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Rodolfo Izaguirre: Simplemente María

Cédula de una zuliana.

Cédula de una zuliana.

 

Durante largos años, Maracaibo y todo el estado Zulia arrastraron el protagonismo de llamar a sus hijos por nombres copiados de conocidas empresas o programas televisivos como el caso de Esso, nombre de un  programa noticioso titulado El reporter Esso, o convertir a la Armada de Estados Unidos en el nombre de pila de quien en vida tuvo que llamarse Usnavy. Hay padres desaprensivos que imponen nombres impropios o inadecuados a sus hijos, como ocurrió con un amigo de mi papá. No lo conocí, pero se decía de él que era constructor, mostraba un físico ingrato y se llamaba Macarrón. Después de una larga y costosa travesía por los tribunales logró desprenderse del Macarrón, pero le quedó anclado en el alma el apellido Rosquette y tuvo que soportar en sus días de incordio una penosa soltería porque ninguna chica quería comprometer su nombre con alguien de apellido tan poco atractivo. ¡Nunca supe si era verdad lo que de él se decía!

Un día encontré en el anuario telefónico el nombre de Angelo Assolutissimamente y me dije que se trataba de una buena crónica: unos padres sicilianos al no parecerles suficiente ángel, al niño recién nacido lo ahogan con el superlativo más superlativo que existe en el mundo. Lo llamé, pero contestó de mala gana y su nombre desapareció del anuario.

Fue también el caso de mi amigo José Lira Sosa (Maturín,1931-1995), poeta surrealista que tuvo que enfrentar y oponerse a la rígida obediencia del realismo estalinista y defender, al mismo tiempo, la bella libertad de su poesía cuando escribía poéticas líneas como ésta: “Virginia no existe, solo su sombra está dotada del uso de la razón”. Pero el conflicto ideológico-literario que lo hostigaba no se encontraba únicamente en la estética estalinista sino, en mayor grado, en el enfrentamiento de sus apellidos porque un sensible poeta como él no puede tocar una lira sosa.

En Roma me vi obligado a bañarme en los baños públicos y descubrí que en el rincón del que me tocó esa vez estaba el nombre de Cleopatro Cobianchi, su dueño o diseñador, y grité a Manuel Caballero que se bañaba al lado: “!El dueño de esta vaina se llama Cleopatro!” y respondió de inmediato: “!Debe ser uno de esos tipos raros!”.

El poder de la Iglesia me ha asustado desde niño porque me prohibía comer carne en Viernes Santo o bañarme ese día porque podría convertirme en pescado. El idiota que en el Padre Nuestro tradujo “debitio” como “deuda” en lugar de “obligación” perturbó mi niñez porque le preguntaba a mi hermano Omar, dos años mayor que yo, qué era “deuda” y me decía que era algo que se debe y hay que pagar. “Pero yo no le debo nada a nadie”, y él respondía: “¡No sé. Pero es palabra de Dios!”. Estableció en la mujer la imposibilidad de ejercer el sacerdocio, les prohibió entrar al templo con la cabeza descubierta, les insinuó nombres evangélicos y sigue negando las uniones de sexo contrario.

Hubo un tiempo en el que todo hombre debía llamarse José y toda mujer María.  En la España franquista, mientras bendecía los cañones del siniestro caudillo por la Gracia de Dios, la Iglesia bautizaba niñas llamadas Asunción, Rosario, Purificación, Concepción, Caridad, nombres que heredó el país venezolano hasta que comenzamos a entrelazar nombres y concedimos rareza poco católica a los nombres de los hijos. El mío, de origen germano, no era bien visto hace más de noventa años por el cura de la parroquia porque de seguro sentía que algún azufre luterano se escondía en una de las tres vocales del nombre. Peor era el desalentador gesto del padre de llamar al hijo Remo o Segundo existiendo Rómulo y sabiendo que antes de Segundo siempre hay un Primero.

Olvido el número de mi cédula de identidad, pero recordaré durante lo que me queda de vida al fornido y moreno chofer de taxi que al verme dijo con imperiosa voz: “¡Me llamo Raquel!” Y agregó: “Todo está en el acento” y enumeró: “Rafael, Rafaela; Manuel, Manuela; Daniel, Daniela”. El problema es que existe Raquel, pero no Raquela y aquel hombre sufría lo indecible a causa del Raquel equivocado que le regalaron sus padres. “Tengo tres hijos”, agregó. “Lo mas probable, pensé, es que no le gusten las mujeres y para desafiar a la Raquel de su nombre se ve obligado a extremar su virilidad y llenarse de hijos”. “Así son los disparates venezolanos”, me dije desconsolado al bajarme del taxi.

Debería existir una disposición legal que permita cambiar voluntariamente el nombre a partir de cierta edad y  proteger a Remo, a Raquel o a Macarrón y ¿por qué no? a Fernando Andrés o a Antonio José si es que les desagradan sus nombres y quieran cambiarlos por Usnavy o Macarrón.

No deja de ser una exagerada prolongación ideológica llamar Lenin, Ilich o Stalin al hijo del enervado comunista o bautizar como se llegó a hacer alguna vez a Marisela o a Maigualida, las hijas del adeco apasionado lector de Gallegos. El hijo mayor de Nicolás Curiel se llama Miguel. Nació en Londres y su padre quiso llamarlo Mao por la admiración que sentía hacia Mao Tse-tung. Lo persuadí aduciendo desgracias personales que acosarían y lastimarían en Venezuela al recién nacido hasta convertirlo en viejo y aburrido solterón como Macarrón. Lo llamarían en la escuela Miao, Mamao. Se le haría cuesta arriba encontrar novia… Fue una dura tarea, pero logré convencer a Nicolás y finalmente lo llamó Miguel, un nombre de mucha firmeza católica.

Cada vez que Miguel me ve, ¡me pide la bendición!

Salvador Garmendia conoció en Barquisimeto a un sujeto que llegaba al bar, sacaba el revólver, lo ponía con duro golpe sobre la mesa y decía: ¡Me llamo Amorfiel!

En la hora actual bolivariana reinan los nombres disparatados que se forman uniendo las primeras letras o sílabas de los familiares o poniendo sus nombres al revés como Nébur por Rubén o manifestando la más desatada imaginación. En el barrio pueden convivir chicos y chicas que responden a los nombres de  Aygleen, Alwid, Braner, Donláyker, Jelm, Josmadély, Sairith, Yiset y muchos mas. Se trata con ello de afirmar una libertad que no se posee, que es ilusoria, y creo que nunca ha nacido en el barrio una niña llamada Corina. ¡No es nombre de barrio sino de urbanización! Pero estoy también por creer que muy pronto Corina será un nombre que orgullosamente las madres en los callejones del barrio pondrán a sus hijas porque con la clara y vigorosa presencia de Milnovecientos aprendieron a ser mujer y la propia Corina, instalada con pleno derecho y honor en el más alto sitial de nuestra Historia, ha dejado de llamarse así porque ahora, convertida en ardiente y combativo símbolo de la mujer, se llama simplemente María.

 

 

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