matar y amar que Kundera relataba con desconcierto a propósito de su anécdota con el soldado ruso y que luego explicaba con su aversión a Dostoïevski por el sentimentalismo agresivo que le servía de clima a sus novelas. Epstein recuerda que, como antesala a la invasión a gran escala, durante el año que la precedió se escuchaba el discurso de la hermandad entre rusos y ucranianos: «Ucrania es nuestro hermano menor; nosotros amamos a los ucranianos». Pero desde julio de 2021 ya existía publicado el ensayo de Putin “Sobre la unidad histórica de rusos y ucranianos” en el que la hermandad aparece como justificación para cuestionar la soberanía política de Ucrania, ignorar sus fronteras territoriales e implicar que se trata de un Estado artificial. Es decir, la hermandad como justificación para ocuparlos. Desde el fracaso de la «operación militar especial» (al menos según estaba planificada; es decir, una intervención de 3 días) los ucranianos pasaron de ser amados, a estar poseídos por Satanás y, finalmente, a ser el propio Satanás. Pero ninguna de estas secuencias importa pues, como explica Epstein evocando la historia bíblica de Caín y Abel, Caín mata a su hermano Abel aspirando a la santidad. El misterio de la hermandad entre rusos y ucranianos se resuelve en el asesinato de uno de los hermanos con lo que el amor se traduce en muerte y destrucción. Esta ausencia de frontera, que en el caso ruso ya no sabemos si es metafórica o literal, es lo que lleva a Epstein a evocar la lógica del canibalismo: te amo y por eso quiero tragarte y hacerte carne de mi carne: carne política, carne histórica – y habría que añadir carne de cañón, que es lo que hacen los generales rusos con sus propias milicias: la táctica del «meat grinding» consistente en enviar filas enteras de soldados a morir como escudo y así agotar la artillería del oponente.
De un tiempo para acá, el lema «Las fronteras de Rusia no terminan en ninguna parte« es lo que más se escucha en televisión nacional rusa. Pero no vayan a pensar que es una cosa de los propagandistas: la idea fue extensamente elaborada, mapa del mundo en pantalla, por el ex-presidente ruso y actual vicepresidente del Consejo de Seguridad, Dmitri Medvédev en una presentación que hiciera durante el Festival Mundial para la Juventud celebrado en Sirius, Rusia, en marzo de este año. Allí lo escribió en inglés para que el mundo entero lo leyera y ahora figura en carteles colocados por todo el país.
Para resumir: sentimentalismo, canibalismo y fronteras que no terminan en ninguna parte. Ojalá el mundo no se esté rusificando, pero está claro que ya pasamos de una política de los sentimientos a una antipolítica sentimental. También pasamos de las fronteras porosas a la ilimitación que las borra permanentemente, devorando el entorno. Y no sé si esa escena del francotirador en la película de Garland donde, ante las preguntas insistentes del periodista, nos enteramos que nadie le está dando órdenes, que no se sabe de qué lado se está combatiendo y la única respuesta que puede articular el francotirador es «alguien está tratando de matarnos; nosotros estamos tratando de matarlo a él» – ¿no sugiere esto que el problema podría no ser ya el de las identidades positivas, sino algo peor: las identidades negativas: «yo soy lo que no es el otro» o «yo estoy donde no estás tú»; con lo cual se anula el encuentro y se cancela lo común? Ahí lo dejo, para no dejar el mundo atrás.