Laberintos: Cuba, el 4F y el oportunismo
“Maduro enaltece significación del 4F”, destacaba el diario oficialista cubano Granma en su edición correspondiente al pasado viernes 5 de febrero. La foto que ilustraba la supuesta noticia mostraba a Nicolás Maduro agitando por encima de su cabeza una bandera venezolana, rodeado de militares uniformados, encabezados por Diosdado Cabello, uno de los alzados en aquella fracasada intentona golpista comandada por el entonces teniente coronel de paracaidistas, Hugo Chávez. El pie de la foto iba mucho más lejos en el afán cubano por manipular la realidad: “El presidente Maduro recibió la marcha de la paz chavista”, clara alusión a las diversas guerras inexistentes que según el sucesor de Chávez en el Palacio de Miraflores han desatado el imperio y la burguesía apátrida venezolana contra el pueblo venezolano, acosado por la crisis inducida por esas guerras, pero que la “revolución bolivariana y chavista” resiste con absoluta firmeza y total apoyo popular.
Por supuesto, la desmesura de la solidaridad cubana con el disparate chavista, por razones manifiestamente oportunistas, prefiere olvidar para siempre cuál fue la reacción oficial de Fidel Castro nada más conocerse lo que ocurría aquel 4 de febrero en Venezuela.
“Estimado Carlos Andrés”, comenzaba el mensaje personal de Castro, difundido por toda la prensa oficial de la isla. “Desde horas tempranas del día de hoy, cuando conocimos las primeras informaciones del pronunciamiento militar que se está desarrollando, nos ha embargado una profunda preocupación que comenzó a disiparse al conocer de tus comparecencias por la radio y la televisión y las noticias de que la situación comienza a estar bajo control. En este momento amargo y crítico, recordamos con gratitud todo lo que has contribuido al desarrollo de las relaciones bilaterales entre nuestros países y tu sostenida posición de comprensión y respeto hacia Cuba. Confío en que las dificultades sean superadas completamente y se preserve el orden constitucional, así como tu liderazgo al frente de la heroica República de Venezuela. Fraternalmente, Fidel Castro Ruz.”
Drástico acomodo del rumbo a los vientos favorables del momento para conservar el poder absoluto a toda costa.
Venezuela y el período especial
La demolición del muro de Berlín y el fin de la Unión Soviética marcaron un antes y un después de la revolución cubana. El respaldo político, militar y económico del Kremlin desde el primer viaje a Cuba de Anastas Mikóyan, primer vice primer ministro soviético en febrero de 1960, le había permitido a la naciente revolución cubana desmontar la estructura del Estado y de la sociedad cubana, y entretanto resistir exitosamente las acciones de Estados Unidos encaminadas a restaurar el pasado político y militar en la isla. Tal como le contó Sergio Mikoyán, quien acompañó a su padre en ese viaje, a Jon Lee Anderson, quien recogía información pertinente para su biografía de Ernesto Che Guevara, “el punto culminante de la gira fue la visita de rigor a Santiago de Cuba y a la antigua comandancia de Fidel en la Plata, y allí Castro y el Che le hablaron con franqueza sobre su decisión de hacer una revolución socialista, los problemas que se les presentaban y la necesidad de ayuda soviética para consumar sus planes.” De esa asistencia, sin la cual no habría habido revolución alguna, Cuba pudo resistir durante 40 años, pero ahora, de golpe y porrazo, ese remoto patrocinio se desvanecía en las nieblas del horizonte, la pobreza se convertía rápidamente en miseria insostenible y la supervivencia política volvía a ser la gran prioridad del gobierno cubano.
Por esa época, 1991, se organizaba en todo el continente la celebración de la primera Cumbre Iberoamericana, que tendría lugar Guadalajara. Iba a ser la primera cumbre absolutamente latinoamericana, sin la presencia de Estados Unidos, y los presidentes de Venezuela (Carlos Andrés Pérez), Colombia (César Gaviria) y México (Carlos Salinas de Gortari) llegaron a la conclusión de que ese era el escenario ideal para aprovechar la debilidad a todas luces irremediable del gobierno cubano, obligado a imponerle a sus ciudadanos lo que calificaron de “período especial”, para negociar con Castro una gradual apertura económica primero, política después, a cambio de su reinserción en la comunidad regional.
Con la finalidad de estudiar esta posibilidad, Castro viajó secretamente a la isla venezolana de La Orchila en julio de 1991 y en septiembre, ya en Guadalajara, volvió a dialogar con Pérez, quien en esa ocasión estuvo acompañado por Gaviria y por Salinas de Gortari. Durante ese encuentro, en el que también participó el presidente del gobierno español Felipe González, Castro se comprometió a utilizar el próximo congreso del Partido Comunista Cubano, a celebrarse en la ciudad de Holguín el 10 de octubre, para impulsar las primeras medidas de una eventual apertura económica. Allí y entonces acordaron reunirse poco después del Congreso para revisar los avances posibles en esa nueva orientación económica. El tercer encuentro con Castro, esta vez sin la asistencia de González, se efectuó a finales de octubre, en la isla mexicana de Cozumel, pero ante los escasos logros aprobados por el congreso de Holguín, sus resultados no fueron del todo satisfactorios. Tanto, que Castro comprendió que la opción de encontrar en América Latina la ayuda que le negaban Rusia y los antiguos regímenes comunistas de Europa oriental, corría serio peligro, de modo que cuando un grupo de oficiales venezolanos trataron de derrocar mediante un golpe de mano que reproducía las acciones de los coroneles “caras pintadas” argentinos contra los gobiernos de Raúl Alfonsín en 1989 y de Carlos Menem en 1990, entendió que el potencial derrocamiento de Pérez le propinaría un golpe mortal a su esperanza de estrechar los vínculos que había comenzado a tejer en Guadalajara. Esa fue la razón de su solidaridad con Pérez en aquella encrucijada crucial del proceso político venezolano y la causa de su condena más rotunda a los golpistas del 4 de febrero, festejados ahora por Granma, con igual y poco revolucionario oportunismo, a pesar de y gracias a la derrota aplastante del chavismo en las elecciones parlamentarias del 6 de diciembre.
El mar de la felicidad
Defenestrado Pérez, fue electo Rafael Caldera, su peor enemigo, en las elecciones de diciembre de 1993. Una de sus primeras medidas fue el sobreseimiento de la causa contra Chávez y demás cabecillas de la intentona golpista. Poco después Chávez comenzó a recorrer Venezuela con la intención de construir un movimiento político y en 1997 anunció que el camino que seguiría a partir de ese momento para conquistar el poder era su participación en las elecciones presidenciales a celebrar en diciembre de 1998. Sin embargo, su decisión de insertarse al convencional ruedo democrático y electoral no despejaba todas las dudas sobre sus verdaderas intenciones. Más allá de su formal abandono de las armas, ¿era Chávez sincero al anunciarlo o seguía siendo el mismo teniente coronel golpista del 4 de febrero? Por otra parte, ¿su pretensión de tomar el poder por la vía de las urnas electorales, de veras respondía a un auténtico compromiso con los hábitos más normales de la democracia, o una vez conquistado el poder a punta de votos intentaría promover los cambios de su oferta política fuera del marco de la negociación, los acuerdos y los consensos? Su principal consejero político en aquellas primeras jornadas de su vida política era el sociólogo argentino neo nazi Norberto Ceresole, a quien había conocido, sospechosamente, gracias a la relación de ambos con los coroneles golpistas argentinos de extrema derecha, Raúl De Sagastizábal y Raúl Seinildin, razón por la cual, en una visita por Montevideo, el dirigente uruguayo del izquierda Frente Amplio, Liber Seregni, sin pensárselo dos veces, se había negado a recibirlo.
Por este mismo motivo, Castro tampoco veía con buenos ojos la presencia de Chávez en el escenario político venezolano, aunque los informes políticos de la embajada cubana en Caracas le atribuían una cierta inclinación al socialismo. También advertían de sus estrechos vínculos con antiguos guerrilleros venezolanos y con algunos destacados dirigentes de la izquierda venezolana. Dos factores determinarían un cambio profundo en las relaciones de Castro con Chávez. Una, que Caldera, quizá para diferenciarse aún más de Carlos Andrés Pérez, si bien mantenía relaciones con La Habana, las limitaba a lo estrictamente diplomático. Peor aún, había invitado a visitarlo en La Habana y lo recibió con honores de Jefe de Estado.
Por esos mismos días pasó algunos días en Venezuela Eusebio Leal, el arquitecto que desde hacía años dirigía la restauración de los principales edificios de la Habana vieja, quien gozaba de la mayor confianza política de Castro. Pues bien, durante su viaje a Venezuela la Consejería política de la embajada en Caracas lo llevó a un acto político en el que habló Chávez y Leal quedó tan impresionado por el sentido revolucionario de su discurso, que a su regreso a La Habana le habló a Castro maravillas del caudillo militar reconvertido en dirigente político. Molesto con Caldera por su desafiante relación con Jorge Mas Canosa (exitoso empresario cubano del exilio, creador de La Fundación Nacional Cubano Americana), Castro decidió entonces devolverle el agravio a su homólogo venezolano, invitando a Chávez a Cuba. Incluso lo recibió personalmente al pie del avión y organizó un acto en su honor, que se celebró en el Aula magna de la universidad de La Habana, el 14 de diciembre de 1994. Allí pronunció Chávez un emocionado discurso de identificación plena con la revolución cubana y se comprometió públicamente a conducir su país hacia lo que él llamo “el mar de la felicidad cubano.”
El eje La Habana-Caracas
El resto del cuento es historia harto conocida y explica la naturaleza de la articulación de Castro a Chávez, a Venezuela, transformada ahora en el nuevo gran y generoso mecenas del régimen comunista cubano, y su creciente proximidad a buena parte de América Latina.
El 23 de enero de 1959, muy pocos días después de haber entrado victorioso en La Habana al frente de su columna guerrillera, Castro aterrizó en Caracas con el pretexto de sumarse a los festejos del primer aniversario del fin de la dictadura de Marcos Pérez Jiménez, y al pisar suelo venezolano le expresó a los numerosos periodistas que lo esperaban en el aeropuerto, su ambicioso deseo de establecer con la rica democracia petrolera venezolano un apretado lazo de camaradería y complicidad: “¡Ojalá el destino de nuestros pueblos sea un mismo destino!”. Un deseo insatisfecho durante cuarenta años de espera, porque Rómulo Betancourt, presidente electo en diciembre, quien pocos días después asumiría su cargo, le negó las dos peticiones que le hizo en nombre de la solidaridad latinoamericana y revolucionaria, un préstamo de 300 millones de dólares y suministro del petróleo que consumía Cuba en condiciones especiales de precio y formas de pago.
La negativa de Betancourt impulsó a Castro a promover el derrocamiento de la naciente democracia venezolana y ahora, cuarenta años después, cuando nadie podía siquiera presumirlo, la presencia de Chávez en La Habana, un fenómeno político ajeno por completo a las maniobras cubanas por extender su influencia por todo el hemisferio, colocaba en sus manos, gratuitamente, lo que muy pronto serían auténticas joyas de la corona revolucionaria y de la hegemonía cubana.
Del desarrollo de esa relación sin desenlace definitivo por ahora, tendrá que ocuparse otra crónica. Por ahora digamos que los primeros datos sobre las circunstancias políticas y sociales presentes y por venir en Venezuela al calor de la actual crisis general del país, colocan al gobierno cubano y a su oportunismo, imprescindible para no morir de mengua, en la obligación de impedir que los posibles cambios políticos que se avecinan en Venezuela agudicen los problemas económicos y sociales que no cesan de crecer en la isla, y al mismo tiempo amenazan las expectativas de la dirigencia política cubana en los acuerdos de Estados Unidos, precisamente cuando el inminente cambio electoral en Estados Unidos, puede significar que el sucesor de Barack Obama sea un republicano ultraderechista, por ejemplo, Ted Cruz o Marco Rubio, ambos hijos de inmigrantes cubanos, o Donald Trump y Jeb Bush, de idéntica intransigencia con respecto al régimen comunista. Con cualquiera de ellos el diálogo entre La Habana y Washington podría cancelarse de un día para otro, abruptamente, en un juego de acuerdos y vetos en el que la flexibilidad de los conceptos de revolución, de rectificación democrática y de nuevos territorios por explorar, más allá del oportunismo y la retórica de la solidaridad ciega que hoy por hoy caracteriza las relaciones entre La Habana del futuro y la Caracas de la decadencia terminal, sin capacidad para seguir nutriendo a Cuba de los recursos energéticos y financieros que necesita desesperadamente, determinarán las complejidades de un rompecabezas ante el cual la regla principal para solucionarlo será no cometer ningún error. Mientras ese instante se aproxima, el tiempo de las decisiones se les agota por igual a Maduro y a Raúl Castro, los protagonistas más débiles de un drama que incluye a Venezuela, a Cuba y a Estados Unidos, en un mismo, inestable y definitivo escenario.