Bendito Abascal, bendito patriota de mármol
Las limitaciones del líder son la mejor garantía contra el auge de la ultraderecha: su torpeza, su folclore y su estética de souvenir protegen a España de que Vox llegue (todavía) más lejos.

Santiago Abascal no trabaja. O, mejor dicho, no se le nota. Y ese es, paradójicamente, su mayor mérito político. No porque su inacción sea virtuosa –no lo es–, sino porque encarna como nadie el principio de delegación divina. El caudillo de Vox no hace política: la representa. Y ni siquiera con la solemnidad de un César ni la inteligencia perversa de un Maquiavelo, sino con la contumacia folclórica de quien se disfraza de sí mismo, recita el pregón patriótico y desaparece del mapa hasta la próxima romería constitucional.
Decir que Abascal es vago sería poco generoso. Es, en rigor, un milagro de la desidia. Una estatua ecuestre de carne y hueso que se fotografía con banderas, con motos, con corbatas de España y con la nobleza marcial del torso henchido. Nunca ha hecho nada relevante, y aún así ha logrado lo inaudito: convertir a Vox en la primera fuerza entre los jóvenes, sin programa económico, sin liderazgo intelectual, sin estructura orgánica, sin prensa amiga. ¿El secreto? Él mismo. Una especie de Juan Sin Tierra, pero con chaqueta entallada de Massimo Dutti.
La ultraderecha española estaría mucho más arriba en las encuestas si hubiera encontrado un líder con fuste, con colmillo, con vocación ejecutiva. Algo parecido a lo que representan Marine Le Pen en Francia, Geert Wilders en Países Bajos, Giorgia Meloni en Italia. O hasta Javier Milei, si se prefiere el esperpento ilustrado. El caso es que Vox tiene un ideario que cabría en un estribillo –España, cristianismo, familia, toros, fronteras–, y un líder que no lo desarrolla porque tampoco lo entiende. Abascal no elabora discursos. Recita mantras. Y lo hace con esa solemnidad broncínea que le da haber sido niño de Aznar, escolta de Esperanza Aguirre, funcionario de sí mismo y, desde hace una década, patriota freelance.
Su gran aportación a la política nacional no ha sido ideológica, sino estética. Ha devuelto el concepto de la facha ibérica, ya no como reliquia del franquismo, sino como tendencia hipster. En una España hastiada de tibiezas, de tecnocracias y de correctismos, Abascal aparece como el último mohicano de la testosterona. Un macho alfa con barba recortada y de aspecto árabe –el karma– que desprecia los matices como si fueran feminismos infiltrados. Y que no siente necesidad de explicar nada. Porque todo lo dice la bandera. Todo lo grita la patria. Todo lo ordena la nostalgia.
Vox no sube gracias a él, sino a pesar de él
Y, sin embargo, lo más fascinante del fenómeno Abascal no es su discurso ––inmune a las hemerotecas– ni su carisma –más bien rudimentario–, sino su inercia. Vox no sube gracias a él, sino a pesar de él. Y ese es el verdadero riesgo. Porque si la ultraderecha española, con su retórica de cruzada y sus aficiones a la taxidermia, ha alcanzado cuotas tan notables con un líder de cartón piedra, ¿qué no podría conseguir con un estratega competente? ¿Qué no lograría con una Marine Le Pen, capaz de camuflar el radicalismo bajo barnices sociales, con dominio de los tempos parlamentarios y carisma transversal?
Afortunadamente –y esto conviene celebrarlo–, Vox se ha encomendado a un currela del marketing sentimental, no al doctor Frankenstein. Abascal no representa un proyecto, sino un decorado. No define una doctrina, sino una estética. No articula una alternativa, sino una rabieta. Y por eso resulta tan inofensivo en lo político como fascinante en lo antropológico.
Porque Vox ya no es –si es que alguna vez lo fue– un reducto de nostálgicos del franquismo. Sus votantes no llevan el yugo y las flechas tatuadas. No evocan a Onésimo Redondo ni a Calvo Sotelo. No rezan el rosario de rodillas. Son jóvenes, urbanos, digitales, memes y bitcoins. Es la España del cringe, de la red pill, del resentimiento posmoderno. Una generación que ha convertido el nihilismo en ideología y la ironía en militancia. Lo de menos es el contenido. Lo que importa es la demolición. Y, para demoler, Abascal les sirve. Como tótem. Como desahogo. Como bufón armado.
La ultraderecha sube. Y sube sin que le haya pesado ni la deriva trumpista, ni el insulto a Zelenski, ni el desdén por la cultura, ni siquiera la torpeza diplomática de haber vitoreado a Donald Trump cuando el expresidente llamó a boicotear los intereses económicos de España. Todo eso habría hundido a cualquier otro partido. Pero Vox vive en la inmunidad de los instintos. Su votante no razona: siente. No compara: padece. No se informa: reacciona.
Y en ese ecosistema de adrenalina tribal, el liderazgo de Abascal es ideal. No molesta. No cuestiona. No piensa. Es un icono de pantalla, un fondo de armario. Un modelo de Instagram patrio que se asoma a los medios solo para decir que «España no se rompe» o que «los niños tienen pene y las niñas tienen vulva». Porque todo lo demás lo hace la indignación.
Tiene mérito. Convertirse en profeta nacional sin haber leído un libro. Dirigir un partido sin haber ido a un pleno. Encabezar una oposición sin oposición. Abascal es un caso de estudio, como lo fue en su momento el llanero solitario de la política italiana, Beppe Grillo, aunque sin la inteligencia ácida del cómico ni el desparpajo del agitador. Aquí el agitador es de cartón, y su cólera es performativa. Se le oye rugir en Vistalegre, y luego se le pierde el rastro durante meses, como si la patria solo lo convocara en festivos y días de guardar.
Su votante no razona: siente; no se informa: reacciona
Santiago Abascal es, por decirlo así, la exégesis de la política sentimental en un club de fútbol imaginario. No porque haga negocios, sino porque preside un club sin vestuario, sin táctica y sin entrenador. Pero que sigue ganando partidos por pura evocación. Porque lo importante no es la victoria, sino la identidad. Y ahí reside la trampa.
La izquierda lo fomenta (lo necesita). El PP lo tolera como a un primo lejano y ruidoso. Europa lo mira con sorna. Y él, mientras tanto, sigue cazando jabalíes, posando en motos, organizando cruzadas contra el lenguaje inclusivo y repitiendo que «no hemos venido a hacer amigos, sino a salvar España». Salvarla de qué, no se sabe. Pero la frase funciona. Como funciona su barba, su acento, su épica low cost.
Y funciona sobre todo su inutilidad. Porque si algo hemos aprendido es que la ultraderecha española no necesita ideas. Le basta con tener un ídolo de piedra. Una voz cavernaria. Un pastor sin ovejas. Un cruzado sin cruz. O, mejor dicho, un maniquí del Zara con alma de Cid Campeador.
Ese es Abascal. La gran noticia de la política española. Porque mientras él lidere la ultraderecha, la ultraderecha seguirá siendo una amenaza contenida, una amenaza kitsch. Una amenaza disfrazada de patria que no sabría gestionar ni un bar de tapas en el barrio de Salamanca.
No estamos aquí frivolizando. Abascal empuña un discurso incendiario e irresponsable. La crisis de Torre Pacheco ha descolgado el fanatismo de la pureza étnica, la doctrina de la expulsión en masa, la fantasía de las deportaciones. Y el regreso a unos orígenes que devolverían a España el crucifijo, el orden feudal y el vuelo rasante del aguilucho.
Lo peor de la España que sueña Abascal es que pudiera cumplirse. Lo mejor es que este modelo de regresión, oscurantista, haya recaído en el líder político menos capacitado para propulsarlo.

Rubén Amón /Madrid, 1969). @Ruben_Amon: Periodista y escritor.
Dirijo