España: Lecciones del ‘caso Soria’
José Manuel Soria
Si viviéramos en otra época, el PSOE estaría relamiéndose pensando en el resultado del 26-J. Durante el largo periodo que España ha vivido bajo el bipartidismo, uno de los dos grandes siempre sacaba provecho de los tropezones de su oponente.
¡Y vaya si no ha hecho méritos el PP como para perder las elecciones! El último episodio de una larga sucesión de despropósitos ha sido la caída de José Manuel Soria, un peso pesado del Gobierno, conectado directamente con el presidente y figura ascendente en el PP.
La renuncia de Soria no sólo ha aflorado sociedades en paraísos fiscales y torpezas impropias de un ministro experimentado, sino, más importante aún, la carcoma que anida en el seno del Gobierno y el partido. Que el ex ministro y su círculo más cercano atribuyan la aparición de la sociedad de Jersey (que no figura en los papeles de Panamá) a una conspiración interna en la que el ejecutor sería el ministro de Hacienda y la beneficiaria la vicepresidenta, ya es de por sí sintomático de cuál es el ambiente que se respira en la cúpula de la organización que ganó las elecciones el 20-D. Y eso a poco más de dos meses de que se celebren los próximos comicios.
El caso Soria es como si en la final de la Champions le pitaran un penalti a uno de los equipos cuando hay un empate en el marcador y a sólo dos minutos del final del partido.
Sin embargo, el PP podría volver a ganar las elecciones. La encuesta publicada ayer por La Razón, realizada tras el estallido del caso Soria, muestra una resistencia casi incomprensible por parte de los votantes del PP, partido que no sólo volvería a ganar, sino que incluso aumentaría su ventaja sobre el segundo, un PSOE al que Podemos le pisa los talones.
Es verdad que la salida de Soria trastoca los planes de Rajoy. Ya no podrá hacer su oferta final de Gobierno de coalición a Pedro Sánchez, con propuestas de reformas concretas y con vicepresidencia incluida, como anunciamos la semana pasada en estas páginas. Ahora ese escenario es impensable. Por otro lado, el presidente pierde a uno de sus hombres de confianza y tendrá que ver cómo reequilibra un esquema de poder ahora demasiado escorado hacia la vicepresidenta. Pero, al mismo tiempo, la visualización de la existencia de ese enfrentamiento interno refuerza a corto plazo la posición del propio Rajoy. Nadie va a cuestionarle como candidato al 26-J. Todos los que optan a la sucesión esperarán al resultado. Y si finalmente el PP revalida su mayoría, de nuevo será el presidente quien marque los tiempos y diseñe la sucesión en un congreso tan amañado como los de antaño.
Lo que debería preocupar al PSOE es que, teniendo el balón en el punto de penalti a dos minutos del final del partido, nadie o casi nadie le vea como ganador el 26-J. La cuestión no es sólo que a los socialistas les haya salido un poderoso competidor que pretende hacerse con la hegemonía del electorado de izquierdas. La causa por la cual no se benefician de manera inmediata de la debacle del PP no está fuera del partido, sino dentro.
Desde el 20-D destacados líderes del PSOE, empezando por la presidenta de la Junta, se han encargado de desacreditar al líder del partido. ¿Cómo se puede reclamar el voto para Sánchez cuando gente tan relevante de su propia organización está esperando que se la pegue para poner en su puesto a otra persona?
Han sido los dirigentes socialistas los que más razones han dado para que los electores dudosos, los que podrían dejar de votar al PP o a Ciudadanos o incluso a Podemos para volver a votar socialista, no encuentren ninguna razón de peso para apoyar al PSOE.
El miedo a una coalición PSOE/Podemos (sobre todo cuando ya hay experiencia en algunos ayuntamientos de las notables carencias en la gestión de los dirigentes del partido de Iglesias), el peligro de que la recuperación económica se vea frustrada por un cambio de Gobierno que ahuyente la inversión extranjera, etcétera, van a propiciar que el PP siga atrayendo el voto útil del centroderecha.
Al PP le puede ocurrir lo que le pasó al PSOE en las elecciones de 1993. El felipismo vivía sus últimos años, acosado por la corrupción y la crisis económica, pero Aznar no se había ganado la confianza de los electores de centro, que le veían demasiado escorado a la derecha. Aunque aquella amarga victoria sólo sirvió para prolongar su agonía, González demostró que, también en política, muchas veces vale más lo malo conocido que lo bueno por conocer.
Quien piense que el caso Soria ha liquidado definitivamente las posibilidades de triunfo del PP se equivoca.