
A tres semanas de que se cumpla un año del fraude electoral que impidió el cambio político en el país la discusión pública, en la medida que se pueda hacer, y privada debería centrarse en qué ocurrió y en cómo se puede revertir el curso de los acontecimientos que mantienen en el poder a Nicolás Maduro y la camarilla que lo acompaña en Miraflores.
El cambio político tuvo un respaldo abrumador en las urnas. El desarrollo de una organización eficiente para el día electoral permitió documentar el tamaño de la victoria, nunca antes registrada en una elección presidencial ni en los mejores tiempos de Carlos Andrés Peréz y Hugo Chávez, a pesar del ventajismo del régimen a lo largo de toda la campaña electoral. Fue un logro indudable llegar a la fecha electoral y poder demostrar, con las actas en la mano, la voluntad de los electores. Y, además, darle a esa victoria una repercusión que convirtió a Maduro en un dictador de facto a los ojos del mundo.
Pero el resultado no condujo a la asunción del poder. El régimen desconoció la decisión de los electores y desató una feroz represión contra el liderazgo político y social, desde simples y eficientes activistas hasta cabezas visibles de organizaciones políticas, también defensores de derechos humanos y periodistas. La represión, además, arreció para establecerse como un signo permanente de disuasión y terror. Para que ni una sola hoja atreva a moverse en el país, porque el castigo será mayúsculo, indiscriminado y sin piedad.
No se produjeron quiebres en el mundo militar que debilitaran el apoyo armado del régimen, a pesar de los reiterados llamados a la Fuerza Armada Nacional para que cumpliera su rol institucional de “garantizar la independencia y soberanía de la nación”, de acuerdo con el artículo 328 de la Constitución Nacional.
El amplio rechazo internacional al mandato ilegítimo de Maduro resulta, sin embargo, insuficiente para su desalojo del poder, porque, entre otras consideraciones, las propias organizaciones regionales donde se citan los gobiernos de la región carecen de la fuerza y hasta del interés necesarios para presionar por el establecimiento de un proceso de negociación política que abra la vía para la transición democrática, como ocurrió en otras etapas históricas en, por ejemplo, la convulsa Centroamérica de las últimas décadas del siglo pasado, en las cuales la Venezuela democrática tuvo un papel relevante.
Tampoco el deterioro económico conmueve a los jerarcas al mando, fruto de una mezcla por igual de rapiña e incompetencia, más el impacto de sanciones internacionales que denuncian como una agresión inconcebible, siempre, en cualquier caso, menor que el daño que su largo y tenebroso mandato ha causado al país, a sus riquezas, a sus gentes y a sus instituciones.
Sobran los motivos para el descontento y la protesta, para salir de esta penosa e insufrible situación política, económica y social, que ha hecho retroceder a la nación a etapas oscuras de las dictaduras militares de la primera mitad del siglo pasado, superadas por la organización política de fuerzas disímiles, claridad estratégica y el anhelo de que los venezolanos sean dueños de su destino.