Brasil v. Elon Musk: Profecías de Carl Schmitt
El paradigma de lo político, como elemento identificativo de la vida estatal, sobrevive incluso en el presente contexto de imperialismo digital.
Hace ya unos años que el fundador de Facebook, Mark Zuckerberg, afirmaba que dirigir una corporación como la suya se parecía más a gobernar un Estado que a una actividad puramente empresarial. La frase que se hizo célebre, y que ha sido citada por la propia Corte Suprema de los Estados Unidos, es realmente esclarecedora. Facebook, una comunidad transfronteriza con más de 2000 millones de usuarios, no solo presta servicios de comunicación, sino que constituye en sí misma un extraordinario foro público sometido a soberanía privada. La expresión de Zuckerberg denotaba algo tan relevante como que las relaciones políticas con corporaciones digitales como Meta, X, o Google, tenían elementos análogos a las relaciones entre Estados o, en su caso, entre ordenamientos jurídicos. Así, por ejemplo, si la particular comprensión jurídica que cualquiera de estas corporaciones posea sobre el equilibrio perfecto en el sistema de la libertad de expresión se diferencia sustantivamente de la que tengan los Estados, se va a producir, necesariamente, un conflicto de soberanías, sobre un ámbito además tan existencial para cualquier sociedad como es el de la opinión pública.
Escribía Carl Schmitt en El concepto de lo político que “en apariencia no hay nada más neutral que la técnica”. El primer ejemplo que el jurista alemán pone al respecto no puede ser más visionario. El correo o la radio, nos dice Schmitt, serían neutrales –en apariencia– porque simplemente transmiten con independencia de su contenido. Los problemas técnicos, por lo tanto, son “problemas refrescantes”, porque, en principio, a diferencia de los filosóficos, los religiosos o los políticos, podrían dirimirse no desde un concepto de lo bueno o lo justo, sino desde la pura neutralidad. Ese ideal de la neutralidad digital disfrutó de una fuerte credibilidad en los orígenes utópicos de internet, tanto como el que anunciaba que la competencia perfecta sería característica de su mercado. Ambos horizontes utópicos, sin embargo, se han convertido en realidades problemáticas. El hábitat de la red es un hábitat económico tendente a la concentración y a la posición de dominio, y el gobierno de las redes se rige algorítmicamente, no por la neutralidad, sino por una comprensión parcial, propia de cada corporación, acerca de cuál es su nirvana en el mercado de las ideas. De nuevo, el presagio de Schmitt se corrobora: “la técnica es siempre instrumento y arma y, porque sirve a alguien, no es neutral”.
En el gobierno de las redes hay arquetipos personales que se parecen mucho a los que definían a los soberanos. Elon Musk, Pável Dúrov, Jeff Bezos o el propio Mark Zuckerberg han construido un ámbito material de poder que rivaliza con el de muchos Estados. Este poder, sin embargo, no está, como ocurre en las democracias liberales, limitado en su propia esfera por la estructura de la separación de poderes o por las exigencias de la legitimidad democrática, sino que se asimila, en cierto modo, a la imagen del legibus solutus. Al mismo tiempo, su tarea de gobierno digital quiere ampararse en la vieja legitimidad carismática, curtida sobre la imagen populista, energética y varonil que cultivan todos los señalados, y que ya no es retratada por el genio artístico del pintor cortesano, sino por las propias tecnologías de la imagen que se despliegan aquí cortesanamente.
Sobre estos presupuestos, el conflicto de las grandes corporaciones digitales con los Estados es algo imposible de eludir. Dicho conflicto puede resolverse por una suerte de acuerdo entre ordenamientos, tal y como aspira la Digital Services Act europea, de tal forma que el soberano digital se desprenda calculadamente de atributos de esa soberanía y acepte la necesidad de un “contrato constitucional” para poder operar en un territorio jurídico ajeno de forma confiable.
La otra opción, claro, es la de no renunciar de ninguna forma a la soberanía sobre tu feudo digital, confiando en que tu poder, tecnológico y económico, sea algo que los Estados no puedan resistir en su esfera. El absolutismo de la libertad de expresión que pregonara para su foro Elon Musk o el propio Pável Dúrov constituye, en ese sentido, una declaración de poder y el anuncio general de la posibilidad del desacato frente a cualquier Estado. En concreto, el comportamiento del que en los últimos meses ha hecho gala el propietario de X, Elon Musk, es un exponente de esa sensación de inmunidad que caracteriza a un poder que no desea reconocer contrapesos y que actúa con desdén también hacía el exterior, horadando equilibrios en jurisdicciones y sociedades ajenas. Valgan como buenos ejemplos su apelación, desde el perfil de su red, a la inevitable guerra civil en Reino Unido, durante los pasados disturbios racistas, o el anuncio de que no acatará determinadas normas o decisiones judiciales allí donde opera.
Carl Schmitt no era un determinista, y, a contracorriente del marxismo, tampoco creía que las estructuras técnicas o económicas se imponían a las políticas. “La esperanza de que los inventores técnicos acabarán gestando un estamento político diferente no se ha cumplido”, afirma de nuevo en El concepto de lo político. Podríamos pensar que esta afirmación, sin embargo, está obsoleta y que internet ha producido, digamos, no solo el giro técnico sino también el espiritual que hace posible la irrupción de un nuevo estamento, capaz de negar a los Estados ámbitos determinantes de sus soberanía. El hecho de que la fuerza innovadora esté ahora no en el Estado sino en la sociedad habría hecho posible, por la dependencia económica y tecnológica del primero, la gestación de un nuevo estamento que ejerce un poder no territorializado, al mismo tiempo que irresistible. Aquello que se ha querido llamar el Ciberleviatán.
La realidad de los últimos días, sin embargo, nos está dando muestras de que este diagnóstico en el que todos los Estados asumen su vasallaje a las estructuras técnicas del capitalismo digital tenía algo de apresurado. La misma semana en la que era detenido en Francia el fundador y CEO de Telegram, un conocido juez brasileño ordenaba el cierre de Twitter, debido al reiterado incumplimiento por parte de esta compañía de resoluciones judiciales y administrativas que exigían retirar ciertos contenidos extremistas que generaban, según las autoridades, un “riesgo inminente” para el orden público constitucional brasileño. El presidente de Brasil ha comparecido ante los medios, con un tono severo, agresivo, diríamos, para afirmar el necesario sometimiento de cualquier empresa, también de X, al ordenamiento jurídico. La palabra soberanía resuena varias veces en su discurso. A día de hoy, X está suspendida en Brasil y cualquier ciudadano que interaccione desde esta red social utilizando el subterfugio de un dispositivo VPN, que oculta el país de acceso, se enfrenta a una multa de, nada menos, 9.000 dólares al día. En Francia, Pável Dúrov se encuentra en libertad bajo fianza.
Desde luego, estos sucesos pueden ser objeto de una aproximación puramente jurídica, sobre la base del marco constitucional de la libertad de expresión en Brasil o en Francia, y, con la información necesaria, se podría llegar a la conclusión –o no– de que se trata de medidas desproporcionadas. Pero la reflexión que aquí se propone no es meramente jurídica, sino que apunta, desde una perspectiva, digamos, metaconstitucional, a la supervivencia del paradigma de lo político, como elemento identificativo de la vida estatal, aun en este contexto de imperialismo digital.
“El Estado siempre se reserva acciones que garantizan la propia integridad de su ordenamiento”, afirmaba Schmitt. El desacato por parte de una corporación digital, con capacidad real para actuar disruptivamente en una sociedad, respecto al ordenamiento jurídico del país en el que opera, despierta razonablemente en el seno de los viejos Estados no solo la imagen del enemigo externo, sino también el temor a la quiebra social interna. A este respecto, las muestras de desprecio de Elon Musk al fundamento existencial de un Estado, su soberanía hacía el exterior y hacía el interior, han activado en Brasil la lógica, no jurídica, sino política, del amigo-enemigo. Es por ese motivo que la decisión de Alexandre de Moraes, juez de la Suprema Corte Federal de Brasil, no se entiende bien en minúsculas, es decir, como una mera decisión judicial en aplicación del ordenamiento jurídico. Se trata más bien, en un sentido simbólico, de una Decisión soberana que afirma la integridad de un orden concreto frente a un enemigo externo. El derecho ocupa aquí, claro, un espacio subalterno.