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Aristeguieta: El Nuevo Desorden Mundial

 

 

Hoping for the best, prepared for the worst
and unsurprised for anything in between
Maya Angelou 

 

Para quienes nacimos y estudiamos en la segunda mitad del siglo XX, el mundo se dividía -grosso modo- en dos bloques estables: por un lado Estados Unidos, Gran Bretaña, Francia y el resto de lo que conocemos como Occidente o el mundo libre; y por otro lado la Cortina de Hierro, es decir, la URSS y sus Estados satélites,  o el Este y la dictadura comunista. Dos bloques, dos poderes ideológicamente antagónicos en su manera de ver la economía, los derechos y deberes de sus ciudadanos, la relación entre las instituciones y poderes públicos, o entre los gobernantes y los gobernados.

Ese mundo dividido en dos también competía en sus formas de ver la cultura, o en la conquista del espacio, el avance científico, así como en la academia, donde se desarrolló como nunca antes la conceptualización de políticas públicas relativas a las relaciones entre los Estados incluyendo su incidencia en el progreso económico y social.

No obstante, ese orden mundial, nacido del  resultado de la repartición del mundo entre los países aliados durante  la Segunda Guerra Mundial resultando vencedores de la Alemania de Hitler, la Italia de Mussolini y Japón, y que nos sirve todavía de referencia paradigmática cuando intentamos entender el mundo de hoy, era,  desde su origen, una anomalía.  O digamos cuando menos una novedad en respuesta a la capacidad de destrucción nuclear adquirida por los países más poderosos, lo que obligaba a una forma de entendimiento distinta que permitiera pasar de una larga historia mundial de guerras calientes a una larga guerra fría, apoyada en una arquitectura internacional de instituciones y normas basadas en el Derecho Internacional, en el diálogo, la cooperación y la construcción de consensos.

Viéndolo en retrospectiva, y de nuevo, a grandes pinceladas, se trataba de un salto cualitativo en materia de relaciones internacionales hasta entonces reservadas a espacios bilaterales,  cortesanos, opacos,  regidas por guerras y pactos entre territorios, reinados e imperios. Dicho de otro modo, poco importa en qué siglo de la historia nos situemos, hasta mediados del siglo XX, no existía el constructivismo de la ONU, ni las teorías del sur global o del centro y la periferia; ni la promoción de la democracia y los derechos humanos como parte del menú internacional  exportado desde Europa y Estados Unidos al resto del mundo como forma de gobierno que promoviera la paz y la seguridad.

Desde que el mundo es mundo y hasta el establecimiento del mundo bipolar y la Guerra fría, las diferencias entre países se resolvían por la fuerza justificadas en la seguridad nacional y el poder. La intervención armada era considerada como un medio legítimo para restablecer gobiernos, muchas veces apoyados en  alianzas móviles, pragmáticas y variables, de acuerdo con intereses puntuales, sin que obedecieran a ideologías más allá de sus nacionalismos, poderío militar, económico o comercial para imponerse o doblegar.

Una suerte de todos contra todos, tratando de impedir que alguno concentrara demasiado poder por encima de los otros.

Entonces, el mundo de hoy, ¿no se parece un poco más a ese mundo anterior a la Segunda Guerra Mundial que al que se construyó posteriormente y que desde hace lustros parece extinguirse ante nuestros ojos?

Estamos en un momento de caótico reordenamiento en el que prevalece una lucha por evitar que ningún poder tenga una total hegemonía. Durante el siglo XIX lo llamamos el Equilibrio de Poder a través del Concierto Europeo, hoy algunos lo llaman el Mundo Multipolar. Pero es más que eso, puesto que no todos son polos con capacidad nuclear. Es desorden y reacomodo mientras que cada quién intenta imponerse cual Napoleon versión siglo XXI. Nos cuesta entender, por ejemplo, el apoyo de Israel a los drusos sirios, o el de Brasil a China, Rusia e Irán a través del BRICS. Nos cuesta darle lectura ordenada a un mundo que ya no se divide en Mundo Libre y Cortina de Hierro, o en la lucha de las democracias contra los autoritarismos. Incluso ver que el antiamericanismo destile una suerte de preferencia por Irán, o peor aún, por organizaciones terroristas como el Hamás, o que Ucrania se vea desamparada por sus tibios socios europeos tanto como por el poder militar de Estados Unidos, y que en definitiva, en nombre del comercio, una intelectualidad acomodaticia y el oportunismo político, Occidente se suicide a diario. Lo que nos salva, por los momentos, es justamente el disuasivo nuclear, pero será cuestión de tiempo para que esa línea también se borre.

Nunca como ahora habíamos visto o vivido tan de cerca el realismo político como en este caos de apoyos pragmáticos, quirúrgicos, que apenas comienza.

Y que mientras el desorden se reordena, mientras Estados Unidos intenta mantener su hegemonía frente a cada vez más poderes intermedios y variopintos que se lo disputan, aparecerán tantas propuestas alternativas como intereses existan: desde el renovado neoconservadurismo que intente mantener un espacio de diálogo y cooperación multilateral fortalecido y operante, hasta el neoreflectivismo utópico que alimente la frustración y la incapacidad de discernir, de entender que el mundo es como es, y que, para que sea como lo deseamos, debemos ser capaces de comprenderlo a cabalidad sin emitir juicios de valor.

Todas las opciones de porvenir parecen ser posibles en este momento, y mucho dependerá de cómo evolucionen algunos de los conflictos más importantes. Esto, sumado a la omnipresencia de las relaciones internacionales en la cotidianidad del ciudadano común, no debe sino reforzar nuestra tarea como  analistas internacionales para tratar de dar luces sobre este nuevo desorden mundial.

 

 

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