Armando Durán / Laberintos: Guerra y paz en Siria
El mundo ha seguido y sigue, con una mezcla de asombro, euforia y temor los sucesos que parecen haberle punto final a casi 14 años de devastadora guerra civil siria y de la brutal satrapía dinástica fundada en 1971 por Hafez al-Assad y heredada por su hijo Bashir al-Assad en el año 2000. Hace apenas una semana, el pasado domingo 8 de diciembre, tras una vertiginosa ofensiva 11 días, las tropas de una alianza de múltiples e irreconciliables fuerzas políticas y religiosas llegaron a las puertas de Damasco y el dictador, solo acompañado de su familia, se dio a la fuga y se refugió en Moscú, bajo la protección de Vladimir Putin, su aliado de muchísimos años.
Este súbito desenlace de la muy costosa tragedia siria tomó por sorpresa a medio mundo. El 17 de diciembre de 2010 estalló en la ciudad tunecina de Sidi Bouzud lo que se ha llamado la Primavera Árabe, revueltas populares y reacciones despiadadas, que durante dos años sacudieron los cimientos de los procesos políticos de Túnez, por supuesto, pero también del Sahara occidental, de Argelia, Líbano, Jordania, Omán, Egipto, Yemen, Sudan, Kuwait, Irak, Somalia y Libia. Fue entonces cuando en Siria, estalló una guerra civil que no ha cesado hasta ahora, y que su paso ha dejado como rastro imborrable y catastrófico, la destrucción física del país, incluyendo a Alepo y Damasco, sus ciudades más importantes, 600 mil muertos civiles y el impresionante éxodo de buena parte de su población. Nada más natural, pues, que esta rápida victoria rebelde, la ocupación de Damasco y la precipitada huida del dictador hayan provocado una muy alegre celebración en todos los rincones del país y un suspiro de alivio en el mundo occidental.
Muy pronto, sin embargo, las dudas y temores de lo que puede llegar a ocurrir oscurecen ese espontáneo optimismo inicial, al tiempo que la posibilidad de que esta feliz realidad termine de una manera muy distinta a la deseada comienza a ser una preocupación cada día mayor en la conciencia universal. De ahí que Kaja Kallas, nueva responsable de la Unión Europea para la política y la seguridad regional, cargo que hasta hace pocos días ocupaba Josep Borrell, haya advertido que el “futuro de Siria es esperanzador, pero todavía incierto.” Ambigüedad muy diplomática, a la que el pasado miércoles le respondió Abu Mohamed al-Juliani, jefe de la principal facción rebelde Hayat Tahir al Sham (HTS) y jefe militar de la victoriosa alianza opositora, al sostener que “los gobiernos extranjeros no deben preocuparse por la situación en Siria.” Por su parte, este viernes, en la mezquita omeya de Damasco, Mohamed al-Bashir, primer ministro del rebelde Gobierno de Salvación Nacional de Siria desde el mes de enero, al asumir el cargo de jefe del Gobierno provisional sirio, pidió a sus seguidores “ser misericordiosos” con sus enemigos, pues ahora, afirmó, comienza “una nueva etapa (de la historia siria), de justicia y libertad.”
¿Será verdad tanta belleza?
Los objetivos de la Coalición Nacional Siria (CNS), creada en 2011, plataforma unitaria de todas las fuerzas que se oponían a Assad, creada al calor del entusiasmo panárabe de aquel momento crucial para el mundo árabe, eran comunes a las del resto de las grandes manifestaciones populares que en el norte de África y en parte del Medio Oriente promovían la transición de las autocracias y tiranías regionales hacia la democracia, con la redacción de nuevas constituciones y la realización de elecciones libres y justas en un plazo no mayor de año y medio.
Ya sabemos cómo terminó aquella experiencia. Guerra civil y nuevas dictaduras. A esto debemos añadir que en la coalición siria se integran facciones de musulmanes chiitas, alauitas, partidarios de Isis, y milicias financiadas por potencias extranjeras que persiguen en Siria intereses particulares y contrapuestos, Turquía, Irán, Rusia y Estados Unidos, y la muy extremista colaboración de Hezbolá y Hamás. Sin olvidar que las guerras de Ucrania y el Medio Oriente se han traducido en un debilitamiento progresivo e inevitable del apoyo que le brindaban Irán y Rusia a Assad, y que en gran medida un factor que contribuyó al imprevisto derrocamiento de al-Assad.
Resulta muy difícil este arroz con mango sirio, a pesar de las primeras y conciliadoras palabras de sus nuevos dirigentes. Sobre todo si tenemos en cuenta que el hombre fuerte del Gobierno provisional encargado de conducir a Siria por el intrincado camino hacia la democracia en un país que nunca ha tenido esa experiencia, es al-Juliami, líder de HTS y decisivo jefe militar de la alianza ahora gobernante. Un hombre que nació en Arabia Saudita en 1982, donde su padre, ingeniero petrolero, trabajaba para Saudi Aramco, que a los 7 años regresó a Siria y en el 2003 se incorporó a la guerra en Irak como combatiente voluntario en las filas de Al Qaeda. Prisionero de Estados Unidos durante 5 años, al ser liberado, sus jefes lo enviaron de vuelta a Siria con la misión de fundar la rama siria de la Al Qaeda, tarea que ejecutó con éxito, hasta que en 2016 renunció públicamente a su militancia yihaidsta y organizó una milicia para luchar contra las unidades de Al Qaeda y de Isis en Siria, y más tarde, en las alturas del Golán, se integró, al frente de sus unidades militares, a las tropas que desde hacía 5 años luchaban contra la dictadura de Assad. Señalado por Estados Unidos como terrorista por su vínculo con Al Qaeda, su pasado, y ahora su popularidad, permiten pensar que lo ocurrido en Siria puede terminar de manera muy distinta a la deseada. Como acaba Kallas de prevenir.
Precisamente por esta inquietud, Israel, que nunca -mucho menos desde el 14 de octubre del año pasado, cuando Hamás lanzó desde Gaza su más sangriento ataque a Israel, causa del actual conflicto bélico en el Medio Oriente- no piensa dos veces en las consecuencias de sus acciones cuando estima que su seguridad corre algún peligro, ha atacado de inmediato los depósitos de armas químicas situados en territorio sirio muy cerca de la frontera con Israel, y amenaza con llevar la guerra a Siria si sus nuevos gobernantes se apartan del camino que dicen estar resueltos a seguir según sus muy apaciguadoras declaraciones a los medios de comunicación internacionales. En todo caso, muchas voces recuerdan que la primera impresión que generó Assad al asumir la jefatura del Gobierno sirio en 2000, fue que conduciría al país en un proceso de transición pacífica hacia la democracia, pero poco después, al sentir que ya tenía en sus manos poder suficiente para hacerlo, cambió plenamente de parecer y protagonizó una dictadura peor que la de su padre. ¿Es este el dilema que en verdad le presenta el derrocamiento de Assad al mundo occidental? ¿El terrible dilema entre la paz prometida y la guerra, a estas alturas, de alcances incalculables?