El hombre de la rosa
Hay libros que tú lees y recuerdas como si el tiempo fuera incapaz de quitártelos de la memoria, y no hablo solo de la precisión de ciertos detalles de la historia, de algún personaje que se queda, hablo de que hay libros que no solo recuerdas por lo mucho que te divertiste leyéndolos, sino porque casi puedes volver a ver, con un pequeño cerrar de ojos, lo que tomabas mientras pasabas las páginas, la ropa que tenías puesta, la interrupción terrible de algún vecino preguntando si tenías periódicos viejos. Yo recuerdo con estos detalles, y mucho más, la primera vez que leí “El nombre de la rosa”, de Umberto Eco.
Mi padre recién lo había terminado y lo dejó por ahí como una miga de pan sobre la mesa, yo lo tomé y lo devoré con absoluto placer. Tenía 17 años y durante una semana dediqué las mañanas de mis vacaciones a leer ese libro mientras tomaba yogur de melocotón un día y de fresa otro. Durante aquel tiempo, viví en una abadía benedictina del siglo XIV, lancé hipótesis a la par con Guillermo de Baskerville para esclarecer los crímenes, sentí la misma culpa cuando Adso tuvo que pedir el sacramento de la confesión ante su maestro porque había fornicado e incumplido sus deberes como novicio. Memoricé las horas litúrgicas como si fueran absolutamente esenciales a partir de ese momento en mi vida. Todavía las recuerdo sin trastabillar: Maitines, laudes, prima, tercia, sexta, nona, vísperas y completas. Me adentré en la vida monástica de tal manera que, en aquel entonces, “reconocí las huellas por las que el mundo nos habla como por medio de un gran libro” y pensé seriamente que una buena opción en mi vida era ser monje, uno de clausura, con una biblioteca enorme y misteriosa pero sin asesino, en un monasterio donde nunca más tuviera que volver a la ciudad. Una vida entera dedicada a la lectura, a la huerta y a la oración. Digamos que esta última parte fue la que me hizo desistir de mi vida como monje, pero vaya que sí soñé con serlo.
Por todo esto, es que recuerdo con enorme gratitud esta primera novela que escribió Umberto Eco en 1980, la primera del gran profesor que fue capaz de superar a ese montón de eruditos que han sentido el impulso de contar historias pero han lamentado ser incapaces de lograrlo, y por eso, los cajones de muchos de ellos están llenos de novelas malas inéditas. Eco hizo bien las dos cosas: fue un gran profesor y un gran novelista, publicó 43 libros, el último “Número cero”, su séptima novela, y siempre, como escribió Juan Cruz, fue “un sabio que sabía todas las cosas simulando que las ignoraba para seguir estudiando”.
A Umberto Eco le debo parte del placer por los libros y la lectura, me enseñó que “el que no lee, a los 70 años habrá vivido solo una vida. Quien lee habrá vivido 5.000 años. La lectura es una inmortalidad hacia atrás”, y por eso, estaré siempre muy agradecido con el maestro.