A 34 años de la caída del Muro de Berlín
La intolerancia ha campeado, incluso, en los viejos centros del pensamiento libre y el diálogo es suplantado por la violencia de los nuevos inquisidores de la corrección política
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El Muro de Berlín, enterrado por más tiempo del que estuvo en pie, sigue importando hoy, 9 de noviembre, 34 años después de su ignominioso final. Cuando creíamos que el horror comunista yacía en las cenizas de la vergüenza, nos enfrentamos a la resurgencia de gobiernos y movimientos cultores de esa ideología en nuestra propia región. El “fin de la historia” del que hablara Francis Fukuyama en un célebre ensayo de 1989, que auguraba el triunfo universal de la sociedad abierta y la democracia liberal, parece desafiado por sucesos violentos y propagandísticos que abogan, hoy, por el retorno del socialismo al poder.
Si esto podría parecer exagerado, basta escuchar a Isabel Díaz Ayuso cuando dice que a España “le han colado una dictadura por la puerta de atrás y estamos al comienzo de ella”, a propósito de la entrega a pedazos que hace Pedro Sánchez de España al independentismo, coincidiendo con el disparo en la cabeza que recibiera hoy Alejo Vidal-Quadras, ex PP y uno de los fundadores de Vox. Así las cosas, hagamos un poco de historia para entender dónde estamos parados a propósito de este nuevo aniversario del Muro de Berlín.
La división de Alemania tras la Segunda Guerra Mundial condujo a la creación de dos entidades irreconciliables en 1949: la República Federal Alemana (RFA) en el sector occidental, controlada por Estados Unidos, Francia y el Reino Unido, y la República Democrática Alemana (RDA) en el sector oriental, bajo dominio soviético. A pesar de los 81 puntos de paso entre las dos partes de Berlín, la RDA colapsó mientras la RFA prosperaba, presenciando la huida de más de 3 millones de personas entre 1949 y 1961.
La construcción del Muro de Berlín en la noche del 12 al 13 de agosto de 1961, con sus 155 kilómetros de hormigón, alambre de púas, perros y minas, evidenciaba la desesperada pulsión del comunismo por evitar la desaparición de la RDA. A pesar de los innumerables intentos de escape, con más de 70 túneles construidos, sólo 19 tuvieron éxito, permitiendo que 300 personas cruzaran hacia la libertad. Y aunque más de 100.000 ciudadanos de la RDA intentaron escapar entre 1961 y 1989, sólo 5.000 tuvieron éxito pero 600 fueron asesinados. Eran seres humanos, con nombre, familia, amores y una historia arrebatada: el primer fusilado por querer pasar a Berlín occidental era un jovencísimo Günter Litfin, de 24 años, el 24 de agosto de 1961. La última víctima del muro murió el 5 de febrero de 1989, tenía 20 años y se llamaba Chris Gueffroy, abatido por los guardias de frontera.
Es cierto que la historia está plagada de muros y de ciudades amuralladas. Uruk, Troya, Nínive, el muro del Templo de Jerusalén, la muralla de Adriano, la Gran Muralla China, las murallas de Carcasona. Pero lo novedoso del Muro de Berlín es que no se erigió para evitar que invasores entraran; sencillamente impedía que los de adentro salieran. Es lo que se llama, habitualmente, una cárcel.
Por ello decía Jean François Revel, a propósito del tema: “Lo que marca el fracaso del comunismo no es la caída del Muro de Berlín, en 1989, sino su construcción, en 1961”. Era la prueba de que el socialismo real había alcanzado un punto de descomposición tal que se veía obligado a encerrar a los que querían salir. Y sin embargo, año tras año hay festejos y recordatorios el 9 de noviembre, pero la fecha en la que se erigió el Muro de Berlín ante una humanidad impasible tiene menos prensa. Posiblemente ese sea el error, mirar sólo la caída, la parte del éxito y no el infame contexto de su construcción. Olvidarlo nos expone, más de 60 años después, al eterno retorno de la ideología que propugna la sumisión colectivista, individuos cosificados sujetos al poder omnímodo del Estado, el ataque a la libertad. Como afirmaba Ravel fue un deshonor para Occidente que “el Muro fuera derribado por las poblaciones sojuzgadas por el comunismo en 1989 y no por las democracias en 1961, cuando hubiera sido tan fácil que ocurriera”.
Hoy, muchas democracias han tomado un rumbo decididamente iliberal y lo que Samuel Huntington llamó la “tercera ola de democratización” está dando paso a un potente reflujo autoritario. La intolerancia ha campeado, incluso, en los viejos centros del pensamiento libre y el diálogo es suplantado por la violencia de los nuevos inquisidores de la corrección política. Para el neo marxismo, todo está mal: la cultura es opresiva, la tecnología es mala para el planeta, las artes atentan contra la sensibilidad de las minorías, el amor estigmatiza, el humor es dañino, la familia es la base de la decadencia y la riqueza es un mal que debe ser controlado y gerenciado por un grupo de expertos iluminados. No hay un aspecto constitutivo de la cultura occidental que no tengan en la mira.
La historia, como Karl Popper repetía, no tiene un sentido predeterminado. Siempre está abierta y nos sorprende constantemente. El futuro depende siempre de nosotros, aquí y ahora. Por ello pareciera apropiado terminar recordando una célebre frase pronunciada por Wendell Phillips en 1852, que comúnmente se le atribuye a Thomas Jefferson: “El precio de la libertad es la eterna vigilancia”. O, como ya lo había expresado el irlandés John Philpot Curran en 1790: “La condición bajo la cual Dios le ha dado la libertad al hombre es la vigilancia eterna”.