Armando Durán / Laberintos: Autoritarismo y totalitarismo en América Latina (3 de 3)
En la noche del 12 al 13 de agosto de 1961, el Kremlin y Eric Honecker le dieron consistencia material a la metáfora de Winston Churchill sobre el “telón de hierro” tendido por la Unión Soviética al iniciar, sin previo aviso, la construcción de los primeros 45 kilómetros del muro de Berlín. Para 1975, los ladrillos de aquella primera versión de la barrera que partía en dos a Berlín, a Alemania, a Europa e incluso al mundo, se había transformado en una compleja muralla de 120 kilómetros, de casi cuatro metros de hormigón armado, con alambradas electrificadas y campos de minas. Durante 28 años fue la infamante señal de una guerra -nadie sabe a ciencia cierta por qué fue llamada “fría”- que dividía a los habitantes del planeta en dos universos al parecer irreconciliables. En octubre de 1989, el hartazgo de los berlineses pudo más que el terror, y las masivas manifestaciones de protesta, al calor de los cambios que se insinuaban en la Unión Soviética, obligaron a Honecker a renunciar a su cargo. Pocos días después, el 9 de noviembre, su sucesor anunció que se eliminarían las restricciones para viajar a Berlín occidental y en ese mismo instante, decenas de miles y miles de berlineses se precipitaron sobre los únicos tres puntos de tránsito en el muro, y con mandarrias, martillos o con las manos lo derrumbaron.
Ese fue el principio de un proceso que tomó por sorpresa al mundo dos años después, el 26 de diciembre de 1991, cuando las máximas autoridades políticas de las 15 repúblicas que desde 1922 habían conformado la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas (URSS) firmaron el llamado Tratado de Belavezha, mediante el cual todas ellas se declaraban independientes. En términos prácticos, aquella decisión, cuyo origen fue una mezcla de la ineficiencia del sistema puesta más que en evidencia a raíz de la catástrofe de Chernóbil, un desplome sin remedio de la economía y las medidas de apertura política (glasnost) y de sustitución del sistema de economía planificada por un capitalismo de Estado (perestroika) al estilo chino adoptadas por Mikael Gorbachov, marcó el fin oficial de la Guerra Fría. Para unos, incluso, el fin de la historia. Para otros, menos pretensiosos, el fin de las ideologías. En todo caso, un imprevisto vuelco que de golpe le arrebató todo su sentido a la diferenciación ideológica con que Jeane Kirkpatrick había querido reducir las múltiples maneras de gobernar, al menos en América Latina, a dos únicas opciones posibles: regímenes autoritarios, doctrinalmente de derechas, es decir dictaduras anticomunistas, con las que Estados Unidos podían entenderse y cooperar, o autocracias revolucionarias, o sea, dictaduras comunistas, enemigas de los intereses de Estados Unidos y, por lo tanto, enemigas de occidente.
En realidad, Kirkpatrick, más que fijarle a la región el rumbo a seguir, en realidad constataba un hecho que estaba en pleno desarrollo desde que en 1964 los militares brasileños derrocaron al presidente Joao Goulart. Desde entonces, el signo de las dictaduras latinoamericanas por venir, en Bolivia, Uruguay, Argentina y Chile seguirían ese nuevo camino. Hasta Alfredo Stroessner, dictador paraguayo a la vieja usanza desde 1954, comprendió que el signo de los nuevos tiempos imponía que los gobernantes le añadieran a la fuerza el ingrediente ideológico que le imprimiera a su gobierno una respetabilidad que ciertamente no tenía. Así pudo conservar el poder hasta 1989 y marcharse tranquilamente al exilio en Brasil, donde murió años más tarde.
Para ese momento, ya se habían desmoronados las principales dictaduras de la región. La de Bolivia, por una huelga general que obligó al Congreso Nacional a reconocer la elección de Hernán Siles Suazo; la de Argentina, por su derrota en Las Malvinas y el colapso de la economía argentina en 1982, acontecimientos que precipitaron la celebración de elecciones democráticas y la victoria de Raúl Alfonsín, candidato de la Unión Cívica Radical; en Uruguay, por el creciente malestar social y la crisis económica, situaciones que facilitaron las negociaciones entre la dictadura y las fuerzas políticas del país, y la celebración de elecciones, que ganó José María Sanguinetti, del partido Colorado; por último, en 1985, la presión popular obligó a los militares brasileños a celebrar la elección indirecta de un nuevo presidente, resultando elegido Tancredo Neves, quien no pudo asumir el cargo por razones de salud y fue sustituido por su vicepresidente, José Sarney.
Otros dos decisivos sucesos políticos se encargarían de cerrar con broche de oro este turbulento período de buena parte de América Latina por eliminar aquellas implacables dictaduras militares, cuyos excesos no le quitaban un minuto de sueño a los jerarcas del poder político occidental, por cometerse en nombre de una seguridad nacional medida por los intereses estratégicos de Estados Unidos. El primero fue el gradual desfallecimiento de la violencia revolucionaria, cuyo golpe de gracia lo propinó Mijaíl Gorbachov en abril de 1989 durante su visita oficial a Cuba, en el curso de la cual el propio Fidel Castro puso en evidencia la ruptura ideológica entre La Habana y Moscú al señalar públicamente que las sociedades soviéticas y cubanas eran histórica y culturalmente distintas y que en función de esas diferencias, las políticas que en una de ellas resultaban exitosas no tenían por qué correr la misma suerte en la otra. Se refería, por supuesto, a los entonces muy espinosos temas de la perestroika y el glasnost, que poco después llevaría al enjuiciamiento y ejecución del general Arnaldo Ochoa y la prisión y muerte por presunto infarto de general José Abrantes, ministro del Interior, ambos partidarios de los cambios que proponía Gorbachov. Una ruptura que provocaría la radicalización de la revolución cubana por reiterar Castro su fidelidad absoluta al socialismo, decisión que condenó a los cubanos a padecer muchos años de escasez de todo en el marco de una severa economía de guerra, calificado en el reino de los tapujos como “Período especial en tiempos de paz”, y que desencadenó la peor crisis económica sufrida por Cuba hasta que la elección de Hugo Chávez, en diciembre de 1998, acudió en su ayuda. Precaria ayuda, pero ayuda, al fin y al cabo. Hasta el día de hoy.
El otro suceso fue que este clima de cambios llegó finalmente a Chile el 5 de octubre de 1988, cuando la mayoría del 92 por ciento de los electores registrados que acudieron a las urnas de ese día crucial votaron por el No al continuismo del general Augusto Pinochet en el poder que había ejercido, a sangre y fuego, desde septiembre de 1973. Aquella votación dio lugar a negociaciones que condujeron a una decisiva reforma constitucional y a la elección, el año siguiente, del demócrata cristiano Patricio Aylwin.
Así se cerró en América Latina este ciclo tan rotundamente valorado por Kirlpatrick de regímenes autoritarios y regímenes totalitarios, gracias al derrumbe del muro de Berlín y la disolución de la Unión Soviética, absolutamente imprevistos, y el inicio de una rápida desideologización de la actividad política. Proceso mediante el cual, casi automáticamente, el dilema entre gobiernos se hizo mucho menos drástico, entre regímenes de derecha y regímenes de ultraderecha. Sin que ni en uno ni el otro, la ideología sea un factor de polarización, sino apenas un estorbo pasajero. Y que hoy, en un mundo donde las tendencias de izquierda y las buenas intenciones sociales han ido perdiendo relevancia, los hombres más poderosos del planeta, Donald Trump, Vladimir Putin y Xi Jinping son gobernantes de conductas que no responden en absoluto a los conceptos burgueses de democracia representativa ni de estado de bienestar social sino todo contrario. Razón también por la que podemos percibir, en legítima interpretación de una realidad muy próxima a la ciencia ficción, que cada día, con gobiernos más extremistas en término de limitaciones políticas, económicas y sociales, esos autócratas se entienden muy bien directamente entre ellos, sin intermediarios personales o institucionales que interfieran, y sin contrapesos de poderes, partidos políticos ni medios de comunicación independientes, cuyas tareas ya comienzan a realizarlas sus asesores especiales, la desinformación como política comunicacional, las redes sociales y el desarrollo de los mecanismos de la llamada inteligencia artificial. Una realidad muy palpable que nos obliga a prefuntarnos si después de debatirnos entre democracia y dictadura, entre regímenes autoritarios y totalitarios, entre gobiernos autocráticos y más autocráticos, paso a paso, pero sin pausa, no nos hallamos ya en la antesala de una nueva odisea del espacio.