Carlos Granés «La izquierda no puede robar»
«No robar es demasiado poco en una democracia, una obviedad que ni siquiera debería ser tema de un debate parlamentario»
Ilustración de Alejandra Svriz.
Solo cuando se rompen las cañerías y la pestilencia brota como un chorro de petróleo, la opinión pública, sobre todo los atrincherados en esas mediocres batallitas culturales, abren los ojos, reaccionan, se llevan las manos a la cabeza. Han tenido que salir los nombres de las prostitutas que frecuentaban Ábalos y Koldo; han tenido que revelarse conversaciones en las que dos pesos pesados del PSOE se repartían comisiones y mordidas; ha tenido que aparecer la «fontanera» Leire buscando trapos sucios con los cuales destruir a quienes investigaban toda esta podredumbre; ha tenido que pasar todo esto para que de pronto los fieles a la causa y los partisanos de Pedro Sánchez se cayeran del zarzo.
Pero toda esta inmundicia que hace ruido y ocupa titulares, siendo gravísima, no es lo peor de este Gobierno. El elemento más corrosivo del sanchismo ha sido la forma en que naturalizó la idea que quien está en el poder puede hacer lo que sea para conservarlo y evitar la alternancia, desde cambiar las leyes y hacer interpretaciones antojadizas e interesadas de la Constitución, hasta colonizar con partidarios las instituciones, convertir el CIS en un centro de agit prop y trocar la política en una variante empobrecida de la ficción literaria.
El escándalo le ha permitido a Gabriel Rufián dar lecciones morales en el Congreso. «Grábenselo a fuego –le dijo a la bancada socialista hace unos días–: la izquierda no puede robar». Lo dijo convencido de su pureza y de su honestidad, como si aquello fuera una gran gesta ética. En realidad, era un truco, una engañifa. Porque lo que la izquierda no puede hacer es mucho más. Ni en España ni en ninguna otra parte puede deslegitimar las instituciones, sembrar dudas sobre la idoneidad del poder judicial, comprar su permanencia en la presidencia con indultos y amnistías, repartir canonjías estatales a cambio de votos, adaptar las leyes a sus necesidades inmediatas, favorecer a sus parientes y a sus amigos, atacar a la prensa independiente y pervertir la información pública, gobernar solo para los propios –llámense catalanes, vascos o progresistas– y fomentar el odio, el resentimiento, los muros y las divisiones cada vez que toman la palabra.
En realidad, esto no lo puede hacer nadie en una democracia. Ni Trump desde la derecha, ni Sánchez desde la izquierda. El peor vicio de la política contemporánea es que los líderes que llegan al poder empiezan a reclamar esa excepcionalidad en nombre de causas mayores, que bien pueden ser el pueblo, las políticas progresistas o la amenaza del wokismo o de la ultraderecha. «La gente nos necesita», escribió un despistadísimo Patxi López en X el pasado 13 de junio. «El pueblo no se rinde», repite el descontrolado Gustavo Petro. «Mis seguidores están cada vez más enamorados de mí», se jacta el megalómano de Trump. Pareciera que siempre hay algo más importante que la democracia y el Estado de derecho; parecería que cualquier ley o cualquier institución, hasta la Constitución misma, pueden ser sacrificados en nombre del pueblo, que tanto necesita o que tanto ama a sus líderes.
No robar es demasiado poco en una democracia, una obviedad que ni siquiera debería ser tema de un debate parlamentario. Si se pone como vara de medir, como indicador de la honestidad o de la pureza izquierdista, es porque en estos tiempos solo la evidencia pública del robo y de la miseria hacen tambalear a los políticos. Pero son mucho más graves y difíciles de enmendar la corrupción institucional, el desprecio por las reglas de juego, la erosión de los mecanismos de control. Rufián puede sacar pecho porque no ha robado ni tiene una agenda con Jessicas y Nicoletas. Con eso se da por bien servido, pasando por alto que el independentismo catalán ha sido uno de los más grandes agentes corruptores del sanchismo. ERC y Junts per Catalunya han aprovechado la debilidad parlamentaria de Pedro Sánchez para sonsacarle indultos, amnistías, excepcionalidad fiscal, modificación a la carta del delito de malversación, condonación de la deuda pública catalana, traspaso de la red de cercanías… Ábalos, Santos Cerdán y Koldo sacaron tajada de contratos y de empresas; Rufián y los independentistas, toda suerte de concesiones del Estado.
Eso ha sido lo verdaderamente grave de este Gobierno, la disposición de Pedro Sánchez a dejarse extorsionar, a romper consensos, a legitimar lo iligitimable, a prostituir la socialdemocracia con el nacionalismo, a desfigurar al PSOE hasta la monstruosidad, a enfrentar y atrincherar a la sociedad, y a hacer cuanto fuera necesario para fijar un relato que colara mediáticamente, dando a entender que todo esto era progresista y que se hacía por el bien de España. En realidad, todo se hacía por el poder, que corrompe y ensucia mucho más que el dinero y los puticlubs.