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Laberintos: La agenda venezolana de conflictividad social

 

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A tres años de la muerte de Hugo Chávez, fecha cuestionada porque existen versiones de que el suceso en realidad ocurrió el 31 de diciembre del año anterior en La Habana, su proyecto político agoniza penosamente en manos de Nicolás Maduro, su sucesor. En conmemoración del hecho, el gobierno ha decretado 10 días de conmemoraciones, con la ilusión de que la memoria de quien el chavismo califica de comandante eterno, le devuelva a la “revolución bolivariana” el entusiasmo que alguna vez, hace ya mucho, despertó en el corazón de millones de venezolanos.

 

Aquella imagen de entusiasmo irracional por Chávez y su proyecto se agotó hace años. Sólo la penosa agonía de Chávez, convertida por la propaganda del régimen en espectáculo de masas, le permitió al gobierno maquillar los efectos de una crisis que comenzaba a erosionar hasta la esperanza de muchos de sus partidarios y que se vino abajo definitivamente con la precariedad del liderazgo de Maduro, su heredero. Ahora, cuando al agudizarse la crisis hasta niveles sin precedentes en la historia republicana del país, sencillamente se hace muy palpable la perspectiva de colapso económico y social de Venezuela a muy corto plazo y el forzado recuerdo del difunto presidente de nada sirve para devolverle siquiera una pizca de vida a la falsa promesa populista de Chávez de conducir a los venezolanos hasta las orillas de un mar que en 1994, desde el Aula Magna de la universidad de la Habana, tuvo la audacia de definir como el mar de la felicidad cubana.

 

En el curso de los últimos años, la desalentadora realidad de Venezuela se ha hecho otra, diametralmente opuesta a la que pintaba el discurso oficial. Según el Observatorio Venezolano de Conflictividad Social, en 2015, la escasez creciente de alimentos y medicinas, la falla sostenida del gobierno en la prestación de servicios públicos esenciales como el agua y la electricidad, la inseguridad personal, el desplome de la medicina y la enseñanza públicas, la tasa de inflación más alta del mundo, casi 200 por ciento anual el año pasado, y los inevitables conflictos laborales, provocó en el año 2015 nada menos que 5.581 protestas de calle, 122 saqueos de supermercados y 165 intentos. Desde el primero de enero hasta el pasado 12 de febrero, se han registrado 491 protestas y 32 saqueos, cifras que más allá de cualquier duda ponen de manifiesto que la crisis general del país dará lugar este año a un grado de conflictividad social inaudito, de muy alta y creciente peligrosidad a medida que las dificultades, agravadas por diversos factores, se haga ciertamente insoportable.

 

El primero y más evidente de estos factores ha sido el derrumbe de los precios del petróleo, casi único producto de importación, que ya no puede seguir financiando la generosa distribución de petrodólares a países como Cuba, Nicaragua o Bolivia sin agravar aún más la irreductible sequía de divisas para pagar hasta el servicio de la inmensa deuda pública ni financiar la importación de prácticamente todo lo que se consume en el país. El segundo es la consecuencia haber ocasionado la premeditada destrucción de la economía productiva del país con la retorcida intención de desmantelar el aparato económico privado para luego llegar al fin al paraíso del socialismo a la manera cubana. Hasta ahora el régimen podía atenuar los efectos de estas deformaciones financieras y económicas gracias a que el precio del petróleo venezolano se vendía en el mercado internacional a más de 100 dólares el barril, pero hoy en día, cuando su precio apenas alcanza los 20 dólares por barril, resulta imposible satisfacer hasta esa urgente necesidad.

 

La magnitud del problema es fácilmente comprobable al constatar que las colas que se hacen a las puertas de supermercados y farmacias de todo el país son cada vez más largas y que cada día aumenta el número de venezolanos indignados por verse obligados a esperar durante horas en esas colas, sin garantía alguna de que su paciencia será recompensada con la posibilidad de comprar una docena de huevos o un par de paquetes de harina pan. Minuto a minuto esta paciencia se convierte en rabia ciega, sobre todo, porque a veces ni sufrir la humillación diaria de esperar y esperar sirve. Es el drama humano que significa ser víctima de las distancias que separan una demanda cada vez mayor, de una oferta que se reduce sin remedio y unos precios, hasta el de la gasolina, que hacen muy difícil, casi imposible, la supervivencia de los venezolanos de menos recursos.

 

La conjunción de estos problemas, que desde todo punto de vista son insolubles por culpa de un gobierno incapaz de gestionar la crisis, tuvo su efecto más devastador con la derrota aplastante del chavismo en las elecciones parlamentarias del 6 de diciembre. Mucho más evidente si se tiene en cuenta que, comparada con la votación que obtuvo Maduro en la elección presidencial de abril de 2013, la del 6D sufrió una merma de dos millones de votos, y aunque la de la oposición apenas sumó 300 mil nuevo votos. Es decir, que el 6D no hubo un trasvase de votos, sino que dos millones de venezolanos que votaron por Maduro menos de tres años antes, se abstuvieron de votar por los candidatos del oficialismo en señal de rechazo a Maduro y a su gobierno.

 

En ese difícil punto del proceso las dificultades del régimen se transformaron en una amenaza real. O Maduro le cambiaba el rumbo a los pasos de la “revolución”, o el régimen tendría que admitir lo que hasta ese instante parecía imposible, verse de pronto acorralado por una Asamblea Nacional abiertamente opositora, y cuya mayoría calificada de diputados le notificaba al país que su agenda electoral a favor de cambios comenzaría de inmediato con dos acciones no transables, la aprobación de una ley de amnistía para los presos y perseguidos políticos del régimen y un cambio anticipado del gobierno Maduro.

 

Este fue el primer paso de la equivocada decisión de desconocer en el mundo real los resultados de la jornada electoral del 6D. La oposición tendría mayoría en la Asamblea, pero con este más que sumiso TSJ a su entera y militante disposición, el gobierno Maduro podría neutralizar por completo a un poder legislativo, que tras muchos años de ser un apéndice del Ejecutivo, estaba ahora a punto de retomar sus funciones. Como en efecto lo hizo desde que el pasado 5 de enero se estrenó la nueva Asamblea Nacional con tres hechos inéditos desde hacía mucho años: la autorización a la prensa de ingresar al Palacio Federal Legislativo y cubrir desde el propio hemiciclo parlamentario el desarrollo de todas las actividades de la Asamblea, la transmisión por radio y televisión, en vivo y directo, de los actos y debates parlamentarios, y el hecho insólito de que el presidente de la Asamblea tomara la palabra para responder y criticar abiertamente, sin derecho a réplica, el mensaje de Maduro rindiéndole cuentas al país de su gestión presidencial durante el año anterior.

 

A partir de este punto crucial Maduro y sus lugartenientes no lo dudaron ni un instante. “La pelea es peleando”, le advirtió a Henry Ramos Allup, su nuevo antagonista, ahora instalado en la presidencia de la Asamblea, y puso en marcha el mecanismo irregular de utilizar al Tribunal Supremo de Justicia para anular “legalmente” las decisiones que tomara la nueva y ahora hostil Asamblea Nacional.

 

La historia de esta resistencia numantina a reconocer la autoridad constitucional de la Asamblea para legislar y controlar, llegó a su extremo más irregular el pasado miércoles 3 de marzo, cuando en sentencia razonada en 80 páginas, y firmada por cuatro de sus 7 magistrados, la Sala Constitucional del TSJ despojó a la Asamblea Nacional de sus atribuciones constitucionales de legislar y controlar. La mal llamada revolución bolivariana se arrancaba así el último velo con el que aún disimulaba su progresiva deriva totalitaria y colocaba a los partidos de la oposición ante una disyuntiva política decisiva e ineludible. O acataban, aunque fuese a regañadientes, la instalación formal de un régimen de facto, a partir de hoy sin maquillaje alguno, o asumían, la defensa a ultranza de su legítima autoridad como poder público independiente y soberano.

 

La respuesta opositora no se hizo esperar y el jueves, en un discurso cargado de argumentos y emoción, el diputado Omar Barboza presentó el proyecto de un acuerdo parlamentario que denunciaba la sentencia del TSJ como un auténtico golpe de Estado y solicitaba de la OEA la aplicación de la Carta Democrática Interamericana de acuerdo con el artículo 20 de sus estatutos, en virtud de que con esta sentencia el gobierno sencillamente rompía el hilo constitucional. Antes de votar el proyecto del acuerdo, Ramos Allup advirtió que “el artículo 40 de la Ley Orgánica del TSJ exige (que sentencias como esta) estén firmadas por las dos terceras partes de la Sala Constitucional, es decir, por cinco de sus siete magistrados, pero sólo la firmaron cuatro. En consecuencia, esta es una sentencia inválida, no vinculante.”

 

Se abrió así un nuevo debate, no jurídico sino político, que a la cada día más caliente y tumultuosa agenda social del país, le añade un ingrediente explosivo. Dilucidar si en Venezuela existe un estado de Derecho, aunque sólo sea relativo y muy disminuido, o si el gobierno Maduro, con esta ilegal sentencia del TSJ, ha transgredido en realidad la línea roja de la legalidad constitucional, en cuyo caso lo que en definitiva tendrían entre manos los dirigentes de la oposición venezolana es un régimen de facto puro y simple. Sin adjetivos modificadores. En cuyo caso, y ese es un desafío de enorme complejidad, se abriría una interrogante crucial: ¿puede la Asamblea Nacional limitarse a seguir denunciando al régimen, aunque sus decisiones no tengan efectos jurídicos reales, como si a pesar de todos los pesares sus actividades se desarrollaran en el marco de una cierta normalidad democrática, o asumirán la defensa de la constitución de la única manera que luce plausible, tal como diversos diputados de la oposición plantearon durante el debate del jueves sobre la sentencia del TSJ, convocando a los ciudadanos a tomar la calle, con todas sus incalculables consecuencias?

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