Al terminar en 1918 la primera gran guerra mundial, los vencedores sostuvieron que tanto dolor, destrucción y muerte habían valido la pena, porque, gracias a ese inmenso, aunque estéril, sacrificio colectivo, ya no habría más guerras en el mundo. Muy pronto se vería que esa rotunda afirmación no pasaba de ser un fantasioso sueño de verano, porque de aquellos escombros surgieron los más extremos regímenes totalitarios, el comunismo en la naciente Unión Soviética bajo la conducción de Yosef Stalin, el fascismo de Benito Mussolini en Italia y el nazismo de Adolf Hitler en Alemania. Se necesitaría un nuevo y devastador conflicto mundial para ilusionarse con la idea de que ahora sí la razón y la esperanza volverían a marcar el rumbo de la humanidad.
Por esa visión ajustada al universo de los buenos deseos de siempre y a los libros de ayuda actuales, aquella nueva y costosísima victoria militar de los buenos de la película se celebró en agosto de 1945 con una explosión de júbilo popular mayor aún que la de 1918, pero la derrota de Hitler y Mussolini en Europa y, poco después, de la casta militar en Japón, apenas constituyó una brevísima pausa en la ciega carrera del mundo hacia la nada. El estallido de la muy mal llamada Guerra Fría y el peligro que instalaron en la conciencia de todos las bombas atómicas arrojadas sobre Hiroshima y Nagasaki trazaron las coordenadas de lo que a partir de aquel punto crucial de la historia ha resultado ser un conflicto entre Estados Unidos, la Unión Soviética y sus secuelas, mucho más encubierto que las dos grandes guerras mundiales, pero igualmente devastadora. Y potencialmente mucho más sombrío.
No obstante, la celebración de aquella victoria aliada le dio un fuerte impulso a quienes en América Latina luchaban contra feroces dictaduras militares en nombre del mismo derecho del hombre a ser libres que había guiado lo que parecía ser una gran alianza planetaria contra el mal. Por esa misma razón, muchos miembros de los círculos políticos y académicos de Estados Unidos, incluso de un sector importante del Departamento de Estado norteamericano, se preguntaban si en efecto los tradicionales dictadores latinoamericanos le brindaban a Washington ventajas suficientes para derrotar una futura penetración comunista en la región, o si no sería muchísimo más beneficioso para los intereses de Estados Unidos apoyar la aparición y el fortalecimiento de regímenes democráticos y reformistas, pues a pesar de que en su seno pudieran engendrarse múltiples peligros desestabilizadores, a la larga, esta apertura ofrecía la oportunidad de facilitar la progresiva liberación de las graves tensiones políticas y sociales de los pueblos latinoamericanos por la válvula de escape de una democracia formal, controlada y condicional. Un espejismo que se robusteció tras la caída de algunas emblemáticas dictaduras latinoamericanas, la de Perón en Argentina, de Odría en Perú y de Pérez Jiménez en Venezuela, sin que ello perturbara las relaciones de Estados Unidos y sus vecinos del sur.
El problema fue que estos buenos deseos se hicieron trizas de golpe y porrazo el primero de enero de 1959, cuando un joven y casi desconocido abogado cubano llamado Fidel Castro, convertido por Herbert Matthews y The New York Trimes en un romántico Robin Hood latinoamericano, desató, a solo 90 millas náuticas de la Florida, una revolución comunista aliada a la Unión Soviética en pleno apogeo de la ya muy caliente Guerra Fría entre Washington y Moscú. Un imprevisto salto en el vacío de todos los protagonistas del drama regional, que le dio al mundo un vuelco apocalíptico al ponerlo, en octubre de 1962, a un paso del temido holocausto nuclear.
Cuando Fidel Castro tomó el poder en Cuba, las opciones que la realidad política le presentaba a los espíritus latinoamericanos más inquietos eran muy simples: democracia o dictadura. Ahora, superada la crisis de los misiles con el acuerdo Kennedy-Jruschev sobre el destino de Cuba y la declaración de Castro de que él y su revolución siempre habían sido, eran y seguirían siendo marxistas-leninistas, el dilema se hizo otro: democracia representativa según el modelo estadounidense o revolución socialista a la manera cubana. Desde entonces, el proceso político latinoamericano ha sufrido muchos sobresaltos y ha vivido múltiples experiencias, pero no ha vuelto a ser lo que era, porque las insalvable contradicciones entre lo que significan democracia representativa, utopía de una sociedad de iguales y régimen socialista ajustado a la implacable visión estalinista de la realidad no han permitido despejar, hasta el día de hoy, la incógnita que le permita alcanzar a la región el objetivo de conformar un sistema que permita conciliar gobernabilidad, libertad y equilibrio social.
En aquellos inciertos años sesenta, el esfuerzo por apaciguar los ánimos latinoamericanos, alterados por la revolución cubana, el fiasco de Bahía de Cochinos y la desigualdad social, resultó decisivo el papel que desempeñó W. W. Rostow, asesor del presidente Kennedy en la elaboración de su política para América Latina, autor The Stages of Econmic Growth: A Non-Comunist Manifesto, publicado en 1960, quien al terminar la Segunda Guerra Mundial había respaldado la política del presidente Harry Truman de ayudar económica y financieramente a Grecia y Turquía con la finalidad de impedir la expansión soviética en Europa occidental. Ahora, sostenía Rostow, para neutralizar el “mal ejemplo” de la revolución cubana, era imprescindible erradicar de América Latina las condiciones de subdesarrollo y miseria que la convertían en un polvorín y promover su desarrollo económico. Sólo de este modo, afirmaba, podría Estados Unidos garantizar la seguridad regional y la conservación de sus vastos intereses estratégicos y económicos en el hemisferio occidental.
En apoyo a esta audaz proposición acudió involuntariamente Raúl Prebisch, por esos días secretario general de la Comisión Económica de Naciones Unidas para América Latina (CEPAL), al plantear con ardor la tesis de que el origen de todos los males regionales había que buscarlo en la naturaleza periférica de las economías de América Latina, dominadas por la de Estados Unidos. De acuerdo con esta interpretación “cepalista” de la dependencia, la manera de superar efectivamente los conflictos que acechaban a la región, tanto por las graves contradicciones que se generaban en su seno, como por la proyección del modelo revolucionario cubano, era alentar programas de reforma agraria y de acelerada industrialización, ambos a nivel continental, que les permitiera a las naciones latinoamericanas incrementar la producción de alimentos, mejorar las condiciones de vida de la población campesina y sustituir muchos productos importados por manufacturas nacionales. Es decir, la Alianza para el Progreso.
Ya sabemos lo que ocurrió con este segundo fracaso de Kennedy en América Latina. Lo que no podía pensarse es que, con el paso de los años y la creciente frustración de todos los sectores de la sociedad latinoamericana, en tiempos de Ronald Reagan y de la mano de Jean Kirkpatrick, su muy poderosa embajadora ante las Naciones Unidas, el dilema que se le presentó entonces a la región dejaría muy pronto de ser entre democracia y dictadura, o entre democracia representativa y revolución socialista, para ser, simplemente, sin matices que dieran lugar a interpretaciones menesterosas, entre autoritarismo y totalitarismo. De esa concepción radical sobre las opciones de América Latina al iniciarse la década de los años ochenta nos ocuparemos la próxima semana.