¿Es el PP un partido socialdemócrata?
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Un titular aparecido el viernes en el diario El Mundo hundió al Partido Popular en la tormenta perfecta, al tiempo que sumía en la estupefacción a muchos de sus votantes. “El PP intenta atraer a la CEOE a la semana de cuatro días y le pide «generosidad””. La noticia iba firmada por Juanma Lamet, un periodista que en su día jugó un cierto papel en la gran crisis del partido que supuso el descabezamiento de Pablo Casado y la llegada a la calle Génova de Alberto Núñez Feijóo. Lamet fue acusado (ilustrativo lo que Cayetana Álvarez de Toledo escribió al respecto en “Políticamente indeseable”, Ediciones B, 2021) por gente del partido de haberse convertido en una mera correa de transmisión del entonces secretario general y hombre de confianza de Casado, Teodoro García Egea, el murciano que encabezó el intento de “asesinato” político de la presidenta de la Comunidad de Madrid, Isabel Díaz Ayuso, por una cuestión de celos políticos. El periodista, que subtitulaba su pieza con un “Feijóo llamó el martes a Garamendi para avisarle de su giro y para coordinar posiciones”, venía a relatar la existencia de un cambio entre doctrinal e ideológico del PP de grandes proporciones, que se habría fraguado en las últimas semanas y que vendría a asentar la idea extendida desde hace tiempo en no pocos sectores del país de que el PP no es en verdad un partido de derecha clásica, desde luego no el partido de una derecha liberal, sino un vulgar remedo de esa socialdemocracia, hoy más desacreditada que agostada, que ha llevado a España y a Europa donde España y Europa se encuentran hoy: en un callejón sin salida.
La pieza era un absoluto despropósito desde el punto de vista de una formación supuestamente de centro derecha que aspira a gobernar no para heredar los despojos de un tal Pedro Sánchez, sino para enderezar el rumbo con una auténtica revolución democrática que, sobre la base de un proyecto de país claro, se imponga rescatar España para la democracia, la libertad y el progreso. He aquí las partes más descollantes del texto: “El PP está haciendo de fuerza tractora y de nexo entre las políticas sociales y la patronal. Le estamos diciendo a la CEOE que vaya por aquí, como nosotros. Que lo analicen con cierta generosidad” (…) En la cúpula de Génova son conscientes de que este giro ideológico -aún tímido, pero que se irá desarrollando con el tiempo- escamará a muchos dirigentes populares de perfil ideológico más acerado (…) Pero en el núcleo duro de Feijóo están dispuestos a correr el riesgo porque creen que hay un «clamor» social en ese sentido. «Estamos planteando un modelo sociolaboral distinto, es un paso muy valiente internamente» (…) «Esto es dar la batalla cultural. Es llevar al centroderecha a temáticas sociales que ya no nos dan miedo y no nos incomodan. Que la derecha española esté hablando de esto no es menor, es un cambio político muy profundo», inciden. «Es como jugar fuera de casa», ideológicamente hablando”.
Desde un punto de vista ideológico, que un partido supuestamente de derechas como el PP abrace posicionamientos típicos de una izquierda populista y reaccionaria es cuando menos sorprendente
Parece evidente que las fuentes del periodista tienen que ver con los restos de ese “casadismo” que Feijóo no ha sacudido de Génova y que, por lo que se ve, sigue vivito y coleando, razón por la cual hay que tomar la pieza con las debidas cautelas. Lo que no es óbice para que el texto deje al descubierto un alarmante nivel de indigencia en la triple vertiente económica, ideológica y política. Respecto a la primera. Un artículo publicado en julio pasado por los economistas Rafael Doménech e Íñigo Sagardoy (“Cómo reducir la jornada laboral”) afirmaba que una medida de ese tipo “sólo tiene sentido si no afecta al empleo, responde a ganancias de productividad y sirve para mejorar la calidad de vida de las personas”. Las ganancias de productividad permiten a empresarios y trabajadores negociar con ventaja en la triple horquilla del aumento salarial, la reducción de jornada o una combinación de ambas. La mejora de los salarios se traduce en un incremento de la demanda de bienes y servicios y en una explosión de la industria del ocio, es decir, en actividad económica, en crecimiento. En el bien entendido de que hablamos siempre de acuerdos voluntarios entre empresa y trabajadores. Por el contrario, cuando la reducción de jornada viene impuesta por el Gobierno de turno aduciendo razones ideológicas o políticas, como es el caso, sin una mejora de la productividad o, en su caso, sin un recorte proporcional de salarios, eso se traduce en un aumento de los costes laborales (lo que los economistas llaman un “shock de oferta negativo”) al que los empresarios responden contratando menos o, peor aún, recortando plantilla, despidiendo trabajadores, además de orientando la producción hacia actividades de mayor valor añadido que permitan contrarrestar aquel incremento de costes.
Un estudio del BBVA Research calcula que reducir la jornada laboral de 40 a 37,5 horas semanales supondría un aumento de los costes laborales unitarios del 1,5%, y restaría en torno a 7 décimas al crecimiento medio anual del PIB durante dos años y 8 al crecimiento del empleo. A la misma conclusión llega la Fundación de Estudios de Economía Aplicada (Fedea), para quien la reducción de jornada que pretende imponer el Gobierno Sánchez, «sin medidas compensatorias que alivien el aumento estimado de los costes laborales», restaría 18.000 millones al PIB español, a razón de 9.000 millones por cada uno de los dos años previstos de implantación de la medida. Huelga decir que la jornada laboral no ha disminuido a lo largo de la historia por decisión de los Gobiernos o imposición de los sindicatos, sino por los aumentos de productividad que la han hecho posible. En España, la productividad está estancada desde hace tiempo y es un 25,4% inferior a la de la eurozona. En un país en esa situación y con una tasa de paro que sigue casi doblando la media de la UE, una subida adicional de costes laborales derivada de ese recorte impuesto manu militari y sin el correspondiente ajuste salarial es un disparate que solo cabe en la cabeza de una señora como Yolanda Díaz y un presidente al que le importa todo un rábano, excepto la ocupación del poder.
La tarea de un Gobierno de derecha ilustrada no es la de intervenir en la economía, sino la de crear las condiciones de política económica que permitan el desarrollo de la libre iniciativa en condiciones de igualdad ante la ley
Desde un punto de vista ideológico, que un partido supuestamente de derechas como el PP abrace posicionamientos típicos de una izquierda populista y reaccionaria es cuando menos sorprendente, por no decir escandaloso. A la izquierda no se le gana interiorizando sus tesis, sino desmontándolas. Han sido la doctrina liberal y el libre mercado los que han permitido a miles de millones de personas escapar de la pobreza y acceder a ese nivel de vida que permite la formación de una familia y el disfrute de la seguridad, la libertad y el ocio. La tarea de un Gobierno de derecha ilustrada no es la de intervenir en la economía, mucho menos interferir en el ámbito de decisiones que competen a empresarios y trabajadores, sino la de crear las condiciones de política económica que permitan el desarrollo de la libre iniciativa en condiciones de igualdad ante la ley. «Es como jugar fuera de casa, ideológicamente hablando”, dicen en Génova. No, eso es jugar en el campo de Yolanda, con el desbarajuste mental de Yolanda y la mercancía ideológica averiada de Yolanda. Lo que sí podría hacer el PP es anunciar que, en caso de gobernar, reducirá drásticamente el escandaloso número de liberados sindicales en la empresa, recortará del mismo modo las no menos escandalosas 150 “horas sindicales” de que disponen, acabará con la plaga del absentismo, la sangría de las bajas laborales, un auténtico clamor, obligará a patronal y sindicatos a financiarse con las cuotas de sus afiliados, o, mejor aún, reducirá en un punto, al menos en un simple y triste punto, las cotizaciones empresariales a la Seguridad Social, ese auténtico impuesto a la creación de empleo del que nunca nadie habla en España. Esas sí son tareas para un partido de centro derecha sedicentemente liberal.
Y desde un punto de vista político, este supuesto giro del PP hacia posiciones socialdemócratas es un error, por no decir un horror. ¿Qué se le ha perdido al PP con su “Nuestra Ley de Conciliación” (sic) prometiendo deducciones, bonificaciones y paguitas varias como en un bautizo? Dicen que, además de lanzar guiños a ese votante socialista desencantado que no existe (Sánchez, impertérrito, sigue anclado en el 30% del voto y de ahí no se mueve aunque a su señora la descubran asesinando a un reponedor de Mercadona), hay que atender al voto joven. Y está bien, puede estar bien lo del voto joven, pero bien podría ser que lo que ganes por un lado lo pierdas por otro, lo dilapides defraudando a quienes conforman tu tradicional caladero electoral, esa noble gente que lleva años aguantando estoicamente la travesía del desierto que impone el sinvergüenza que nos gobierna. Lo más grave, con todo, es el error de juicio que supone entrar en esas Leyes de Conciliación cuando no toca, porque eso ahora no toca, lo sabemos todos, lo que toca es echar a Sánchez y para echarle no hay que competir con las “ideicas” de una comunista desorejada como Yolanda, sino dar forma a un proyecto de país sólido y bien armado, poderoso, con el que puedas convencer a quienes dudan de tu capacidad para sacar a este país del agujero y darle un horizonte de futuro para los próximos 50 años. Sorprende, por ello, el traspié de un hombre como Núñez Feijóo, un tipo inteligente a quien últimamente se adivina en plena forma en la tribuna del Congreso, y que, mal aconsejado, se acaba de pegar un tiro en el pie. Un tiro de esos que retumban dentro y causan preocupación fuera. Como diría el mejor Ansón, “desde el viernes no se habla de otra cosa en las cancillerías europeas”, esos lugares donde se cuece el verdadero poder y donde se decide qué candidatos respaldar, a quién apoyar y a quién no a la hora del relevo en la presidencia del Gobierno de un miembro destacado de la OTAN, además de cuarta economía de la UE. Un paso en falso que podría traer consecuencias.