Armando Durán / Laberintos: Trump otra vez en la Casa Blanca
Hasta el último momento todas las encuestas coincidían en señalar que la elección presidencial de Estados Unidos el 5 de noviembre tendría un resultado muy reñido. Advertían, incluso, que podía hablarse de empate técnico, aunque con muy ligera ventaja de Donald Trump. En vista de ello, sostenían, habría que tener paciencia, pues la totalización definitiva de los votos tardaría varios días.
Los votos reales, sin embargo, pronto desmintieron a los profetas de la aritmética electoral: en efecto, Trump derrotó a Kamala Harris, pero eso se supo mucho antes de lo previsto, a medida que avanzaba la noche electoral y se conocían los primeros datos, esa victoria se fue haciendo contundente. No rompió la candidatura de Trump el récord establecido por Ronald Reagan en noviembre de 1984, elección en la que su contrincante, el demócrata Walter Mondale, solo obtuvo los 13 votos electorales correspondientes al estado de Minnesota, pero este 5 de noviembre Trump le propinó a Kamala Harris una auténtica goleada al estancarse en los 226 votos históricamente fieles al Partido Demócrata en los colegios electorales. Esta rotunda victoria de Trump le valió al Partido Republicano alcanzar la mayoría en el Senado y cuando terminen de escrutarse los votos que faltan, nadie pone en duda que los candidatos republicanos ganen al menos los 8 escaños que necesitan para conservar su mayoría actual en la Cámara de Representantes. Es decir, que además de haber recuperado la Presidencia del país tras haber sido vencido Joe Biden hace cuatro años, Trump regresa ahora a la Casa Blanca con un poder tan amplio y categórico que podrá gobernar sin necesidad de recurrir a compromiso alguno en el Congreso.
Este giro inesperado de la voluntad mayoritaria del país plantea dos interrogantes muy pertinentes para entender el presente político de Estados Unidos y tratar de descifrar su incierto porvenir. La primera, tratar de determinar cómo y por qué se ha alzado Trump con un respaldo popular que nadie más allá de su círculo íntimo se atrevía siquiera a insinuar. Y ello a pesar de que nunca disimuló Trump sus impertinencias, ni ha disimulado los aspectos más controversiales de su proyecto de poner la mesa norteamericana al revés para “hacer a Estados Unidos otra vez grande”, su principal consigna en esta campaña electoral, ni se ha tomado la molestia de endulzar el carácter agresivo y en muchos casos despiadado de su personalidad, el extremismo de su xenofobia, o sus vínculos personales y políticos con gobernantes tan impresentables como Vladimir Putin, Kim Jong-un y Víctor Orbán.
La explicación del porqué de la contundencia de esta victoria de Trump no debemos buscarla en la cuadratura de ningún círculo. Trump regresa a la Casa Blanca sencillamente porque ha sido mucho mejor candidato que su rival. Y lo ha sido, porque en la difícil situación económica y fiscal del país, agravada por los costos que acarrean para Estados Unidos las guerras en Ucraina y del Medio Oriente han provocado un enorme rechazo popular al gobierno Biden, del cual Kamala Harris no ha podido o no ha querido desvincularse. Por esta razón, Trump ha logrado esta victoria gracias al voto castigo con que la clase media estadounidense condena al gobierno que, a fin de cuentas, también es de Kamala Harris. De ahí que a la identificación natural del candidato opositor Trump con el creciente malestar ciudadano, nada más natural que inclinar la balanza electoral hacia un cambio radical de esas políticas económicas y fiscales adoptadas por el gobierno Biden-Harris durante los últimos cuatro años.
Esta realidad nos conduce directamente a la segunda interrogante: ¿qué hará Trump desde el primer día de su única oportunidad para cumplir su promesa electoral de propiciar en los próximos cuatro años el milagro de hacer a América (o sea a Estados Unidos) otra vez grande? A lo largo de estos meses de intensa campaña electoral, Trump ha logrado no entrar en los detalles de lo que será su segunda etapa en la Casa Blanca. Habrá que esperar a que se vayan conociendo los integrantes de su futuro gabinete y se vayan anunciando los objetivos concretos que se propone alcanzar. Ni siquiera sabemos qué papel realmente desempeñará Elton Musk, quien además de ser el hombre más rico del planeta, es el empresario más audaz e imprevisible, sobre todo después de haber rotos sus viejos vínculos políticos con el trío Clinton-Obama-Biden para abrazase a la opuesta causa de Trump, a cuya campaña no solo contribuyó con millones y más millones de dólares contantes y sonantes, sino poniendo a su servicio su red social X, antes Twitter, cuya influencia en la votación de la semana pasada debe haber sido más que determinante. Un poder que se multiplica con su reciente compra del gigante automotriz Ford y su compromiso de devolverle a Estados Unidos la ilusión de sus vuelos espaciales.
En aspectos específicos de sus políticas es previsible que ponga un énfasis prioritario en la reducción del gasto público y el endeudamiento, pero a cambio de reducir drásticamente los gastos sociales, comenzando por los servicios sociales y el abandono de programas ambientalistas a partir de la negación del cambio climático y el retorno de medidas más que debatibles, como la autorización a la explotación petrolera con el método de fractura hidráulica (fracking), que le permitiría al país convertirse, a pesar de que Musk sea un enemigo declarado de los combustibles fósiles, en el primer productor de petróleo del mundo y, en consecuencia, no necesitar la importación de crudos para garantizar 9 por ciento de su consumo energético anual.
Otra materia controversial es la política que su gobierno adoptará ante el crecimiento de la migración ilegal hacia Estados Unidos, pues en términos generales, si bien todo el mundo rechaza esa opción, en el discurso de Trump no se establece con claridad la diferencia entre migrantes ilegales y legales, de manera muy especial si escuchamos las agresivas expresiones propias y de su entorno sobre los puertorriqueños y sobre la población extranjera no blanca en general. Una xenofobia inaceptable que en la práctica es consecuencia directa de aquella doctrina Monroe que se fundamentaba en la sentencia de “América es de los americanos”, fundamento básico del aislacionismo absoluto. De ahí que para entrar en la Segunda Guerra Mundial el gobierno estadounidense necesitó que se produjera el ataque japonés a Pearl Harbor, o que para declararle la guerra a España y anexarse a Cuba, Puerto Rico, las Filipinas y Guam necesitó la voladura del acorazado Maine en la bahía de La Habana.
En este polémico contexto de las relaciones de Estados Unidos con el resto del mundo, Trump tendrá que fijar la posición de su gobierno frente a la guerra en Ucrania, que para cuando él vuelva a instalarse el próximo 20 de enero en la Casa Blanca, estará a punto de cumplir tres años. No solo porque el gobierno ucraniano depende de la ayuda de Washington para resistir el embate ruso, sino porque no es un secreto la buena amistad que une a Trump con Vladimir Putin desde hace muchísimos años. Por ahora solo sabemos que el pasado viernes Trump sostuvo una conversación telefónica de 25 minutos con el presidente Volodimir Zelenski, pero ninguna de las partes ha divulgado los pormenores de ese diálogo sobre un tema tan complejo, en el que además está directamente involucrada la Unión Europea. Lo mismo ocurre con la decisión que tome ante la no menos compleja guerra en el Medio Oriente. De manera muy especial, porque Estados Unidos es, desde siempre, el principal aliado de Israel.
Todavía es demasiado pronto para adelantar opiniones sobre las decisiones de política internacional que pueda adoptar Trump, pero todos los gobiernos del planeta están pendientes de sus palabras. Entre ellos, en América Latina, los gobiernos de Cuba y Venezuela, contra los cuales, en su primera experiencia como presidente de Estados Unidos, Trump sostuvo posiciones muy firmes. En el caso de Cuba, adoptando medidas radicalmente opuestas al apaciguamiento adoptado por Barak Obama. En el de Venezuela, con su apoyo sostenido a las fuerzas de oposición, agrupadas en torno al muy insuficiente interinato de Juan Guaidó, política suavizada por Biden, de manera muy especial en materia petrolera y gasífera a raíz de la invasión rusa a Ucrania en febrero del año 2022. Dos retos ante los cuales, a pesar de ser muy breves notas a pie de una página dedicada a las guerras en Ucrania y el Medio Oriente, Trump tendrá que actuar. En Cuba, porque la crisis cubana se agrava día a día y la muerte en cualquier momento del muy anciano Raúl Castro puede desatar un caos sin precedentes en América Latina. Y porque en Venezuela, donde la fallida elección presidencial del pasado 28 de julio ha colocado al país al borde de la nada, y a Estados Unidos en la necesidad de reaccionar al menos a partir del próximo 10 de enero, fecha en la que, de acuerdo con la constitución venezolana, Nicolás Maduro y Edmundo González pretenden asumir la Presidencia del país, cada uno por su lado. Sin que ningún gobierno de las dos Américas, con excepción de Cuba y Nicaragua, ni de la Unión Europea, con la excepción quizá de Hungría, reconozca a Maduro, y porque en el caso de González, porque ninguno, quizá con la excepción de Estados Unidos, tampoco lo reconozca como presidente legítimo de Venezuela. Sin la menor duda, desafíos que Trump, ni ningún otro gobierno democrático de las dos Américas y la Unión Europea, tic-tac, podrá pasar por alto.