Mario Vargas Llosa: Un alto en el camino
Flaubert decía que “se vive para escribir”. En ochenta años, la mayor parte de ellos dedicados a la escritura, la literatura se funde con la vida
Cumplir ochenta años no tiene mérito alguno, en nuestros días cualquiera que no haya maltratado excesivamente su organismo con alcohol, tabaco y drogas lo consigue. Pero tal vez sea una buena ocasión para hacer un alto en el camino y, antes de reanudar la cabalgata, mirar atrás.
Lo que yo veo son historias, muchísimas, las que me contaron, las que viví, leí, inventé y escribí. Las más antiguas, sin duda, son aquellas que me contaban en Cochabamba la abuelita Carmen y la Mamaé para que fuera tomando la sopa y no me volviera tuberculoso. La tisis era el gran cuco de la época, como lo sería décadas después el sida, al que, ahora, la medicina también ha conseguido domesticar. Pero de cuando en cuando se desatan todavía las pestes medievales que asolan el África, como para recordarnos de vez en cuando que es imposible enterrar del todo el pasado: lo llevamos a cuestas, nos guste o no.
He conocido en mi larga vida muchas personas interesantes, pero, la verdad, ninguna está tan viva en mi memoria como ciertos personajes literarios a los que el tiempo, en vez de borrar, revitaliza. Por ejemplo, de mi infancia cochabambina recuerdo con más nitidez a Guillermo y a su abuelito, a los tres mosqueteros que eran cuatro —D’Artagnan, Athos, Portos y Aramís—, a Nostradamus y a su hijo y a Lagardère que a mis compañeros del Colegio de la Salle donde, en la clase del hermano Justiniano, aprendí a leer (maravilla de las maravillas).
Algo parecido me pasa cuando recuerdo mis años adolescentes de Piura y de Lima, donde no hay ser viviente que esté tan vivo en mi memoria como el Jean Valjean de Los miserables cuya trágica peripecia —largos años de cárcel por haber robado un pan— me estremecía de indignación, así como la generosidad de Gisors, el activista de La condición humana que regala su arsénico a dos jóvenes muertos de pavor de que los echen vivos a una caldera y aceptan esta muerte atroz, me sigue conmoviendo como la primera vez que leí esa extraordinaria novela.
Es difícil decir la inmensa felicidad y riqueza de sentimientos y de fantasía que me han dado —que me siguen dando— los buenos libros que he leído. Nada me apacigua más cuando estoy en ascuas o me levanta el espíritu si me siento deprimido que una buena lectura (o relectura). Todavía recuerdo la fascinación maravillada con que leí las novelas de Faulkner, los cuentos de Borges y de Cortázar, el universo chisporroteante de Tolstói, las aventuras y desventuras del Quijote, los ensayos de Sartre y de Camus, y los de Edmund Wilson, sobre todo esa obra maestra que es To the Finland Station que he leído de principio a fin por lo menos tres veces. Lo mismo podría decir de las sagas de Balzac, de Dickens, de Zola, de Dostoiesvki, y el difícil desafío intelectual que fue poder llegar a gozar con Proust y con Joyce (aunque nunca conseguí leer el indescifrable Finnegans Wake).
Quiero dedicar un párrafo aparte a Flaubert, el más querido de los autores. Nunca olvidaré aquel día, recién llegado a París en el verano de 1959, en que compré en La Joie de Lire, de la rue Saint-Séverin, aquel ejemplar de Madame Bovary, que me tuvo hechizado toda una noche, leyendo sin parar. A Flaubert le debo no sólo el placer que me depararon sus novelas y cuentos, y su formidable correspondencia. Le debo, sobre todo, haberme enseñado el escritor que quería ser, el género de literatura que correspondía a mi sensibilidad, a mis traumas y a mis sueños. Es decir, una literatura que, siendo realista, sería también obsesivamente cuidadosa de la forma, de la escritura y la estructura, de la organización de la trama, de los puntos de vista, de la invención del narrador y del tiempo narrativo. Y haberme mostrado con su ejemplo que si uno no nacía con el talento de los genios, podía fabricarse al menos un sucedáneo a base de terquedad, perseverancia y esfuerzo.
Había mucho de locura en querer ser escritor en el Perú de los años cincuenta, en que yo crecí y descubrí mi vocación. Hubiera sido imposible que lo consiguiera sin la ayuda de algunas personas generosas, como el tío Lucho y el abuelo Pedro. Y más tarde, en España, sin el aliento de Carlos Barral, que movió cielo y tierra para poder publicar La ciudad y los perros, salvando el escollo de la severa censura de entonces. Y de Carmen Balcells, que hizo esfuerzos denodados para que mis libros se tradujeran y vendieran a fin de que yo pudiera —algo que siempre creí imposible— vivir de mi trabajo de escritor. Lo conseguí y todavía me asombra saber que puedo ganarme la vida haciendo lo que más me gusta, lo que pagaría por hacer: escribir y leer.
Ya se ha dicho todo sobre esa misteriosa operación que consiste en inventar historias y fraguarlas de tal manera valiéndose de las palabras para que parezcan verdaderas y lleguen a los lectores y los hagan llorar y reír, sufrir gozando y gozar sufriendo, es decir —resumiendo— vivir más y mejor gracias a la literatura.
Escribí mis primeros cuentos cuando tenía quince años, hace por lo menos sesenta y cinco. Y sigue pareciéndome un proceso enigmático, incontrolable, fantástico, de raíces que se hunden en lo más profundo del inconsciente. ¿Por qué hay ciertas experiencias —oídas, vividas o leídas— que de pronto me sugieren una historia, algo que poco a poco se va volviendo obsesivo, urgente, perentorio? Nunca sé por qué hay algunas vivencias que se vuelven exigencias para fantasear una historia, que me provocan un desasosiego y ansiedad que sólo se aplacan cuando aquella va surgiendo, siempre con sorpresas y derivas imprevisibles, como si uno fuera apenas un intermediario, un correveidile, el transmisor de una fantasía que viene de alguna ignota región del espíritu y luego se emancipa de su supuesto autor y se va a vivir su propia vida. Escribir ficciones es una operación extraña pero apasionante e impagable en la que uno aprende mucho sobre sí mismo y a veces se asusta descubriendo los fantasmas y aparecidos que emergen de las catacumbas de su personalidad para convertirse en personajes.
“Escribir es una manera de vivir”, dijo Flaubert, con muchísima razón. No se escribe para vivir, aunque uno se gane la vida escribiendo. Se vive para escribir, más bien, porque el escritor de vocación seguirá escribiendo aunque tenga muy pocos lectores o sea víctima de injusticias tan monstruosas como las que experimentó Lampedusa, cuya obra maestra absoluta, El Gatopardo, la mejor novela italiana del siglo XX y una de las más sutiles y elegantes que se hayan escrito, fuera rechazada por siete editores y él se muriera creyendo que había fracasado como escribidor. La historia de la literatura está llena de estas injusticias, como que el primer premio Nobel de literatura se lo dieron los académicos suecos al olvidado y olvidable Sully Prudhomme en vez de Tolstói, que era el otro finalista.
Quizás sea un poco optimista hablar del futuro cuando se cumplen ochenta años. Me atrevo sin embargo a hacer un pronóstico sobre mí mismo; no sé qué cosas me puedan ocurrir, pero de una sí estoy seguro: a menos de volverme totalmente idiota, en lo que me quede de vida seguiré empecinadamente leyendo y escribiendo hasta el final.