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Laberintos – Venezuela: ¿Cambio ya o en diciembre de 2019?

 

AN-3 

   El pasado viernes, durante el acto protocolar que daba inicio a un nuevo año judicial, Gladys Gutiérrez, presidenta del Tribunal Supremo de Justicia de Venezuela, rodeada por otros magistrados rojos rojitos que daban vivas a Hugo Chávez y a la Revolución, lanzó una amenaza que anunciaba el advenimiento de un mal tiempo cargado de grandes peligros y turbulencias. “La supremacía del TSJ”, sostuvo sin la menor vacilación, “lo faculta para revisar actos de otros poderes.” Era una clara respuesta a Henry Ramos Allup, presidente de una Asamblea Nacional resuelta a legislar contra las intenciones totalitarias y socialistas a la manera cubana del régimen, quien había recordado días antes que sólo el presidente Maduro y la Asamblea habían sido elegidos por el pueblo, y que los demás poderes, incluyendo al TSJ, eran poderes derivados y, por lo tanto, sometidos al control de la Asamblea. Pero las palabras de la magistrada también tenían otras connotaciones.

 

   En el contexto de la crisis política del chavismo generada por su aplastante derrota en las elecciones parlamentarias del 6 de diciembre, a Nicolás Maduro y compañía se le presentaba una dramática alternativa. O escuchaba con mucha atención el mensaje de los electores y buscaba la manera de negociar con la gran mayoría opositora en la Asamblea Nacional un acuerdo que le permitiera, a cambio de ciertas rectificaciones, permanecer en la presidencia de la República hasta las elecciones presidenciales previstas para diciembre del año 2019, o ciegamente asumía una defensa numantina de la supuesta “revolución bolivariana.” De acuerdo con esta estrategia, el TSJ tiene la responsabilidad de neutralizar “jurídicamente” las decisiones de la Asamblea.

 

   En este primer mes de muy difícil convivencia entre Maduro y el país que lo había rechazado en las urnas electorales, el proceso político venezolano ha discurrido por los recovecos de una descomunal incertidumbre. A ratos se pensaba que Maduro, quien no acaba de enterarse del terremoto devastador del 6D, se inclinaba por la opción del diálogo, de ahí precisamente la significativa sustitución del yerno de Chávez en la vicepresidencia ejecutiva de la República por Aristóbulo Istúriz, veterano dirigente político con amplia experiencia en el antiguo régimen y amigo personal de Ramos Allup desde entonces. A ratos, sin embargo, Maduro parecía preferir el camino de la confrontación. Ahora, con este discurso desafiante de Gutiérrez, Maduro quedaba al descubierto. ¿Definitivamente? En todo caso, el desafío de Gutiérrez pone de manifiesto la suicida terquedad presidencial. Un resuelto “no pasarán” del oficialismo, que a su vez obligaba a la oposición a pisar a fondo el acelerador constitucional para revocar pacíficamente el mandato presidencial de Maduro cuanto antes. Y eso han hecho sus dirigentes.

 

   Conflicto de poderes

 

   Hagamos un poco de historia. Nada más proclamarse oficialmente que la oposición no sólo se había alzado con una sólida victoria en las elecciones parlamentarias, sino que había conquistado dos terceras partes de los escaños de la Asamblea, o sea, que estaba incluso calificada hasta para convocar una Asamblea Nacional Constituyente, modificar la constitución vigente y proponer un referéndum revocatorio del mandato presidencial, Maduro puso en marcha el mecanismo “revolucionario” de no aceptar las consecuencias de su derrota con la complicidad de la superestructura jurídica del régimen, blindada desde el 23 de diciembre, cuando la Asamblea, ya agonizante, violentó los lapsos y las normas constitucionales para designar y juramentar a nuevos y muy rojos rojitos magistrados del TSJ.  

 

   Con esta jugada de último momento, el régimen lanzó a la ofensiva a sus magistrados, quienes de inmediato impugnaron la elección de los cuatro diputados del estado Amazonas, tres de ellos de la oposición, alegando supuestas compras de votos. Los portavoces de la mayoría parlamentaria le negaron ese derecho al TSJ y el TSJ declaró a la Asamblea en desacato y sentenció que todos sus actos, a partir de ese instante, serían actos nulos.

 

   Esta maniobra le arrebataba momentáneamente a la oposición su mayoría calificada en la Asamblea, pero produjo un daño colateral de alto riesgo que los estrategas del oficialismo no habían previsto: la sentencia del TSJ deslegitimado a la Asamblea también le impedía ahora a Maduro cumplir con su obligación constitucional de rendir cuenta de su gestión durante el año anterior dentro de los primeros 10 días de cada legislatura, “personalmente, en la Asamblea Nacional”. De este modo, acorralado por su propio error, no le quedó más remedio al gobierno que llegar a un acuerdo con la oposición. La Asamblea aceptaría la renuncia solicitada por los diputados de la discordia, el TSJ enseguida dejaría sin efecto su sentencia y Maduro podía acudir personalmente a rendir sus cuentas en la Asamblea. Sobraban las razones para pensar que el éxito de este mecanismo conciliador lo convertía en el recurso a seguir para evitar situaciones peores y quizá serviría para propiciar una progresiva normalización de la hasta ese instante unidimensional realidad política venezolana.

 

   Este incidente dio lugar a un segundo y revelador episodio. Maduro aprovechó la benévola escenificación del reencuentro del oficialismo y la oposición en los espacios del Palacio Federal Legislativo para dejar en manos de Ramos Allup su solicitud de que la Asamblea le diera el visto bueno legislativo a un decreto de emergencia para enfrentar, ejecutivamente y con urgencia, la solución de la crisis económica que asolaba al país. Maduro sabía que la mayoría opositora de la Asamblea no le concedería así como así el derecho especial de actuar a su antojo en materia económica. Su único y perverso propósito era colocar a la oposición parlamentaria en un callejón sin aparente salida. Si aprobaba el decreto, la Asamblea compartiría con él la culpa del desastre; si lo negaba, Maduro pensaba que podría acusar a la oposición de obstaculizar cruelmente su esfuerzo por aliviar a los ciudadanos de los efectos de la crisis económica.

 

   Como era de esperar, la oposición rechazó el decreto, pero Maduro apenas denunció la insensibilidad social de sus adversarios políticos. Y nada pasó, sino todo lo contrario. La inacción de Maduro hizo ver que el gobierno carecía de fuerza suficiente para resistir las acciones rectificadoras de la oposición. Creció entonces la esperanza de que más que un simple alto al fuego puntual, entre el régimen y la oposición existía un acuerdo suficientemente estable como para permitirle al país ir cambiando de sistema político y modelo económico sin necesidad de pagar un precio excesivamente elevado, y llegar, en un clima de relativo entendimiento de los contrarios y normalidad más o menos democrática, a las elecciones presidenciales de diciembre 2019 y a un cambio de régimen y gobierno sin que la sangre desbordara las aguas del alborotado río nacional.

 

   Ante esta posibilidad de poner en manos de la política la intensidad y el desenlace del drama, cabía pensar que, más allá del impacto emocional de la habitual política de confrontación aplicada sin descanso por el régimen, el conflicto no traspasaría sus límites retóricos. Y que los avances y retrocesos tácticos de aquellos días, tal vez, se irían apagando gradualmente, como si a pesar de todos los malos augurios, el oficialismo hubiera decidido dar un irrevocable paso atrás.

 

   La crisis que no cesa

 

   Los deseos, dice un dicho popular venezolano, no empreñan. Y lo cierto es que aquella ilusión ha seguido siendo una simple ilusión.

 

   Por una parte, para muchos venezolanos, indignados por el disparate de estos 17 años de “revolución bolivariana”, la cohabitación y un eventual borrón y cuenta nueva, como si nada excepcional ni terrible hubiera ocurrido en Venezuela, equivalía a cometer la imperdonable injusticia de no sancionar a los responsables de las acciones del chavismo contra el país y contra sus ciudadanos. Por otra parte, sin embargo, a falta de una derrota absoluta del adversario, ¿no resultaba insensata la aspiración de castigar a los culpables de la gran debacle nacional a partir de una victoria, todo lo aplastante que se quiera, pero de ningún modo categórica?

 

   Sin la menor duda, el inicio de la transición ya se ha producido y se anuncian inminentes cambios mayores. Exactamente, los que se refieren a tres decisiones legislativas que comprometen seriamente el porvenir “revolucionario” del régimen. La primera ellas, declarada “no transable” por Ramos Allup hace semanas, es una ley de Amnistía a favor de los presos, exiliados y perseguidos políticos, que por supuesto el régimen ha rechazado de plano desde el primer momento. La comisión parlamentaria encargada del tema ya ha comenzado a analizar cuatro proyectos de ley. La segunda es la ley para otorgarle títulos de propiedad a las cientos de miles de familias beneficiadas por la llamada Gran Misión Vivienda Venezuela. El proyecto de esta ley fue aprobado el pasado jueves por la plenaria de la Asamblea en primera discusión, y esa misma noche Maduro la denunció por ser una ley “capitalista” inaceptable, aunque su verdadera razón nada tiene que ver con la ideología, sino con dos aspectos del problema mucho más terrenales: uno, el hecho de que darle la propiedad a los ocupantes de estas viviendas los libera del acoso de la más grosera herramienta del clientelismo político y electoral del régimen; el otro, que la implementación de la ley determinaría con exactitud el número real de viviendas construidas, que según la versión oficial de la historia llegan al millón, pero que cálculos más objetivos indican que son muchas menos. El tercero es la constitución de una comisión parlamentaria especial para investigar las irregularidades cometidas por la anterior Asamblea para recomponer a su medida el actual Tribunal Supremo de Justicia.

 

   Ante la decisión oficial de no ceder ningún espacio ni rectificar nada del sistema político ni de su modelo económico, y mientras la magistrada Gutiérrez retaba a la Asamblea Nacional con su explosivo discurso, Ramos Allup declaró tajantemente en una entrevista por televisión, que “dejar tres años más al Gobierno actual sería una irresponsabilidad.” Por su parte, Henrique Capriles, dos veces candidato presidencial de la oposición, firme partidario de la estrategia opositora más prudente posible, sorprendía al país con una opinión radical que nadie se esperaba, al pedir públicamente a la Asamblea mayor celeridad para definir “la vía constitucional, pacífica, electoral y democrática para cambiar anticipadamente de gobierno.”

 

   A todas luces, una nueva y grave etapa del conflicto está a punto de agudizar la crisis política e institucional y la hace prácticamente irreversible. Para los partidarios de uno y otro bando también resulta indiscutible el hecho de que la salud del régimen ha entrado en su fase terminal. Y que hagan y digan lo que Maduro y su Tribunal Supremo de Justicia digan y hagan, las cartas ya están echadas y no parece que haya vuelta atrás. La Asamblea proseguirá propiciando los cambios prometidos; el TSJ, última línea defensiva del oficialismo, se dispone a impedirlo revisando los actos futuros de la Asamblea; los venezolanos de todas las tendencias ya comienzan a perder la paciencia en las calles de toda Venezuela; y poco parece faltar para que Istúriz y Ramos Allup, los verdaderos protagonistas del drama, asuman en toda su plenitud la responsabilidad de poner en marcha los mecanismos de una transición negociada. No en diciembre de 2019, Maduro ya perdió esa oportunidad, sino ya, dentro de los próximos meses. En las manos de ambos reposa ahora la única posibilidad de evitar males mucho, muchísimo peores. En el aire quedan muy pocas dudas, que intentaremos esclarecer la próxima semana.  

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