Roy Moore era un mal candidato. “Flawed”, repetían los mismísimos Republicanos en la noche de la elección. Especialmente después del escrutinio, definido en los últimos diez minutos. Moore iba ganando cuando llegaron los cómputos demorados de los distritos con población afro-americana. La diferencia en favor del Demócrata Doug Jones no fue superior a un punto y medio.
Fue casi empate -y Moore ha dicho que disputará el escrutinio, de hecho- pero no obstante sí que fue un candidato defectuoso. Al menos en un cierto sentido, el de la sensatez. Y hay veces que prevalece la sensatez.
Es que Moore es un extremista en un estado en extremo conservador. Nótese, el ultimo Senador Demócrata por Alabama había sido electo en 1992, desertando luego hacia filas Republicanas. Trump ganó en 2016 con el 62% de los votos.
Siendo presidente de la Corte Suprema del estado, Moore había sido destituido dos veces. La primera por instalar un monumento religioso en el edificio del Poder Judicial y luego negarse a removerlo. La segunda vez fue por prohibir el matrimonio entre personas del mismo sexo, desobedeciendo a la Corte Suprema de la nación que en 2015 le otorgó categoría constitucional a tal derecho.
Ello agregado a las múltiples acusaciones de pedofilia, a sus reiterados exabruptos de contenido religioso y a su patente racismo, expresado en sus críticas a las enmiendas constitucionales posteriores a la décima. A saber, la número 13, por ejemplo, elimina la institución de la esclavitud y la número 15 consagra el derecho al voto para personas de todas las razas. Moore es demasiado, aún para el conservadurismo del sur profundo.
Pero, en otro sentido, Moore era el candidato inevitable. Su campaña reflejó casi a la perfección un partido asustado por la demografía de un país cada vez menos blanco y confundido por una economía cada vez más desigual. Se trata de un cambio de largo alcance en el paisaje social y que ha afectado directamente a la base natural Republicana: el electorado masculino y blanco en los distritos rurales.
Ante eso, el hoy partido del presidente Trump se embarca en todas las guerras culturales. Como Moore, expresa una derecha antigua, aferrada nostálgicamente a un pasado que no volverá pero que intenta recrear con una narrativa identitaria. Sus temas son el nativismo, la religión, el derecho a portar armas, el país blanco que ya no es mayoría, la homofobia, las mujeres en el hogar y las familias que viven de un solo ingreso. Moore fue el candidato de un país que no existe ni siquiera en Alabama.
Moore y sus temas mientras la reducción tributaria generará un déficit que aumentará la deuda pública y la desigualdad a la par, sin proveer explicación alguna sobre cómo se financiará. Ello no hará más que consolidar los privilegios que Trump, en su permanente discurso de campaña, dice combatir. El suyo es un populismo del relato, no de las políticas redistributivas.
El relato, sin embargo, está siempre limitado por la legislación que lo hace verosímil, por servir, o no, como descriptor de la realidad. No se podrá culpar a esos inmigrantes de tez oscura eternamente. En Estados Unidos el coeficiente de Gini crece desde los años setenta, lenta pero ininterrumpidamente. Y en todo tiempo y lugar la desigualdad debilita el centro político e ideológico, fomentando la intolerancia y el sectarismo.
Ergo, la desigualdad es tóxica para las instituciones democráticas, siempre pensadas para generar tendencias centrípetas. Dichas instituciones, por su parte, son como un resorte: se pueden estirar, pero no al infinito.
Aparentemente, Trump está determinado a exacerbar hasta las últimas consecuencias la polarización que le dio la victoria en noviembre de 2016, aún si ello pone en juego el futuro del propio partido Republicano tal y como se lo conoce. El país transita por la incertidumbre que supone dicha polarización.
Alabama, entonces, llega como un remanso de sensatez. El mensaje de su elección es que aún en los contextos más extremos puede haber un espacio para el sentido común. Si dicho mensaje obliga al partido de Lincoln y Reagan a regresar a su antiguo pragmatismo—es decir, a correrse hacia el centro—además habrá sido una elección parteaguas.