“No es el Poder el que crea la obediencia, es nuestro espíritu el que, consiente de la necesidad del orden, crea el Poder… Esto es tan cierto que, si la comunidad se desintegra por su incapacidad para concebir un orden aceptable para todos, el propio Poder se disgrega para sobrevivir sólo bajo la forma trágicamente caricaturesca de la violencia de las facciones.”
Georges Burdeau (Tratado de ciencia política, trad. de Brunilda Gordon, México, UNAM, 1984, t. I, vol. III, pag 86 /87)
La semana pasada inicié una reflexión atinente al poder político y su asunción fenomenológica. Eché a andar algunas consideraciones temáticas a partir de citas de autores reconocidos que se han referido al tema y ofrecí continuar la meditación comenzando con la presentación originalísima de Hannah Arendt que, por cierto, advertí, nada contracorriente, en cuanto refiere a la naturaleza del poder conceptualmente y a las implicancias de esa situación.
En efecto; suele reconocérsele al poder una esencia de dominio, una complejidad de prevalencias que ubican a unos como detentadores y otros como destinatarios de las voluntades en juego, en una relación que dispone de la coacción como herramienta eventual a convocar. La autoridad de Max Weber sustenta doctrinariamente esa perspectiva.
Arendt cuestiona esa conclusión. Para la intelectual más citada del siglo XX, el poder surge de la concertación entre los seres humanos. Ocurre dentro de la pluralidad, un acto de comunicación y convivencia que además resulta de la razón y la libertad. Cabe una cita, “Solo después de que se deja de reducir los asuntos públicos al tema del dominio, aparecerán, o más bien reaparecerán en su auténtica diversidad los datos originales en el terreno de los asuntos humanos” (Arendt, 1969, p.146).
La violencia es para Arendt instrumental y en ella, no puede sustentarse la relación humana, plural y connatural a la espontaneidad, a la acción de figurar, voluntaria y libremente en el espacio público. Una imposición violenta, valga la redundancia, no es poder entonces, es más; contraría la base en que se articula un intercambio entre iguales y muy importante, en el que nos reconocemos unos a otros, en el que es posible la alteridad.
No es este el momento para confrontar las réplicas a la argumentación de Arendt, aunque, de manera sencilla, traeré algunas observaciones que se le han hecho, para razonablemente entonces colocarnos ante la contingente presentación venezolana, ensayando de comprender lo que pasa, pasó, está pasándonos.
Arendt no logra convencer de la inconsistencia del planteamiento, de acuerdo con el cual, el poder se cumple dentro de una sistematización social de relaciones muy variadas, entre las cuales, el constructo de mando y obediencia se hace evidentemente pertinente y, más todavía, la coacción cumple un rol fundadamente válido. Por otra parte, desestima la pensadora Arendt, sin mayor explicación, la significación de la violencia legítima como atributo de la organización del poder, la autoridad y el orden.
Ello no la despoja, a la tesis de Arendt, sin embargo, de mérito como referente analítico básico, desde el punto de vista de la teoría democrática que irradia desde la filosofía política ínsita a la visión antropomórfica actual de la ciencia política y dentro de ella, al capítulo del poder.
Miremos por un instante lo que nos esta pasando en Venezuela. Maduro se erige en presidente, en medio de un gigantesco fraude, acompañado de la violencia como significante de la tenencia de las armas. Usurpa para ello el espacio que como tal obtuvo, por decisión de la ciudadanía soberana, Edmundo González Urrutia, designado en acto electoral como presidente. El país sabe que fue así y no como cínicamente fabrican los dignatarios de la satrapía. Maduro no ganó y los venezolanos lo saben y lo sabrán, aunque lo repita mil veces la mentira.
Desafía sin argumentación el discurso continuista, la coherencia del Estado constitucional, entre acciones de hecho y rocambolescas manipulaciones del orden jurídico, pretendiendo el cobijo inverosímil, no obstante, de la constitucionalidad y la legalidad; persiguiendo impúdico a los que disientan, aun en el plano de la palabra y, rompiendo al hacerlo, la comunicación con el país.
Escoge Maduro no dialogar sino, forzar a la aquiescencia fatua, a la aceptación medrosa, al sometimiento burdo a la intimidación, a la facticidad que deriva de la adulteración de la institucionalidad. Maduro pretende simplemente la sujeción, desconociendo displicente a la soberanía expresada, a la mismísima construcción republicana. Eso se llama tiranía.
El tirano -y es bueno recordarlo- no es titular del poder; es quien lo ocupa indebidamente, quien lo arranca, quien lo corrompe todo al preñar de ilegitimidad e ilegalidad todas las acciones subsecuentes. No lidera en libertad y a hombres libres, sino somete por la brutalidad de la fuerza, a un pueblo que no lo quiere.
El que termina con la palabra, se deduce que trabaja con el ímpetu vacío. Insisto que eso puede permitirle predominar, pero no como resultado de una acción plural que se asiente en la dignidad humana, en el respeto a los demás conciudadanos, en el acatamiento de las formas normativas a las que juro proteger y defender, no liderará nunca al país y a su gente, carece de la autoridad legítima que deriva de la legalidad electoral y constitucional.
El tirano, nos enseña la escuela, es el mutante que deviene de la corrupción del espíritu y desde luego, carece de cualquier virtud, desprovisto del honor, impajaritablemente ausente de la entidad espiritual que nos reúne en la pluralidad de la nacionalidad. Rompe el tirano moralmente, con los valores nacionales republicanos intangibles y se aparta, se segrega, del espacio público nacional.
Se ha dicho, recordando a Clausewitz, que la guerra es la continuación de la política, pero mediando otra articulación. En la misma línea evoco una frase similar de Mao Zedong; empero, sin profundizar ni mucho menos sobre el fondo, connotaré de nuevo lo afirmado por Arendt, en el sentido de que la política es la comunicación entre iguales que se asumen unos a otros y son capaces de abordar los asuntos comunes y los conflictos que insurgen en procura del interés general, del bien común, lo cual no debe entenderse y, lo repito entonces, que no esté la política consustanciada con el conflicto. Roberto Espósito la asume como el conflicto mismo.
Maduro intenta terminar con la política y piensa que el conflicto se acaba con la subordinación y el silencio. Cual narciso y autorreferente, se aísla en alguna medida del mundo, entre alabarderos, adulantes y lisonjeros deambula, en una suerte de solipsismo patológico.
En lo más hondo del político que habita en su ser, sabe que perdió, pero, en un giro esquizoide se arrebata y sume al país haciéndolo, en la parálisis, privándolo de opciones para cambiar las cosas que, dicho sea de una vez, por la sola decisión soberana, se convierte en disposición de hacer en conjunto social nacional un destino, en otra orientación cardinal distinta, por demás entendido, a lo que representa, ese pastoso y hórrido pasado del chavomadurismomilitarismocastrismoideologismo. Perdió el poder para siempre, aunque siga sentado y confiado en las bayonetas allá en Miraflores.
Podrá, piensa él, aparecer en cadena presidencial, ataviado como si lo fuera, pero, para los venezolanos, no es y no será el presidente sino, una peligrosa pesadilla que quisiéramos acabar, despertando en una realidad a la que ya contribuimos a forjar ese pasado 28 de julio, en un acto libérrimo y democrático.
La represión, la criminalización de la ciudadanía, la judicialización de la política, no son ni serán nunca violencia legítima, alegato tergiversante a la mano de los burócratas pretorianos, para mantener un orden que solo es más desorden, es tropelía, abuso, irrespeto al ciudadano y además, crimen de lesa majestad, de lesa humanidad.
Nelson Chitty La Roche, nchittylaroche@hotmail.com