Juan Marsé: «La realidad solo existe si la soñamos»
Ha perdido algo de peso y la salud se encabrita con los años (los problemas renales lo obligan a dializarse), pero Juan Marsé es como un buen vino: sólo mejora con la edad. Dentro y fuera de la página, porque la mirada le brilla soñadora a los 83 años como si aquel chaval aprendiz de joyero del Guinardó acabara de salir de una larga matiné de cine de barrio y recibe en el estudio de su modesto piso del Ensanche del mejor humor. Las malas pulgas de antaño del comecuras y antinacionalista son hoy sosiego.
Pero el sabor del vino añejo sigue ahí, inconfundible en boca, y puede que aún más placentero porque el buen humor también brilla en la página. Se trata de su nueva novela, Esa puta tan distinguida (Lumen), un regreso a la Barcelona de posguerra y al universo Marsé mejorado con los años. Una obra quizá aún más lograda que la anterior Caligrafía de los sueños (2011), con la que comparte cierto aire de familia. Cosa que el premio Cervantes 2009 reconoce sin ambages. «Con Caligrafía… intenté trenzar dos relatos, pero se me complicó mucho la trama y me iba a quedar un disparate de 800 páginas. Entonces desgajé el relato de este personaje y lo dejé dormir«, explica.
El personaje al que se refiere es Jesús Navarro, el asesino exconvicto de la célebre prostituta Carmen Broto en enero de 1949, que lo visitó en 1985 -hasta allí se remonta el origen de esta novela- para que el escritor «corrigiera algunos detalles» de su caso que mencionaba en Si te dicen que caí (1973). «Me impresionó ese personaje hierático, con gafas de ciego y gabardina que quería evocar lo que había sido, porque tenía un embrollo mental importante y un problema serio con la memoria», recuerda. Como le había impresionado a los 16 años el crimen de Carmen Broto, posible confidente de la policía cuya muerte salpicó a altos cargos del régimen. «Vi el coche en el que apareció, el mazo con el que la habían matado y me afectó muchísimo».
Lo cierto es que aquel caso real se transformó en un «trampantojo» de esta nueva novela, en la que sólo coinciden la fecha del crimen, el 11 de enero de 1949 y algunos rasgos del asesino. «Un escritor trabaja con la imaginación, la parte más importante es la inventada», dice. En aquella fecha en el cine Delicias se repone Gilda. Y el operador Fermín Sicart disfruta de la compañía de Carol en la cabina de proyección, una mujer de la vida a la que estrangula con un largo trozo de celuloide, desechado en un empalme de emergencia a platea llena.
Más de 30 años después, en el verano de 1982, un afamado escritor recibe el encargo, por parte de un realizador comprometido, de escribir un guion sobre el caso, para rodar una película de denuncia que hiciera «explotar las burbujas del franquismo«. De las entrevistas entre el escritor y el desmemoriado asesino ya en libertad, que recuerda al detalle el cómo pero no el porqué mató a la prostituta, y del proceso de redacción del fallido guion trata Esa puta tan distinguida. Título que refiere no a la víctima, sino a la memoria histórica.
«Durante la Transición la memoria histórica fue un campo minado«, dice el escritor. «Y al indagar más sobre este asunto sentía que me encallaba, quería divertirme y que el humor atenuara un poco el tema», confiesa Marsé. De allí, entre otras cosas, el logrado personaje de Felisa, la criada del escritor con un acertijo en los labios sobre los diálogos del cine clásico o un chispeante sentido en todo momento. Personaje inspirado, confiesa, en la inolvidable Thelma Ritter de La ventana indiscreta. O «el pitorreo» que se permite Marsé en más de un pasaje sobre «la moda de la novela negra» y el supuesto de que sólo el género puede dar cuenta de la realidad social.
E incluso el barcelonés se atreve a «prescindir de algunas normas que parecen inamovibles en el oficio», dice recordando aquel mandato de Chejov de que si alguien clava un clavo en la pared, es porque tarde o temprano algo colgará de él. En ese sentido la introducción de cierta prometedora joven actriz de buen ver en algún capítulo, cuando el proyecto cinematográfico comienza a desvirtuarse, «no es necesario ni conduce a nada, desde la lógica narrativa«, reconoce.
Pero se entiende ese empeño, porque la materia que toca es muy sensible. «La versión oficial de aquella época falseaba la realidad», explica, «y podían manipular la memoria colectiva, pero no la individual, a no ser que te sometieran a una terapia muy agresiva», añade. Como le sucede al personaje de Sicaret a base de electrochoques en el manicomio de Ciempozuelos, gracias a las perversas teorías del doctor Tejero-Cámara que se creía capaz de extirpar el gen rojo o anarcosindicalista de las mentes extraviadas. En definitiva, se trata de una clara metáfora de «la desmemoria de la Transición«, dice Marsé, «de todo lo que no se ha resuelto bien y ahora sufrimos las consecuencias». «La iglesia española aún no ha pedido disculpas por su colaboración con el franquismo y que yo sepa nadie se la ha exigido», dispara a modo de ejemplo.
Pero no sólo de eso trata Esa puta tan distinguida ni Marsé concita la risa en más de una página sólo para aligerar la gravedad del asunto de fondo. También lo hace, sobre todo, como una forma de desquite para mofarse de los «peliculeros», la ya tradicional diana de sus pullas, y en definitiva al cine español en su conjunto, que tan flaco favor le ha hecho a su literatura llevándola a la pantalla, según su criterio, en más de una ocasión. «Además de pitorrearme de la novela negra, quería reflejar la degradación del cine, en el que un proyecto que nace con una intención política y social puede acabar en una película de destape«, arremete. Y eso es lo que sucede la novela por intermediación de un productor de risa fácilmente identificable con Vicente Gómez, cosa que Marsé no niega.
Pero no solo de mofas y ajustes de cuentas va Esa puta tan distinguida, porque la obra también está minada de homenajes al cine de Hollywood y de profundas reflexiones sobre el oficio narrativo. «Yo no soy un entusiasta de la realidad», dice. Y ese es exactamente el mismo lema que define al autor de carne y hueso. «La realidad sólo existe si la soñamos», concluye Marsé.