DemocraciaDemocracia y PolíticaEleccionesPolítica

Adversarios y enemigos

1459154229_587245_1459157379_noticia_normal_recorte1Se ha hablado mucho de la cultura del pacto, pero llega el momento, y se sigue con la cultura del bipartidismo: debe gobernar o la derecha o la izquierda. El error del PSOE es pensar que Podemos es homologable con las izquierdas europeas

Los términos derechas e izquierdas, a pesar de su carácter difuso, de su indeterminación, siguen siendo orientativos a la hora de observar el mapa político de un país. Lo que sucede es que no bastan para delimitar de forma exacta ni las fronteras que separan las distintas ideologías y actitudes políticas, ni tampoco para describir los valores e intereses que tras ellas se esconden.

El nacimiento de esta dicotomía se suele atribuir a la posición de los diputados en la Asamblea durante los años de la Revolución Francesa: a la derecha de la presidencia se sentaban los absolutistas y a la izquierda los revolucionarios (es decir, los liberales, aunque entonces aún no se les designara con este nombre). Ese parece ser el origen de estos términos. Aunque si estudiamos el período, ni siquiera allí la distinción era clara. Muchos liberales de 1789 fueron perseguidos y guillotinados: de la izquierda habían pasado, sin moverse, a ser considerados de derechas por sus antiguos compañeros.

Por tanto, derecha e izquierda quizás sirvan históricamente como orientación general para distinguir dos bloques diferenciados, pero si esta distinción no se matiza ni concreta, el esquema puede llegar a simplificarse tanto que analíticamente sea poco útil. Sólo queda su valor emocional: “¡soy de derechas!”, “¡soy de izquierdas!”. A la utilización como justificación del verbo “ser”, tan metafísico, se le puede añadir “¡como mi padre y como mi abuelo!”, todo lo cual puede resultar psicológicamente reconfortante para quien lo proclama, pero, en todo caso, presupone un enfoque muy poco racional, excesivamente sentimental, una actitud más estética que política.

La imprecisión de estos términos todavía fue más evidente tras la II Guerra Mundial. El antifascismo generó una solidaridad entre derechas e izquierdas democráticas: conservadores, liberales, cristianodemócratas, socialdemócratas e, incluso, comunistas en el caso italiano formaron un bloque político que dio lugar a la común aceptación del Estado democrático y social de derecho, plasmado en las Constituciones de posguerra y en muchos tratados internacionales, incluidos los que fueron construyendo la unidad de Europa.

Naturalmente que había diferencias en las políticas económicas y sociales, pero en todo caso había unos principios comunes. La fiscalidad y el grado de intervención estatal eran distintos, las políticas de bienestar también, pero ningún partido relevante, en el marco de las tendencias políticas antes mencionadas, ponía en cuestión ni la economía de mercado como el mejor sistema económico para aumentar la riqueza de un país, ni las prestaciones públicas en educación, sanidad y servicios sociales como elementos para contribuir a la igualdad social entre ciudadanos. La diferencia entre derechas e izquierdas, dentro de los partidos que no propugnaban una organización social radicalmente alternativa, se centraba, pues, no en el modo de producción de bienes sino en la forma de distribuirlos.

Como sostuvo Bobbio, la divergencia entre derechas e izquierdas estaba en dar preferencia al valor libertad sobre el valor igualdad o viceversa: la derecha anteponía la libertad, la izquierda la igualdad. Pero nadie negaba que en una sociedad justa ambos valores tenían una cuota importante. Que esta fuera mayor o menor distinguía a la derecha de la izquierda.

Todo este largo preámbulo viene a cuento antes de examinar las dificultades reales de la formación de un Gobierno en España. Como es sabido, hasta las recientes elecciones en las que se ha roto el bipartidismo, la mayoría parlamentaria que se requería para investir a un presidente sólo precisaba de uno de los partidos mayoritarios y, si no era suficiente, se negociaba hasta obtener el apoyo de las minorías nacionalistas. Ahora la situación ha cambiado. Con el actual reparto de escaños estas minorías no son suficientes y es necesario algún tipo de pacto entre el PP y el PSOE, todavía los dos grandes partidos.

Sin embargo, con argumentos distintos, PP y PSOE se resisten a pactar. El PP ha planteado desde el primer momento la gran coalición a la alemana, es decir, un acuerdo con el PSOE y Rajoy de presidente. El planteamiento tiene su lógica y su razón: es el partido más votado, no el que ha ganado las elecciones, como dicen, pero sí el más votado. Ahora bien, al renunciar Rajoy a encargarse de alcanzar una mayoría para la investidura perdió la ocasión de hacer lo que mientras tanto estaban llevando a cabo PSOE y C’s: pactar un programa. Esto hace que este pacto, al parecer muy sólido, sume ahora la mayoría relativa más numerosa de la cámara. Ahora lo que no se entiende es que el PP todavía no haya iniciado contactos para introducir modificaciones a ese programa que resulten aceptables para todos.

Pero tampoco se entiende que el PSOE intente un pacto con Podemos. Antes hemos visto cómo había una homogeneidad básica entre conservadores, liberales y socialdemócratas en la Europa de los últimos 70 años. No es raro, pues, llegar a un pacto. En el último año se ha hablado mucho de la cultura del pacto, del tiempo nuevo que se anunciaba en la política española. Pues bien, llega el momento, y se sigue con la cultura del bipartidismo: debe gobernar o la derecha o la izquierda. Y el error del PSOE es pensar que Podemos es un partido homologable con las izquierdas europeas.

Podemos no es este tipo de partido. Por sus raíces ideológicas y por la práctica política que está demostrando, es un partido de cuño distinto, más preocupado por llevar a cabo una estrategia que le conduzca al poder que por elaborar un programa pactado con voluntad de cumplirlo. Los diversos giros políticos que ha dado en menos de dos años son suficientes para desconfiar de su lealtad, más aún cuando su líder exhibe un estilo parlamentario demagógico, calcado de las peores tertulias televisivas, que le convierten en un socio nada fiable.

Lo que deberían hacer los dirigentes socialistas es demostrar a los españoles que Podemos no es un partido de izquierdas sino un partido populista. No les sería difícil, ya existe una buena literatura al respecto. Por tanto, el PSOE debería abandonar los intentos de pactar con Podemos e intentar acordar con el PP las modificaciones imprescindibles del programa conjunto elaborado con C’s. La difícil situación por la que atraviesan los conservadores españoles facilitará, sin duda, el acuerdo.

Los pactos de gobierno, cuando hacen falta, se establecen con los adversarios. Pero nunca debe pactarse con los enemigos, aquellos que quieren destruirte y cuyo único motivo para pactar es alcanzar esta finalidad.

Francesc de Carreras es profesor de Derecho Constitucional.

Botón volver arriba