Y Calaf ya no besa a Turandot…
Desde el más conocido de Franco Alfano al que elaboró el tío de Coppola, o el que acaba de estrenarse estos días en Washington, los finales para la inconclusa obra maestra de Giacomo Puccini buscan nuevos significados
Una escena del Acto III de «Turandot» de Puccini con Marcello Giordani como Calaf y Maria Guleghina como Turandot – Marty Sohl / Metropolitan Opera
Giacomo Puccini dejó este mundo, en 1924, sin poder concluir la composición de su última, definitiva obra maestra, Turandot. Llevaba cuatro años dándole vueltas al que sería su testamento musical, martirizando a sus pacientes libretistas, los escritores Giuseppe Adami y Renato Simoni, con la petición de nuevas propuestas para el final; pero en unas pocas semanas, un fulminante cáncer de garganta dejó la ópera inconclusa. O al menos una parte relevante, la que se correspondería precisamente con su desenlace.
Antes de la definitiva visita de la dama de negro, el autor legó unos cuantos esbozos con indicaciones para que algún colaborador fiel a su estilo y deseos pudiera concluir, más o menos de una manera digna, su versión de una historia capaz de atraer, antes que a él, al escritor Carlo Gozzi, autor de varias «fábulas teatrales» entre las que se encontraba aquella, inspirada en una colección de antiguos cuentos árabes, en la que el príncipe Calaf desafía a Turandot adivinando los acertijos que deben guiarle hasta los acorazados sentimientos de la princesa; a Friedrich Schiller, prócer de las letras germánicas, que realizó una adaptación en verso para la corte de Weimar; al gran director teatral de su tiempo, Max Reinhardt, que propuso una original puesta en escena de la misma, y hasta al extraordinario pianista y menos conocido compositor Ferruccio Busoni, creador de una ópera anterior, estrenada en Zúrich, en 1917, que no tuvo tanta suerte como la de su compatriota.
Todo estaba casi preparado para el estreno, en el que cantó Miguel Fleta
Y a pesar de que no lograba dar con un final que lo contentara plenamente, el proyecto de Puccini estaba ya tan avanzado que hasta había fecha para su estreno: debía llevarse a cabo durante 1926, primero en la Scala milanesa e inmediatamente en el Metropolitan de Nueva York, con presencia del propio autor y al menos un par de los cantantes escogidos por él mismo: Beniamino Gigli, el tenor mejor considerado en aquellos días, de voz acariciadora y expresión anhelante para el heroico Calaf, y la soprano Gilda Dalla Rizza como Liù, la esclava que se sacrifica por amor, a la que había convencido personalmente.
El tenor Miguel Fleta en el estreno de ‘Turandot’, de Giacomo Puccini, en el Teatro alla Scala de Milán
Turandot vería la luz el 25 de abril de 1926 en el coliseo de la capital lombarda, pero ya sin Puccini ni Dalla Rizza ni tampoco Gigli (el director, Arturo Toscanini, logró imponer al tenor maño Miguel Fleta, en una de sus actuaciones más recordadas), con una versión para las siguientes funciones (la inaugural se acabó allí donde Puccini detuvo su pluma) debida al joven, y en ese momento, en auge compositor Franco Alfano.
Alfano, el elegido, había escrito una ópera sobre tema oriental
Tito Ricordi, el editor de Puccini, y el propio Toscanini habían preferido a Alfano frente a otros coetáneos más ilustres, tal que Mascagni, por intentar que la «solución final» se pareciera lo más posible a lo que Puccini había imaginado, sin grandes alardes estilísticos de la cosecha de un tercero que pudieran resultar ajenos al espíritu del genio de Lucca. Además, se daba el caso de que Alfano, que si por algo ha pasado a la posterioridad se debe sobre todo al ilustre encargo más que a sus propias creaciones, había escrito Sakuntala, una ópera de reconocible perfume oriental. Lo cual podía resultar de gran utilidad para inspirarse en el exotismo recreado de Puccini: al parecer, tres de las melodías supuestamente chinas que empleó para esta ópera le habían sido sugeridas al creador de Tosca por una caja de música en posesión del barón Fassini Camossi, que tuvo responsabilidades diplomáticas en aquel país.
Y a partir de ahí ya comienza el vaivén de finales que se han ido suscitando como alternativas a los dos que propuso Alfano: uno más amplio, en el que se observa un mayor trabajo suyo, y el otro, de menor amplitud, que impuso la personalidad férrea de Arturo Toscanini. El director ordenó al obediente músico recortar varios de los compases con los que pretendía extenderse escrutando las posibles intenciones de Puccini, y de paso adornarse un poco él mismo, en aras de una conclusión más sucinta y, en la medida de lo posible, apegada a los propios planes originales del autor. Esta última versión es la que suele representarse siempre que se quiere ofrecer la Turandot «más pucciniana», lo que ocurre en el 99 por ciento de las ocasiones.
El final de Luciano Berio para el Festival de Salzburgo
Luego llegarían las otras propuestas, entre las más conocidas, el final que Luciano Berio, compositor adscrito a la vanguardia, uno de los pioneros de la música electrónica, y autor de algunas óperas estimables, como Un re in ascolto y Cronaca del luogo, concibió en 2001 para su estreno en el Festival de Salzburgo. Más que motivada por razones ideológicas, como las que últimamente han inspirado otros recientes desenlaces, la conclusión de Berio ofrece una alternativa algo más intimista frente al cierre colosal de Alfano (el cual, por otra parte, parece observar el deseo pucciniano de procurar una evocación del triunfal Nessun dorma y su incontestable «vincerò!» para el cierre de su ópera). Berio aprovecharía la ocasión para aportar algo de su personalidad creadora, impregnando la atmósfera de un mayor exotismo al añadir algunos extendidos comentarios orquestales de su propia cosecha, sin dejar por ello de inspirarse en el estilo de Puccini.
Los planes iniciales para la obra seguirían su curso, y Turandot también se pudo apreciar por primera vez en Nueva York, en 1926, aunque sin su autor. Ese día, en el coro de niños de la obra hizo su aparición un pequeño hijo de la emigración italiana, de tan solo ocho años. Aquel chaval era Anton Coppola, destinado a convertirse en director de orquesta y compositor de títulos líricos de muy limitado recorrido, como su ópera sobre los ilustres forajidos Sacco y Vanzetti. Coppola, que aún murió hace apenas cuatro años, bien superada la centuria, tuvo una vida apasionante, que le permitió tratar al pianista colaborador preferido de Puccini, Gennaro Papi, encargado de iniciarle en los secretos del arte lírico cuando aún vestía pantalón corto. Más tarde, dirigió funciones de títulos como Otello, Sansón y Dalila y Boris Godunov por todo EE UU con grandes estrellas de su tiempo como Mario del Monaco, Fedora Barbieri, Leonard Warren e Italo Tajo. Alcanzó a grabar un disco de arias puccinianas con la soprano Angela Gheorghiu y, por supuesto, trabajó más de una vez con sus célebres familiares, los miembros de la conocida saga cinematográfica.
El tío de Francis Ford Coppola aparece en ‘El padrino III’
Efectivamente, Anton era tío de Francis Ford Coppola, que lo reclutó para que dirigiese la banda sonora de su Drácula, y después le hizo actuar en las escenas finales de El padrino III al frente de la orquesta del Teatro Massimo de Palermo, en aquel trágico debut como tenor del hijo de Michael Corleone en Cavalleria Rusticana. Los propios descendientes del autor de la aún reciente Megalópolis también recurrirían a su querido tío en distintas ocasiones.
Cuando Sofía Coppola, que no sabía nada de ópera ni hablaba siquiera italiano, recibió el encargo de la Ópera de Roma de una nueva producción de La Traviata (que más tarde pudo verse, también, en Valencia) recurrió a su pariente para que le descubriera todos los secretos de la obra quizá más popular de Verdi. Y el hermano de la autora de Lost in translation, Roman, que también es realizador, le dio empleo no solo como actor en algún capítulo de su entretenida serie, Mozart in the jungle, si no que varias de las cosas que le suceden al personaje del director, interpretado por Gael García Bernal, se inspiraron en el curioso anecdotario del viejo Anton.
De aquella participación en el estreno neoyorquino de Turandot, a Anton Coppola le perseguiría por siempre un secreto anhelo: componer él mismo, cuando fuera posible, su propio final para la última ópera del venerado Puccini. Tuvo que aguardar hasta los cien años, pero finalmente lo cumplió y pudo estrenarlo en 2017, con miembros del modesto Manhattan Opera Repertory Ensemble, que él mismo dirigió. Su versión del desenlace de la obra se aparta expresamente del que concibió Franco Alfano, obviando también las ideas que había comunicado el propio Puccini: «Oscuridad, luego la escena final, grandiosa en blanco y rosa: ¡Amor!».
La gran plaza de la Reggia, escenografía de Turandot, acto 2, escena 2 (1924)
Coppola creía que la aportación de Alfano supone una concesión al estilo de las grandes superproducciones hollywoodienses, con sus recargados remates felices. Para este hombre, resultaba increíble que Turandot renunciase a sus principios por un súbito rapto amoroso, olvidándose tan pronto de la promesa de vengar el ultraje contra su antigua pariente (forzada su voluntad por crueles hombres sin escrúpulos), por lo que se imponía un nuevo corolario: la princesa revela el nombre desconocido del aspirante, que este le había confiado en secreto como prueba de su amor, y el verdugo se encarga rápidamente de ejecutarlo. Que pase el siguiente. En lo musical, en cambio, Coppola sí había expresado su voluntad de mantenerse lo más fiel posible a la inspiración pucciniana, echando mano de varios fragmentos del acto segundo, aquí sutilmente reelaborados.
Otro desenlace, adaptado a la corrección política de estos tiempos
La idea de que Turandot no cediera tan fácilmente, encaminando la ópera hacia un desenlace algo precipitado, ya había preocupado al propio Puccini. Pero este tenía en mente la conversión que se obra en el último acto de Parsifal, un título que no le gustaba especialmente («cinco horas de extrema beatitud, ¡fuera de este mundo!»), pero que le ofrecía una salida para la súbita transformación de la sanguinaria princesa de hielo en mujer enamorada. Y desde luego, le concedía una importancia trascendental a ese beso que, en sus propias palabras, permitiría «exaltar la pasión amorosa de Turandot que durante tanto tiempo ha sofocado bajo las cenizas de su gran orgullo».
Pero en estos tiempos, que un hombre pueda besar a una mujer sin, al menos, la presencia de un notario, resulta como poco sospechoso. Y al menos, en Washington, no cuela. La ópera de esa ciudad (que hace algún tiempo dirigió Plácido Domingo) acaba de estrenar estos días, para conmemorar el centenario del fallecimiento del compositor, otro nuevo final de la postrera creación de Puccini, más acorde con estos tiempos «concienciados».
La tarea, ahora, ha recaído sobre Christopher Tin, conocido mayormente como compositor de bandas sonoras para videojuegos (lo que le ha valido algún Grammy), y la guionista y productora de televisión Susan Soon He Stanton (el apellido denota alguna cercan relación con China, que es donde se sitúa la acción de esta pieza). Ambos han determinado que la belicosa actitud de Turandot con los hombres debiera obedecer a causas más profundas que la simple solidaridad hacia la pariente vejada, más allá de cualquier simbolismo. Ella misma ha debido experimentar en sus propias carnes algún tipo de escarnio insuperable. Y así debe resultar aclarado en el nuevo final: Turandot ha sido ella misma, en el pasado, víctima de un intento de violación, lo cual la convierte en invulnerable ante cualquier solicitud amorosa de un hombre.
Ewa Płonka (Turandot) en Turandot de la Ópera Nacional de Washington – Cory Weaver / Washington Opera
Turandot se convierte en «la Misericordiosa», como tributo a Liù
Pero ahí, un más paciente y reflexivo Calaf recurre a la persuasión, y le hace comprender que es preciso poner fin a la espiral de violencia en la que ha convertido su vida: el suicidio por amor de la esclava Liù debe hacerle meditar. Dicho y hecho, la princesa escudriña en el fondo de su corazón y resuelve convertirse en Turandot «la Misericordiosa», honrando desde ese momento no solo a su pariente, si no también a la chica muerta por su crueldad.
¿Y el beso, qué ocurre con el beso? Pues que una vez curada por dentro, en ese proceso de escrutinio interno, y sintiéndose ahora, por fin, bien dispuesta para experimentar el amor sanador, ya no es Calaf el que se acerca hasta ella para dárselo (no sería oportuno), si no la propia mujer quien se encamina hacia él libremente procurando el elixir de sus labios.
Aunque la transformación aún exige más pasos. Al descubrir el nombre de su enamorado (el acto que supuestamente la liberaría a ella de su compromiso), la princesa grita: «¡He ganado, he ganado». A lo que él le responde, proporcionándole una lección que los autores juzgan más apropiada para estos nuevos tiempos: «Yo no tengo que perder para que tú ganes». Y colorín colorado, «los dos reunidos y felices». Hollywood vuelve a imponerse con otra vuelta de tuerca adaptada a las exigencias del presente, mientras Coppola, allá donde se encuentre, seguramente estará diciendo: «No era eso, no era eso». ¿Y Puccini, qué pensará Puccini?