Svetlana Alilúyeva, la hija liberal de Stalin que desafió al tirano de la URSS
Iósif Stalin junto a su hija Svetlana Alilúyeva, en 1935.
La escritora Monika Zgustova recrea en ‘Las rosas de Stalin’ cada uno de los episodios que vivió Svetlana, la hija del dictador. En 1966 huyó a la India y de ahí a EEUU, donde criticó a la Unión Soviética y cambió su nombre por el de Lana Peters.
La infancia de Svetlana Stalina, más conocida como Svetlana Alilúyeva (1926-2011), transcurrió como la de cualquier otro niño. Juegos con sus hermanos (Yákov y Vasili) en el jardín. Reuniones en familia. Dibujos y murales de abedules ilimitados. Salvajes. Veranos en la casa de ‘Zubálovo’. Comidas multitudinarias en el bosque. Columpios. Culebras en tarro. Erizos en los balcones. Fresas, frambuesas y arándanos. Lo único diferente era su padre: Iósif Stalin.
Este paisaje rústico y luminoso se convirtió en un gran zarzal gris y rojo a partir del 9 de noviembre de 1932. Aquel día, su madre, Nadezhda Allilúyeva, dirigió con sigilo y sin apenas ruido su revólver Walter hacia el corazón. Lo hizo en soledad, estado en el que vivió desde que llegó al Kremlin. Tiro limpio. Directo. Exacto. Svetlana, que entonces tenía seis años y medio, se hizo adulta sin quererlo.
Hace cinco años la escritora Monika Zgustova (Praga, 1957) descubrió a Svetlana en una librería de Nueva York. Allí, en una de esas antiguas casas de inicio de siglo, donde las páginas ocres se superponen unas sobre otras, y las cubiertas rígidas, cosidas a mano, permiten viajar en el tiempo, se percató de que las memorias de la hija de Stalin eran también las suyas.
Las dos buscaron refugio en La India después de que el terrorífico «hombre de acero» (significado del sobrenombre Stalin o Iósif Vissariónovich Dzhugashvili, según su partida de nacimiento) arrasara con su hoz y martillo la tierra verde y fértil que las vio nacer.
La influencia de Gandhi
Svetlana lo sopesó durante un tiempo y al final dio el paso a finales de 1966. Destino: La India-EEUU. Fue en América donde cambió su nombre por el de Lana Peters. Huyó del Kremlin por rebeldía. Por asfixia. Por miedo de lo que era y de lo que nunca llegaría a ser. Libre. Quería descubrir si aquella palabra, aquel estado que estudió en las páginas de Gandhi, existía fuera de la utopía filosófica.
A Monika le pasó al revés. Fueron sus padres quienes a medidados de los 70 tomaron la iniciativa de amarrarse a las aguas del Ganges para luego navegar en las del Hudson. Ese crucero en el que se embarca la hija de Stalin entre la dictadura y la libertad es el que recorre ‘Las rosas de Stalin’ (Galaxia Gutenberg, 2016), o como indica la propia escritora influida por Flaubert, «Svetlana c’est moi».
«Me di cuenta de que compartíamos historia familiar. Cómo decidió emigrar, refugiarse, cómo vivió en el exilio o qué significaba para ella vivir en libertad me obsesionó. Escribía mucho, escuchaba música india y me dejé seducir por todo su mundo«. Cuando se le pregunta si le hubiera gustado ser ella lo tiene claro, «para nada. Creo que Svetlana era una persona profundamente infeliz«. Suspira aliviada y separa quién es quién en cada momento.
Secretos de familia en portada
La muerte de su mujer trastocó a Stalin de por vida. Buscó culpables, causas, cuestionó su entorno, sus libros, sus ideas, incluso la llegó a considerar contraria al régimen, pero lo que nunca llegó a plantearse era el grado de responsabilidad que había tenido él en aquel trágico final.
«Enterraron a mamá sus amigos y parientes; caminaba tras el féretro su padrino, el tío Avel Enukidze. Mi padre perdió el sosiego por mucho tiempo, y ni una sola vez visitó la tumba de mamá en Novodévichi. No podía. Consideraba que mamá se había ido como enemigo personal suyo», recordaba la misma Svetlana en cada una de las líneas que conforman ‘Rusia, mi padre y yo. Veinte cartas a un amigo‘ (Planeta, 1967).
La verdad la descubrió con 16 años. Tras varias lecturas de periódicos y revistas como ‘Life’ o ‘Fortune’, Svetlana comprendió que todo lo que le habían contado sobre el ataque de apendicitis,- la causa oficial que el régimen dio sobre la muerte de su madre-, era mentira. «De pronto di con un artículo sobre mi padre en el que, como algo conocido desde mucho tiempo antes, se hacía referencia al hecho de que su mujer, Nadiezhda Serguéivna, se había suicidado en la noche del 9 de noviembre de 1932. Me quedé aterrada, no creía a mis propios ojos, más lo horrible era que lo creía con el corazón. Corrí hacia la abuela y le dije: ‘Lo sé todo, ¿por qué me lo han ocultado?», anotaba en su misiva.
Leer y trabajar con estos textos es lo que ha hecho posible que Monika comprenda y recree cada una de las vivencias de Svetlana, hija y superviviente del estalinismo. «No fue víctima mortal, pero sí fue víctima de su padre, porque no la dejaba ser ella misma. Cada vez que tenía que encontrarse con él estaba aterrorizada. Vivía en el Kremlin como en una cárcel», explica la escritora retrotrayéndose a esa ansiedad que vivió la protagonista de su novela.
A pesar de su oposición y de ser una persona diferente a su padre, ella fue al y fin y al cabo un emblema del régimen. «Svetlana para sí misma era una persona y quería que la gente la tratara como tal, pero tanto para la Unión Soviética, como para EEUU y Europa Occidental era un símbolo, una especie de arma con la que luchar el uno contra el otro en plena Guerra Fría».
Los sueños de Stalin producen monstruos
Stalin quería que la URSS fuera una de las grandes potencias mundiales costara lo que costara. La concepción imperialista y victoriosa que tenía no sólo de él mismo, sino del pueblo que dirigía, posibilitó la transformación del país con una economía y una sociedad industrializada.
Cambios que se desarrollaron en los distintos planes quinquenales, entre los que destacan la colectivización de la tierra o la mejora de la industria de base. Medidas que posibilitaron que en 1949 la URSS fuera considerada una superpotencia económica y nuclear a la altura de EEUU. El precio a pagar: Persecuciones, represión y millones de fallecidos. Viktor Zemskov, historiador ruso y miembro del Instituto de Historia Rusa, cifra las muertes políticas en 1,4 millones.
«Con la misma violencia impuso la colectivización forzosa de la agricultura. Hizo exterminar o trasladar a pueblos enteros como castigo para solucionar problemas de minorías nacionales, y sometió todo el sistema productivo a la estricta disciplina de una planificación central. Con inmensas pérdidas humanas consiguió, sin embargo, un crecimiento económico espectacular», enumera Álvaro Lozano en ‘Stalin, el tirano rojo‘(Nowtilus, 2012).
Lozano también señala que esa dictadura del terror y la «represión impedía que se expresara el malestar de la población, apenas compensada con la mejora de los servicios estatales en transporte, sanidad y educación».
La India, tierra prometida
Descripción con la que la escritora Zgustova coincide. «Stalin soñaba con un gran imperio, que fue lo que creó, pero de terror absoluto, tanto para su propio país como para los que estaban bajo su influencia. Aunque convirtió a Rusia en un país importante fue un tirano y desde mi punto de vista sus logros no justifican el terror que representó«, sentencia.
A continuación, expulsa el sufrimiento de su familia para que el receptor tome conciencia sobre el verdadero significado de Stalin . «A mi padre lo llevaron a la cárcel varias veces. Allí lo torturaban para convertirlo en colaborador del régimen, en delator, pero él no se dejó doblegar. Cuando nacimos les dijeron que no nos iban a dejar estudiar, que no nos iban a dejar hacer nada, que los hijos serían las víctimas. Mi madre acabó con los nervios destrozados, como Svetlana. Fue ella la que insistió en que teníamos que refugiarnos en otro país más libre», relata algo dolorida .
De la misma manera que le pasó a la hija de Stalin, La India se convirtió para la familia de Monika en la tierra prometida. «No nos dijeron nada hasta que no estuvimos a punto de subir al avión», y sonríe orgullosa ante el protocolo de seguridad que crearon los suyos.
Espiada por su propio padre
Svetlana también sufrió la tiranía del régimen con sus familiares y parejas. Uno de sus primeros novios, Alekséi Kápler, permaneció durante diez años exiliado en Vorkutá, Rusia. Con Grigori Morózov, su primer marido de origen judío y padre de su hijo Iósif, tuvo varios problemas. El antisemitismo de Stalin le llevó no sólo a rechazarlo, sino a oponerse a la boda.
Yuri Zhdánov, de origen hebreo, fue su segundo marido. Con él tuvo a su hija Yekaterina. Boda, hijo y divorcio en un año. Pero incluso cuando Stalin murió, en 1953, los prejuicios y principios conservadores de la dictadura continuaron persiguiendo a Svetlana. El perjudicado esta vez fue Brajesh Singh, un comunista hindú con el que Svetlana intentó contraer matrimonio, prohibido bajo todos los conceptos.
Lo único que pudo hacer por él fue desplazarse a la India con un permiso especial que le costó varios meses conseguir, para así entregar a la familia de Singh las cenizas del mismo.
El continuo acoso y espionaje al que le sometió Stalin, y la influencia que ejercieron sus colaboradores, entre ellos, Lavrenti Beria, propiciaron que la relación entre padre e hija se rompiera por completo.
Ella misma lo relataba así en una de sus cartas. «En 1938 Beria se asentó en esta capital y empezó a visitar a mi padre diariamente y en él influyó hasta la muerte. Considero que Beria era más astuto, más pérfido, más alevoso, más cínico, más constante, más duro, y por consiguiente, más fuerte que mi padre. Mi padre tenía fibras débiles, podía dudar, era más confiado, más rudo, más brusco: era más sencillo«.
La India, que en principio iba a ser un viaje de ida y vuelta, se convirtió en la primera de las paradas de aquella vida nómada que buscaba el anonimato. «Lo hubiera podido conseguir cuando estaba dando clase en la universidad de Princeton, pero como víctima de su padre y de sí misma, no podía quedarse en un sólo sitio. Siempre tenía ganas de huir de un sitio a otro«, detalla la autora de la obra.
Tras psicoanalizar a la protagonista traza su perfil emocional. «Tenía rasgos dictatoriales. Necesitaba controlar a la gente. Así, poco a poco, acabó convirtiéndose en un pequeñito Stalin«.
Hitler y Stalin, distintos pero iguales
Ambos eran enemigos públicos y dictadores totalitarios. La persecución política e ideológica,el antisemitismo y los campos de concentración (Gulags en la URSS), son algunas de las características que comparten tanto el régimen de Stalin como el de Hitler.
Similitudes que son mínimas ante las diferencias que existían entre ambos. Álvaro Lozano señala en ‘Stalin, el tirano rojo’ que «al contrario que Hitler, Stalin no era un orador. Desconfiaba de las emociones suscitadas por quienes poseían ese talento, y siempre rechazó caer en el discurso fácil (…) El estalinismo no consistió únicamente en represión y encarcelamiento. Por el contrario, fue un sistema complejo, económica y socialmente revolucionario».
Pero Monika ve más cosas en común que en contra. «Hitler y Stalin son dos dictadores muy parecidos por el terror que desarrollaron en sus países. Con Hitler hubo campos de exterminio donde se liquidaron judíos, comunistas, gente de izquierdas, gitanos, homosexuales. En la Unión Soviética hubo campos, ahora llamados gulags, que también eran campos de liquidación. Allí se mezclaban los presos políticos con los presos comunes».
Un terror que obviaron algunos ilustrados europeos. «Muchos intelectuales de izquierdas se dejaron seducir por Stalin. Jean Paul Sartre construyó su carrera de intelectual defendiendo la Unión Soviética pasara lo que pasara, incluso apoyaba la intervención militar de Checoslovaquia en el 68, que son cosas imposibles de defender. Por suerte, la gente joven de hoy lo ve desde una perspectiva muy distinta«.
Más de sesenta años después de su fallecimiento, el espíritu de Stalin sigue presente en Rusia. Para unos es la representación de una nación fuerte, para otros el terror personificado. Cuestión de opiniones. «A Putin le gusta cultivar el mito de Stalin, no lo desmitifica como Gorbachov. Es un heredero del régimen que estableció Stalin porque está educado por la KGB. Sabemos que Putin no da órdenes de matar a disidentes, las da Kadýrov (presidente de la República de Chechenia), que tiene carta blanca de hacer con ellos lo que quiera. Por eso Putin le puso en ese puesto», remarca con dureza la escritora.
Monika volvió a Rusia en 1999, en el décimo aniversario de la caída del muro de Berlín. Lo que entonces observó nada tenía que ver con lo que recordaba. «Por una parte vi a una clase opulenta, y por otro, a gente mayor que vendía cualquier cosa que encontraba para poder comer. Esos contrastes tan brutales duelen. Todo se ha vendido a un capitalismo desenfrenado, salvaje y mafioso. ¿Después de tantos años de sufrimiento comunista, cuando se intentó llegar a un equilibrio en la sociedad, esto? Queda el debate abierto.