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Arturo Pérez-Reverte: Una historia de Europa (CVIII)

A pesar de que a esas alturas de la Historia no había fecha en la que no pudiera conmemorarse el recuerdo de algún desastre o alguna atrocidad, la matanza colectiva que Europa vivió entre 1914 y 1918 no conocía precedentes. Nunca una guerra había movilizado a tanta gente (70 millones de combatientes no sólo europeos, pues las grandes potencias trajeron carne de cañón de las colonias), nunca había causado tanto estrago en la población civil, con bombardeos, deportaciones, ejecuciones y violaciones, y nunca había sumado tantos muertos en la tierra ni en el mar (10 millones de seres humanos enviados al otro barrio). Por lo general se culpa a la agresión alemana y austrohúngara (la vieja doctrina del canciller Bismarck sobre el uso de la fuerza para resolver problemas políticos), pero en realidad todos los bandos mojaron pan en la salsa. Alemania quería un blindaje de estados-tapón controlados por ella en Polonia, Bélgica y el Báltico, además de anexionarse Luxemburgo y la cuenca siderúrgica francesa, establecer una unión aduanera en Centroeuropa, una red de bases navales y, de postre, un imperio colonial propio en África para trincar materias primas, como todo cristo. Francia también tenía sus ambiciones, que eran su propio estado-tapón en Renania y recuperar Alsacia y Lorena (perdidas en 1871, cuando los prusianos les dieron las suyas y las del pulpo). Por su parte, Italia pretendía sacar a Austria de los Alpes y echar mano a sus posesiones en la costa dálmata. Gran Bretaña, por supuesto, iba también a su negocio: mantener el dominio de los mares (para lo que necesitaba destruir la potente flota naval del Káiser) y apoderarse de las colonias africanas de Alemania. En cuanto a la Rusia todavía zarista, la pretensión era asegurarse el control absoluto de Polonia, país largamente mártir en sus manos. Y como guinda del pastel, Turquía, en plena decadencia y cayéndose a pedazos, buscaba salvar los muebles aliándose con Alemania para evitar, después de haber perdido los Balcanes en las guerras nacionalistas de allí, que ahora ingleses y franceses se repartieran entre ellos, como pretendían, Siria, Iraq, Palestina, Jordania y Líbano, flecos del antiguo e inmenso imperio otomano. De esa forma, los dos equipos de grandes potencias, pequeños actores aparte, se alinearon según gustos e intereses, aunque no todos declarasen la guerra al mismo tiempo, ya que algunos se fueron incorporando sobre la marcha. De una parte estaban Gran Bretaña, Francia y Rusia, a las que acabaron uniéndose Italia y los Estados Unidos; y de la otra, Alemania, Austro-Hungría y Turquía. Con esos ingredientes, tres sangrientas fases iba a tener la escabechina que, con todo motivo, se denominó Gran Guerra. La primera fue de movimientos iniciales y grandes ofensivas (de agosto a noviembre de 1914), cuando para atacar a Francia los boches invadieron Bélgica, y tras durísimos combates (casi llegan a París, los hijoputas) el general Joffre logró pararles los pies en la batalla del Marne. La segunda fase, más característica de esta guerra (diciembre de 1914 a octubre de 1917) es la del estancamiento de los frentes y la sucia guerra de trincheras (vean la extraordinaria película Senderos de gloria y se harán buena idea), en la que ofensivas alemanas como las de Verdún (163.000 muertos franceses y 143.000 alemanes) y el Somme acabaron en carnicerías masivas que apenas movieron los frentes. La tercera y última fase (de diciembre de 1917 a noviembre de 1918) se caracterizó por el retorno de los grandes movimientos y ofensivas. Gracias a la revolución en Rusia, que dejó inactivo el frente oriental, Alemania pudo otra vez pegar fuerte en el oeste, haciendo retroceder, a costa de un millón de bajas propias, a ingleses y franceses; hasta que la contraofensiva aliada (Estados Unidos ya intervenía en la guerra) la puso contra las cuerdas. Marca distintiva de esta cadena de barbaridades fue el empleo de nuevas tácticas y armas como gases tóxicos, aviación y carros de combate, que encarnizaron la barbarie del asunto. Además, a los anales de la vileza humana añadió la Primera Guerra Mundial una cruda novedad: la guerra total, despiadada incluso en el mar, donde además de los grandes desembarcos (ingleses y australianos en Gallipoli) y las grandes batallas navales (Jutlandia), el afán germano por rendir por hambre a Gran Bretaña desembocó en la cruel guerra submarina del Atlántico, que atacaba todo comercio por vía marítima no sólo con los aliados, sino también con los países neutrales. Sin embargo, ahí acabó saliendo el tiro por la culata, pues fue precisamente el hundimiento del transatlántico norteamericano Lusitania el pretexto de los Estados Unidos para intervenir en la guerra.

 

[Continuará].

 

 

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