Karina Sainz Borgo – Apagarse
El colapso eléctrico del lunes pasado sobrepasa la idea de la tiniebla
Amaneces un día sin luz. Al siguiente, sin explicaciones. Al otro, sin facultad alguna para auditar la causa del error y, por tanto, despojado de cualquier reparación. Se pierde un derecho y se renuncia a un deber. El desconcierto acaba por inducir a la desafección y la indolencia, una pendiente que conduce a los ciudadanos al desatino en sus más variadas formas, incluido aplaudir en los balcones.
Tomar por costumbre la excepción anestesia. De las siete vidas ciudadanas, llevamos consumidas al menos cuatro. Desde una pandemia gestionada cual apartheid o un volcán amortizado como olvido, hasta una riada convertida en tsunami o un colapso eléctrico como experimento sociológico. Ninguna línea se cruza de golpe. Existe siempre un proceso previo. Una vejación en apariencia mínima que acabará estallando como desmán.
¿Hasta cuándo puede un mismo hecho ser convertido en otro completamente distinto? ¿La luz deja de funcionar por sabotaje o por negligencia? Si hasta atemoriza formular en España una pregunta más pertinente en el caso de los colapsos eléctricos de la Cuba de Díaz Canel o la Venezuela de Maduro. ¿Es impericia o política de Estado? El apagón del lunes pasado —que dejó sin luz a España y Portugal y del que aún no hay una explicación oficial— sobrepasa la idea de la tiniebla. Nos conduce en realidad a la tribu, a la expresión más primitiva de la cueva. Puede alguien acostumbrarse a la penumbra con la misma rapidez con la que normaliza el robo, la corrupción o el desgobierno. Sólo es cuestión de ir perdiendo pasos. Entre la espada y la pared, alguien acaba vendiendo la espada como una opción.
Hasta en las circunstancias más adversas, el ser humano administra y recompone su miseria. Se acomoda en ella y, creyéndose virtuoso, acaba convirtiendo su supervivencia en vejación. Qué diferencia la capacidad de doblarse como un bejuco de la renuncia. Llegar a sentirse tan sobrepasado en la capacidad de asombro, como para dar por cierta la más elemental utilería. La imposibilidad de dar respuesta a la pregunta cómo hemos llegado hasta aquí comienza en ese día remoto en el que renunciamos primero a las palabras y luego al derecho a defenderlas. Por cuál feminismo puedo batirme en duelo, cuál energía renovable merece mis desvelos y qué tanto saben de mis derechos quienes dicen defenderlos. ¿Era Illa médico cuando asumió el ministerio de Sanidad? ¿Es Beatriz Corredor ingeniero?
En los casos más extremos, para mantenerse a salvo, se depreda. El asunto va desde las acusaciones de impuro o converso hasta la delación más elemental por no ser lo suficientemente creyente, lo suficientemente patriota ni lo suficientemente comprometido. Es la vieja historia del fuego amigo o del acto de arrepentimiento y retractación como forma de reeducación a través del castigo. Qué ganas le entran a uno de apagarse, de que lo desenchufen, de no escuchar más la monserga que te suelta primero un ministro y luego un amigo. Por extenuación se renuncia a todo. Incluso a la luz. A mí que me apaguen.