Gabriela Bustelo: Trumchez
«Recordemos que ni Trump ni Sánchez tienen ideología, ni falta que les hace. La utopía socialista y el paraíso capitalista son ya simples eslóganes»

Donald Trump y Pedro Sánchez. | ilustración de Alejandra Svriz
Es una historia tan vieja como el mundo: dos hombres en las antípodas ideológicas, pero almas gemelas en su actitud existencial. Donald Trump, el millonario improbable reconvertido en mesías de la derecha estadounidense, y Pedro Sánchez, el quimérico caudillo del socialismo español son hermanos espirituales en su talento para manejar el agravio como arma política. Uno vende sombreros de Make America Great Again; el otro promete salvar la democracia mientras se aferra al poder como una lapa. Guiones distintos con la misma trama: dos advenedizos instalados en la venganza, convencidos de que el mundo les debe un trono vitalicio.
El rencor es su credo. Toda la imagen de Trump gira en torno al mito del outsider solitario enfrentado al mundo, es decir, contra las élites, contra las cloacas del «Estado Profundo» y contra «la gente» que no le entiende. Sánchez, por su parte, se presenta como un púgil cercado por los enemigos, luchando contra la «vieja guardia» española mientras acoge la corrupción socialista como un mal necesario y mantiene a sus socios de coalición al retortero. Los dos añejan su rencor como un buen vino, sazonando cada desaire en la sombría bodega de un victimismo mejor o peor disimulado. Los mítines vocingleros del español y los discursos farfullados del estadounidense son sesiones de terapia para las cofradías del eterno agravio, con mantras totémicos y catarsis orgásmicas.
El ascenso de estos dos personajes es clase magistral de oportunismo. Ambos han secuestrado los partidos políticos que en principio les dieron la espalda. El Partido Republicano pasó años riéndose de Trump a mandíbula batiente. Sánchez ascendió sigilosamente en las filas de un Partido Socialista que primero le trató como a un becario de verano y luego le echó a patadas del vientre socialista. Ambos vampirizan y espolean las crisis institucionales de sus países respectivos ‒Trump el caos del Partido Republicano tras Obama; Sánchez la amargura de la izquierda española tras el Crash de 2008‒ para reivindicarse como grandes salvadores nacionales. Poco importa que los bamboleos trumpistas contradigan el reaganismo del GOP, ni que el socialismo sanchista reniegue de los principios fundacionales del PSOE de Felipe González. La ideología es un bufé con el rencor social como plato fuerte.
Y luego está el arte Trumchez de la mentira. Los inventos diarios del estadounidense ‒el tamaño «gigantesco» de las multitudes que le siguen, las llamadas telefónicas «perfectas», los molinos eólicos cancerígenos‒ ya son marca de la casa. Pero el español no es un ni mucho menos un aficionado, con sus repliegues draconianos ante el catalanismo (del rechazo al encamamiento) o el gasto en Defensa (del cero al infinito). Los dos abordan la verdad como un buzón de sugerencias. Las bases lo aceptan sin parpadear, porque la polarización entendida como futbolización política les convierte en hinchas de un equipo que lucha a vida o muerte contra un enemigo: la izquierda woke para los acólitos de Trump y la ultraderecha voxista para los fanáticos de Sánchez.
«El poder al estilo Trumchez no se basa en un proyecto para un país, sino en una hiperactividad despiadada e inexorable»
En este peculiar universo las mentiras no son defectos, sino características. Cada falsedad se presenta como un contraataque, una prueba de que el amado líder defiende valientemente a sus fieles de unos poderes maléficos colosales. Por eso cada grupo político se considera un héroe librando una batalla histórica. Recordemos que ni Trump ni Sánchez tienen ideología, ni falta que les hace. La utopía socialista y el paraíso capitalista son ya simples eslóganes. El lugar vacante dejado por la ideología lo ocupa la táctica de la ofensiva incesante. A Trump se lo enseñó el abogado macartista Roy Cohn, cuyas tres normas eran atacar siempre, negarlo todo y cantar victoria pase lo que pase. Sánchez comparte plenamente esta metafísica del contraataque, la resistencia feroz y el triunfalismo machacón.
Los «intelectuales» de ambos países los contemplan estupefactos, como los animales de la selva contemplan a los lobos de Kipling. No parecen entender, nunca supieron o han olvidado que una democracia bipartidista requiere un «estamento guardián» que defienda las instituciones, la Constitución, la Ley, la separación de poderes, el periodismo como contrapoder y las libertades civiles. La intelligentsia española y la estadounidense funcionan con una lentitud esclerótica en comparación con la velocidad natural de las criaturas Trumchez. Entre tanto, desde sus atalayas morales, los «intelectuales» americanos y españoles escriben inflamadas tribunas y columnas sobre estos fenómenos humanos sin precedentes, contentos de haber contribuido a la lucha contra «el populismo» y contra «la decadencia occidental».
Trump sueña con instalarse en la Casa Blanca para siempre y la toma del Capitolio le parece una anécdota sin importancia; Sánchez anticipó en septiembre de 2024 que puede gobernar España «con o sin apoyo del Congreso». Sigamos escribiendo sobre la muerte de las democracias mientras ojeamos el móvil para ver si logramos reservar en el último restaurante de moda.