Albiac: La enfermedad como metáfora
El hombre es una nada que se sabe nada. Pero ser consciente de su mortalidad es su privilegio. Escribir ha sido dar razón de esa humana condición precaria, cuya forma límite es la epidemia
La enfermedad es el hombre. Cuando Blaise Pascal escribe eso en el siglo XVII, no habla en él sólo la anécdota de un hombre enfermo. Está buscando dar rasgo propio a esa cosa extraña que es un hombre, cualquier hombre: un animal mortal que sabe serlo. Borges retomará, con agria ironía, la paradoja: no es gran cosa ser inmortal; todos los animales lo son porque ignoran su muerte; al hombre cabe sólo el privilegio de saberla; y eso nos trueca en los únicos seres de verdad mortales. Somos una nada que se sabe nada. Pascal de nuevo: «El hombre no es más que una caña, la más débil de la naturaleza, pero es una caña pensante. No hace falta que el universo entero se alce en armas para aplastarlo; un vapor, una gota de agua bastan para matarlo. Mas, aun cuando el universo lo aplastara, el hombre seguiría siendo más noble que lo que lo mata, puesto que él sabe que muere y sabe la ventaja que el universo tiene sobre él. El universo nada sabe de ello».
Desde su origen, la literatura ha tenido en la paradoja de ese horizonte absoluto su fuente. Escribir ha sido dar razón de esa humana condición precaria. Su forma límite es la epidemia: la metáfora «peste». Asimilada al pago de una culpa teológica que justificaría lo infinito de su pena.
Los dardos del dios
En occidente nace con las primeras líneas del lugar en el que empieza la literatura. Homero, Ilíada, Canto I. Agamenón ha violado la norma: su apropiación de la hija del sacerdote Crises, su negativa, sobre todo, a devolverla a cambio del justo rescate, desencadena la venganza de Apolo, que atiende a la oración de su devoto anciano: «que paguen los dánaos mis lágrimas con tus dardos». Y esos dardos del dios se llaman peste. Apolo «se sentó lejos de las naves y arrojó con tino una saeta; y un terrible chasquido salió del argénteo arco». A lo largo de nueve días, animales y hombres perecerán. Sólo al décimo, Agamenón cede a la presión de sus caudillos, devuelve a Criseida… Y cae en una nueva infracción: priva a Aquiles de Briseida. La peste cesa. Pero los aqueos quedan enfrentados. La desdicha permanece. Y en ese punto se inicia el himno: «Canta, oh diosa, la cólera maldita del pélida Aquiles, que causó a los aqueos incontables dolores».
El terrible desánimo
El arquetipo estaba en Homero. El mito lo construye Tucídides en el siglo V antes de nuestra era. Guerra del Peloponeso: en pleno cerco de Atenas, la peste (tifus, probablemente) diezma la ciudad. Historiador concienzudo, Tucídides describe con minucia los estragos de esa plaga que dejó a los superviviente, dice, en una postración tal que «ya no les quedaban fuerzas ni para llorar a los que se iban». Pero «lo más terrible de toda la enfermedad era el desánimo que se apoderaba de uno cuando se daba cuenta de que había contraído el mal, porque entregando al punto su espíritu a la desesperación, se abandonaban por completo sin intentar resistir… Morían como ovejas al contagiarse debido a los cuidados de los unos hacia los otros: esto era, sin duda, lo que provocaba la mayor mortandad. Porque, si por miedo, no querían visitarse los unos a los otros, morían abandonados, y muchas casas quedaban vacías por falta de alguien dispuesto a prestar sus cuidados; pero, si se visitaban, perecían, sobre todo quienes de algún modo hacían gala de generosidad».
Boccaccio otorga al don de narrar la virtud de sedar el alma donde no puede salvarse el cuerpo
Cuatro siglos más tarde, Lucrecio hará de ese relato de Tucídides material para uno de los más grandes poemas de toda la historia de la literatura y, sin duda, el más ambicioso. De rerum natura, libro VI. Sus últimos versos son un terrible espejo de la miseria humana: «La súbita necesidad y la pobreza indujeron a muchos horrores».
La muerte negra
Son los horrores de Europa a partir del siglo XIV: la «muerte negra», que azotará hasta los umbrales mismos del siglo XVIII. Giovanni Boccaccio otorga al don de narrar el privilegio de sedar el alma, allá donde no hay salvación para los cuerpos. El Decamerón es el esfuerzo generoso de quienes, en las afueras de la Florencia asolada por la plaga de 1348, se esfuerzan por evocar fragmentos luminosos de aquella alegría de vivir que truncó la peste. Con la esperanza de volver a vivir su gozo, una vez que pase el tiempo del horror: «¡Oh, cuántos grandes palacios, cuántas hermosas y bien edificadas casas, cuántas nobles habitaciones y moradas, llenas y pobladas de nobles moradores y grandes señores y damas, de los mayores hasta el menor servidor, quedaron vacías y solas!… ¡Cuántos valerosos y nobles hombres, cuántas y cuán hermosas, graciosas y galanas damas, cuántos gentiles y alegres hidalgos…, a la mañana comieron con sus amigos, y a la noche cenaron en el otro mundo con sus antepasados!». Y todavía en la Inglaterra del siglo XVIII, ese espanto resuena en el Daniel Defoe del Diario de la peste: «La peste es como un gran incendio que, si estalla en una ciudad muy densa, incrementa su furia y la devasta en toda su extensión».
No muere jamás
Vendrán después los siglos XIX y XX. La apoteosis de la ciencia, la esperanza. Y la peste se volverá metáfora del mal: de la dos exterminadoras guerras que devastan el continente entre 1914 y 1945. Albert Camus da forma a esa alegoría en su novela La peste. No olvidemos sus líneas finales. Cuando la enfermedad ya ha sido vencida. «Escuchando los gritos de alegría que se alzaban en la ciudad, Rieux recordaba que esa alegría está siempre amenazada. Pues sabía lo que esa muchedumbre gozosa ignoraba, lo que puede leerse en los libros, que el bacilo de la peste no muere ni desaparece jamás… Y que, puede que venga el día en que, para desdicha y enseñanza de los hombres, la peste despierte a sus ratas y las envíe a morir en una ciudad feliz». Porque, nadie se engañe acerca de eso, la enfermedad no es, en el hombre, un accidente. La enfermedad es el hombre.