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Laberintos: La revolución cubana le responde a Obama

 

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   El pasado 16 de abril, pocos minutos después de las 10 de la mañana, en el Palacio de Convenciones de La Habana, Raúl Castro, primer secretario del Partido Comunista de Cuba, presentó su informe quinquenal a los mil delegados que participaban en el VII Congreso del Partido. El diario Granma, en su edición del pasado domingo, resumía el contenido del informe en un rotundo titular:

   “En Cuba tenemos un Partido único

   que representa y garantiza la unidad de la revolución.”

   Si después de digerir las dos horas y tantas del informe le quedaba a alguien alguna duda sobre la respuesta oficial que le daba el Partido al desafío público que le planteó Obama a Raúl Castro cuando desde el escenario del Gran Teatro de La Habana le recomendó abrirle espacios de diálogo democrático a la sociedad cubana para que sus miembros puedan expresar libremente su opinión, ser escuchados y tomar en sus manos la responsabilidad de darse el sistema de gobierno que ellos decidan, basta tener presente otro titular de esa edición dominical de Granma, que recoge la advertencia que hizo Raúl Castro sobre el hecho inconmovible de que la revolución cubana está resuelta a actualizarse, pero “sin alejarse de la esencia de nuestro sistema social.” Es decir, sin dejar de ser, con todas sus consecuencias, una revolución implacablemente comunista.

   El resumen más cabal de este anacrónico mensaje lo sostuvo con revolucionario dogmatismo uno de los delegados al Congreso, al señalar que el rumbo de “nuestro socialismo es irrevocable.” O sea, que al margen del posible impacto producido por la normalización de relaciones entre Cuba y Estados Unidos, o quizá como reacción a las insinuaciones de que este Congreso propiciaría algún cambio político significativo, la cúpula del Partido ha reafirmado la concepción revolucionaria y socialista de la revolución, al tiempo que denuncia al imperialismo, precisamente, por aplicar una estrategia encaminada a normalizar las relaciones entre ambos gobiernos con el perverso propósito de provocar, ahora por el camino del diálogo y la camaradería, el fin de la revolución cubana.

   Desde esta perspectiva crítica, Raúl Castro, en nombre del Partido y del Gobierno, sencillamente garantizó que la actualización del modelo económico que se viene implementando tímidamente en Cuba desde hace 5 años, en ningún caso implicará la privatización de la propiedad estatal y la restauración de la democracia liberal. Una línea que trazó el propio Fidel Castro en su artículo “El hermano Obama”, publicado a los dos días del viaje de Obama, para avisarle a los cubanos de todas las tendencias la absoluta firmeza del proceso político cubano frente al imperio yanqui y el neoliberalismo.

   El 55 aniversario de Bahía de Cochinos

   Impulsado por esta determinación a frenar en seco cualquier debilidad ideológica asociada a la normalización de relaciones con Washington, la fecha seleccionada para inaugurar y clausurar este VII Congreso no fue para nada casual. El 16 de abril se conmemoraba el 55 aniversario de la proclamación hecha por Fidel Castro del carácter marxista-leninista de la revolución en su discurso pronunciado en el momento de darle sepultura a las víctimas de los bombardeos del 15 de abril de 1961 a los aeropuertos militares de Ciudad Libertad en La Habana, San Antonio de los Baños en el occidente de la isla y Antonio Maceo en Santiago Maceo, preludio de la inminente invasión de Bahía de Cochinos. Segunda parte de este objetivo fue fijar el 19 de abril para clausurar el Congreso, 55 años exactos después del triunfo miliciano en las arenas y pantanos de la península de Zapata. Un doble y simbólico propósito para imprimirle a este Congreso el alcance de otra gran derrota del imperialismo a pesar de la normalización diplomática.

   Esta intención la destacó Raúl Castro en su informe, al afirmar que “no habrá cambios en la orientación socialista de la economía y tampoco habrá apertura política.” Ni siquiera cuando se produzca su inevitable desaparición física y la de su hermano Fidel. Con la finalidad de revalidar este absoluto inmovilismo del proceso político cubano incluso después de la muerte de sus dirigentes más emblemáticos, hace algunos días el diario Granma reprodujo en su primera página el siguiente fragmento del discurso pronunciado por Fidel Castro en el acto de clausura del V Congreso del PCC, celebrado en octubre de 1997:

   “Nosotros (Raúl y él), por lo general, ni nos montamos en el mismo avión, ni en el mismo helicóptero. Tomamos algunas medidas para no estar todos los días corriendo el riesgo de que desaparezcan dos cuadros históricos, pero hay que pensar más allá realmente, hay que pensar en el colectivo de dirección, las tradiciones, las ideas, los principios. Hay que garantizarlo para cuando no estén ni Fidel ni Raúl. Seríamos realmente unos irresponsables imprevisores si no pensáramos en eso.”

   En otras palabras, que dada su avanzada edad y la de su hermano, y el relevo en la cúpula del régimen que el propio Raúl ha anunciado que se producirá dentro de dos años, el Partido Comunista de Cuba ratifica por intermedio de sus máximos líderes que el PCC es y será el único depositario del poder político que surgió hace 55 años a raíz de la frustrada invasión de Bahía de Cochinos y es garantía presente y futura de la pureza, la continuidad y el avance socialista y antiimperialista de la revolución.

   La nueva dirección política del PCC

   A nadie tomó por sorpresa esta reiteración retórica de inmovilismo ideológico. Para todos es evidente que mientras Fidel y Raúl conserven su presencia en el cerrado universo político de la isla no es factible que se produzcan cambios de fondo en la estructura del Estado y la sociedad. Esos nuevos rumbos los fijarán quienes sustituyan en el mando a los veteranos de la épica revolucionaria, todos octogenarios, pero todos también resueltos a no ceder mientras conserven la vida un ápice del poder absoluto que ejercen desde el Comité Central del Partido, desde su Buró Político y desde su Secretariado.

   En este sentido, las únicas auténticas novedades de este VII Congreso giraban en torno a la última jornada del encuentro, cuando sus mil delegados eligieran a sus nuevas autoridades. La ratificación de Raúl Castro como primer secretario del Partido estaba fuera de toda discusión. Las novedades estaban en el equipo que se seleccionaría para acompañarlo en esta compleja etapa de transición generacional y hasta ideológica en la cúpula del poder político cubano, comenzando con la elección del sustituto de José Ramón Machado Ventura, de 85 años de edad, hombre de la más estrecha confianza de Raúl desde los tiempos de la guerrilla, designado segundo secretario del Partido en el VI Congreso. El reemplazo de Machado Ventura era la clave que permitiría descifrar el futuro político de la isla a mediano plazo. Su ratificación, lamentablemente, también sirve para esclarecer la fuerza política que conserva el sector histórico del Partido.

   Tras esta sorpresa, ya no había mucho que esperar. Se suponía que tres importantes representantes de las nuevas generaciones revolucionarias, Miguel Díaz-Canel, previsible sucesor de Raúl en la jefatura del Gobierno, Mario Murillo, ministro de Economía, y Bruno Rodríguez, ministro de Relaciones Exteriores, serían ratificados en sus cargos partidistas y así fue. Lo que nadie esperaba es que otros dirigentes históricos, como los octogenarios comandantes de la Revolución, Ramiro Valdés, vicepresidente del Consejo de Estado y del Consejo de Ministros, y Leopoldo Cintra Frías, ministro de las Fuerzas Armadas Revolucionarias, también fueran ratificados como miembros del Secretariado. Tal como ocurrió con los dos viceministros de las FAR, los generales Álvaro López Miera y Ramón Espinosa, y también con Esteban Lazo, presidente de la Asamblea Nacional. Se confirmaba de este modo el temor de que habrá que esperar a la celebración del VIII Congreso del PCC dentro de 5 años para hacer realidad la esperanza de un cambio en la cúpula del poder, condición imprescindible para que la leve apertura actual de la economía tome a corto plazo impulso y profundidad, y genere espacios donde puedan ensayarse los primeros pasos de una auténtica apertura política.

   A la luz de este decepcionante VII Congreso, esa previsión está muy lejos de hacerse realidad. Lo que a fin de cuentas queda de esta tormenta que al fin y al cabo no lo fue, es la voluntad política del régimen cubano de no permitir siquiera pensar en que la cordial relación que desde su conversación telefónica del 17 de diciembre de 2014 parecen haber establecido Raúl Castro y Barack Obama, más temprano que tarde generaría una cierta distención política. Por otra parte ilustra que la ostensible e infortunada decisión de confirmar la radicalización ideológica de la revolución de acuerdo con el compromiso adquirido por Fidel Castro aquel 16 de abril de 1961, en plena guerra fría y a sólo 90 millas del territorio de Estados Unidos, conserva toda la vigencia de entonces. Según el llamado sector histórico de la revolución, ni Obama ni nadie podrán jamás apagar la llama revolucionaria del corazón cubano. Como señaló el propio Fidel Castro en el acto de clausura del Congreso, pronto cumplirá 90 años y “a todos nos llegará nuestro turno, pero quedarán las ideas de los comunistas cubanos.” La pregunta es si en efecto esas ideas sobrevivirán a sus promotores o si morirán con ellos. Se esperaba que este VII Congreso arrojara algún indicio para responder esa interrogante, pero a la luz de lo ocurrido, el futuro político de Cuba sigue siendo, hasta el día de hoy, tan nebuloso como lo ha sido desde hace 55 años.

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