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¿Y tú, a quién odias?

Lo que sentiste y sufriste en el patio del colegio explica mucho mejor tus ideas políticas que los libros que adornan tu biblioteca

Ahora que no nos lee nadie, podemos hacernos la pregunta y responder con sinceridad. El intento de asesinato de Donald Trump nos ha vuelto a demostrar, una vez más, que la política es un terreno en el que habitan los rasgos humanos más despreciables por un simple y hobbesiano motivo: el miedo. A fin de cuentas, hay que tener mucho miedo para disparar a alguien. hago memoria y nunca conocí a nadie que fuera fuerte y, a la vez, un miserable.

El fanatismo suele arraigar en ánimos débiles, es decir, en cualquiera de nosotros, cuando sentimos que nuestros mejores valores y principios se encuentran amenazados. En el fondo, aunque los grandes discursos y las arquitecturas conceptuales intenten ocultar los verdaderos motores emocionales de nuestra ideología, nuestras motivaciones íntimas suelen ser tan simples como poco exhibibles. Lo que sentiste y sufriste en el patio del colegio explica mucho mejor tus ideas políticas que los libros que adornan tu biblioteca. Por eso nos indignan más unas injusticias que otras y esa es la causa por la que en ocasiones nuestra sensibilidad moral exhibe una ridícula disimetría.

Las más de las veces, lo único que late en el corazón violento, frágil y pequeño de todos los humanos es una pasión básica y tramposa. El odio es siempre la expresión de una debilidad, el síntoma de un terror que nos habita y para el que necesitamos encontrar culpables con los que tapar nuestras propias faltas. El odio se asienta en el miedo y el temor no es más que una de las formas en las que se declina el egoísmo. Por eso, cada vez que odiamos buscamos cómplices con los que compartir nuestras fobias y generar, así, una comunidad de desgraciados semejantes. Odiar juntos nos une de una forma tan irreversible como cualquier otro crimen que sirva como rito de paso. No existe una argamasa mejor que el miedo compartido y cuando despreciamos algo con otros al menos nos queda el alivio de no sentirnos solos. El odio es ese secreto vergonzoso que vertebra, con permiso de Blanchot, la verdadera comunidad inconfesable que habitamos.

La violencia siempre entra por las palabras y acaba saliendo por el cañón de un arma automática. Es posible que ninguno de nosotros se atreviera a disparar a un adversario, pero todos nos hemos sentido tentados a la hora de engrasar, así sea de palabra, la maquinaria del desprecio superlativo. Todos hemos puesto nuestro granito de arena. Todos somos lo suficientemente canallas como para dispensar los excesos de los propios y amplificar los errores ajenos. Todos, a fin de cuentas, aborrecemos y tememos a quienes más se nos parecen, precisamente porque conocemos de primera mano nuestra condición terrible. El atentado contra Trump es el mismo atentado de siempre. Es el fruto del odio que sólo un hombre sabe sentir por otro hombre.

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