Retrato de Gustavo Petro en blanco y negro
El escritor Mario Mendoza escribe para CAMBIO un perfil de los claroscuros del presidente Gustavo Petro.
No es fácil hacer un perfil de Gustavo Petro, quizás porque él mismo se encarga de desdibujarse y contradecirse. Pero, de todos modos, hagamos un intento.
Cuando leí su autobiografía me sorprendí gratamente. Desde el colegio en Zipaquirá, cuando era un adolescente tímido y silencioso que estudiaba en una institución religiosa, buscó en los archivos y se tropezó con una información que le estaba dando vueltas en la cabeza: en efecto, en ese mismo colegio había estudiado un escritor que él admiraba profundamente: Gabriel García Márquez. Entonces, con otros compañeros, fundó el Club de Lectura Macondo. Por eso el nombre de guerra de Petro en el M-19 era comandante Aureliano. Un homenaje, por supuesto, al viejo coronel Aureliano Buendía.
Unos años después, detenido en la cárcel y sometido a una tortura brutal, Petro vuelve a fundar el club de lectura Macondo y se dedica a leer y a releer en la prisión para no enloquecerse. Una lección de valentía única. Una demostración de fe en la utopía. Admirable.
Varios lustros más tarde, durante la campaña a la presidencia, lo primero que hizo fue mostrar una imagen muy sólida: la de un antiguo combatiente del M-19 que se había reintegrado con habilidad a la vida civil. Tantos años como congresista sobresaliente le habían labrado una reputación intachable. No era un Maduro ni un Ortega, era un intelectual serio que citaba con propiedad a Toni Negri y a Michel Foucault. No era un candidato de República Bananera. Se descartaba cualquier sospecha de que fuera un Tirano Banderas. Además, se acercó a Antanas Mockus y firmó con seguridad una serie de compromisos democráticos que nos auguraban un futuro prometedor.
Y, contra todos los pronósticos, ganó. Yo jamás había entregado mi voto con tanta esperanza.
Por eso, cuando dio su primer discurso como presidente, y citó a García Márquez y la posibilidad de una segunda oportunidad sobre la Tierra para pueblos como el nuestro, sentí una emoción difícil de explicar. No solo era un sobreviviente de un exterminio sistemático de líderes de izquierda en el país, sino que era un ilustrado, un lector que había luchado en defensa de unos ideales y que había entregado su vida por ellos. Un héroe que venía de la biblioteca. Asombroso. Creí con todas mis fuerzas que por fin íbamos a ser capaces de salir del analfabetismo funcional al cual nos había condenado una derecha mafiosa e ignorante. Creí en su discurso, en su programa y en una política del amor que buscaba la fraternidad como expresión máxima de la inteligencia emocional. Nunca nadie nos había convocado para un propósito tan noble: la bondad como revolución.
Sus primeros nombramientos apaciguaron las dudas: gente de distintos espectros políticos llegó a ocupar ministerios importantes. Jugada maestra. Todos creímos, realmente, que se trataba de una socialdemocracia de corte europeo.
El problema es que poco a poco empezó a mostrar su lado más oscuro y siniestro: el del narcisista paranoico que no soporta que le lleven la contraria, que lo cuestionen o lo vigilen. Así que empezó a cerrar filas y, mostrando unos pésimos modales, sacó a Cecilia López, a José Antonio Ocampo y a Alejandro Gaviria. También echó sin contemplaciones a funcionarios eficientes que venían de sus huestes más leales, como Patricia Ariza. Fue el primero de tantos brotes de paranoia que vendrían después. Narciso empezaba a delirar atrapado en la Casa de Nariño.
A partir de ahí la lógica fue la de un gurú religioso que ve enemigos escondidos dentro de su propia secta. Solo confiaba en su adepta más cercana: Laura Sarabia, que luego estaría involucrada en varios escándalos y que le cuidaba la espalda mientras él desaparecía de los hoteles en las giras, no llegaba puntual a ninguna cita e iba quedando cada vez más encerrado en sus alucinaciones de víctima perseguida, una herencia que quizás le queda de la tortura que sufrió en la cárcel.
Mientras tanto, las investigaciones indicaban que su campaña, como la de tantos otros en el pasado, parecía estar permeada por dineros ilícitos. Preocupa que el hermano del presidente, Juan Fernando Petro, haya visitado a altos capos en las cárceles; que su hijo, Nicolás Petro, vinculado a la campaña, esté investigado por recibir dineros del narcotráfico; que la senadora Piedad Córdoba, copartidaria suya, haya estado relacionada con Alex Saab, un integrante de la mafia venezolana; que el hermano de Piedad, Álvaro Córdoba, haya hecho negocios con carteles de la droga; y que el otrora embajador en Caracas, y ahora embajador ante la FAO, Armando Benedetti, haya amenazado de manera virulenta con denunciar la campaña por quince mil millones recogidos de un modo muy misterioso quién sabe dónde, cómo y con quién. El verdadero problema no es si se saltaron o no los topes permitidos por la ley, sino el origen de esos fondos recaudados en la sombra.
Como era de esperarse, en lugar de recapacitar, su radicalismo se acentuó y arremetió contra cualquier contrapoder que lo investigara o lo criticara, incluida la prensa libre. Su personalidad mesiánica le jugó otra mala pasada: lo hizo verse a sí mismo como un enviado del cielo que debía llamar a sus ejércitos a la calle para librar una batalla en contra de un sistema injusto y criminal. No se dio cuenta del error de fondo: que él, ahora, es el sistema. El outsider antisistema quedó atrás y él, elegido para ocupar el cargo más importante del país, es el centro, el corazón del poder. Esa es su gran tragedia: que el combatiente acostumbrado a irse en contra de todo ahora debe mostrar su capacidad de gestión, de gobernanza y de disciplina administrativa. Y no puede ni sabe hacerlo porque no está diseñado para ello.
Un ejemplo claro de esa división esquizofrénica se evidenció cuando él llamó a su base política a que saliera a la calle a protestar en contra de la Fiscalía, frente a la Corte Suprema, en el momento en que esta debía elegir a la nueva fiscal general de la nación. Las protestas se salieron de control y fue necesario llamar a la Policía. Y entonces las preguntas saltaban a la vista: ¿quién era el jefe de los que protestaban? Respuesta: Petro. ¿Y quién era el jefe de las Fuerzas Militares? Respuesta: Petro. ¡Increíble! Parecía Doctor Jekyll y Míster Hyde. Un caso clínico.
Y a este Mesías tan nuestro, al que su ego le dicta que puede ser el presidente del planeta entero y el embajador de las estrellas, también la Constitución del 91 (que se redactó con la ayuda de su propio grupo, el M-19) le queda pequeña y con cualquier pretexto llama a sus comandos a la calle para alborotar los ánimos. Todo con tal de no gobernar con juicio, con rigor y disciplina, que debería ser su verdadera misión.
Petro como candidato contestatario y teórico de un nuevo proyecto de nación era sobresaliente. La encrucijada en la que se encuentra es que ese temperamento retador y pendenciero ya no se ajusta a la dignidad de su cargo. Ahora tiene que demostrar habilidad para escuchar y conciliar, capacidad para gestionar y jerarquía política, virtudes de las que carece por completo. Lo que él anhela desde el fondo de su ser es seguir agitando los ánimos y que lo dejen en paz horas enteras en la red social X creando conflictos a diestra y siniestra.
Su objetivo es fácil de detectar: el caos como estrategia política. De ahí las extrañas componendas con las disidencias de las FARC y con el ELN. Cuando uno es incapaz de construir solo le queda una opción: destruir. No se puede implementar la política del amor a punta de balconazos furibundos y discursos energúmenos. No se puede ser fraterno cuando se está lleno de odio y resentimiento.
Lo cierto es que cuando Petro llama a una confrontación nacional, a nosotros nos corresponde no caer en la trampa y defender el país que con tanto esfuerzo hemos edificado en medio de la guerra.
Duele mucho la distancia que hay entre el noble discurso inicial de Petro y los hechos de estos dos primeros años de su gobierno. El esquema maniqueo que él maneja (ricos vs. pobres), en lugar de iluminarnos, lo que hace es empobrecer la visión. Porque la UNGRD no se la robaron los millonarios de este país, sino las huestes petristas. No asistir a los compromisos con periodistas, con alcaldes y con militares no es un problema de la derecha, que según él le tiene ojeriza y no lo deja gobernar, no, es un problema de indisciplina y falta de respeto con la gente que lo espera largas horas con tristeza y resignación. Tener pactos en la sombra con Benedetti no es un problema de la oligarquía dominante, sino de su campaña, que presuntamente hizo alianzas oscuras con tal de llegar al poder. Y no respetar la democracia en Venezuela, no defender el voto popular y a los miles de venezolanos que se han enfrentado ellos solos a todo un cartel de pistoleros y mafiosos, no es culpa de los banqueros ni de los burgueses, sino de Petro, que tiene una moral fluctuante y acomodaticia.
La triste verdad es que el estricto cumplimiento del proceso de paz y una reforma de fondo a la educación, que hubieran podido ser los dos pilares centrales de su gobierno, se habrían financiado sin problemas (despegando y cambiando la nación para siempre) si sus propios compinches no se hubieran robado nuestra plata de la manera más vil y descarada. Y ojo: toda la corrupción que le criticamos a la derecha no se la podemos permitir a la izquierda. El problema no es aliarse con la pandilla de turno, sino estar del lado de la ley. No hay ladrones buenos y ladrones malos. Hay solo ladrones.
Ahora solo queda una enorme desilusión, mucha desesperanza y la zozobra de un país cuya inestabilidad política y social se ha acrecentado bajo su mandato indisciplinado y delirante.
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