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El exilio de la democracia

El gesto de conceder a González asilo en España –con la mediación de Zapatero, que presta así un nuevo servicio al chavismo– libra a corto plazo a la dictadura de un problema

Como señaló acertadamente el jefe de la diplomacia europea, Josep Borrell, la partida de Edmundo González representa un día triste para los venezolanos, a los que con este gesto se les viene a señalar claramente que el exilio es el único camino que les queda para alcanzar la libertad. Su salida de Venezuela no es una decisión de la que deba culparse al propio vencedor de las elecciones presidenciales de julio, porque a sus 75 años ya ha hecho un enorme sacrificio por su país. Si se hubiera inmolado ante los grilletes de la dictadura probablemente no habría cambiado gran cosa en esta situación perversa. Tampoco se le puede reprochar al Gobierno de Pedro Sánchez haber facilitado la salida del país del líder opositor, porque es indudable que su vida corría peligro una vez que el tirano había ordenado detenerlo bajo acusaciones infundadas. La esencia de esta crisis está en el comportamiento timorato y casi irresponsable de la comunidad internacional, que se ha mostrado incapaz de proteger a González y al conjunto de los venezolanos de los manejos de un dictador que se ha burlado de todo el mundo a la luz del día y que solo ha recibido como respuesta reproches casi corteses sin mayores consecuencias reales.

Edmundo González es sin duda el vencedor de las elecciones presidenciales y debería haber sido recibido como tal en España y en cualquier país democrático, mientras que quien debe partir hacia el exilio es Nicolás Maduro y la banda de sus cómplices criminales. Al contrario, el gesto humanitario de conceder a González el asilo en España –con la mediación de Zapatero, que presta así un nuevo servicio al chavismo– libra a corto plazo a la dictadura de un problema para el que no tenía otra receta que la represión. Y la tesis del ministro de Asuntos Exteriores, José Manuel Albares, según la cual el camino es la negociación entre el régimen tiránico y los demócratas venezolanos, es decir, entre los verdugos y sus víctimas, constituye una aberración moral. La única negociación posible es la de la entrega del poder sin condiciones a quien los venezolanos han designado masivamente para dirigir sus destinos. Y si Maduro quiere escapar de sus muchas responsabilidades criminales, puede llegar a un acuerdo con alguno de sus aliados, todos ellos tan alérgicos a la libertad como él mismo.

España y la Unión Europea están obligados a encabezar una campaña para aislar totalmente a Maduro con todos los medios a su alcance, que no son pocos, y obligarlo a que entregue el poder al vencedor legítimo de las elecciones, porque en un entorno tan frágil para la democracia no se puede permitir que lo sucedido en Caracas sirva de ejemplo a otros que pudieran sentirse tentados de hacer lo mismo que Maduro e ignorar los resultados electorales, confiados en esta absurda garantía de impunidad que se le está concediendo a pesar de la brutal ola de represión que ha desencadenado.

El chavismo ha arrasado en dos décadas uno de los países más ricos del mundo y ha perdido el apoyo, si alguna vez lo tuvo, de la mayoría de los venezolanos. No puede haber límites a la acción política y diplomática de las democracias para luchar contra un régimen criminal que ahora amenaza la estabilidad de toda la región. A los venezolanos se les ha pedido que respetasen la legalidad y que defendiesen la democracia por cauces pacíficos y han cumplido, a pesar de todas las zancadillas del régimen. Ahora la comunidad internacional no puede abandonarlos a su suerte. No solo sería profundamente injusto, sino que representaría un golpe brutal al prestigio y la idea de la democracia en todo el mundo.

 

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