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Alejo Carpentier: La música en Cuba. Del clasicismo colonial al afrocubanismo: El siglo XVI

 

El grado de riqueza, pujanza o poder de resistencia de las  civilizaciones halladas por los conquistadores en el Nuevo Mundo, determinó siempre, de modo ambivalente, la mayor o menor actividad del invasor europeo en cuanto a la realización de obras de arquitectura y de adoctrinamiento musical. Cuando los pueblos por sojuzgar habían sido ya lo bastante fuertes, sabios o industriosos para edificar una Tenochtitlan o concebir una fortaleza de Ollanta, el albañil y el chantre[1] cristiano entraban en acción, con una mayor diligencia, apenas podía darse por cumplida la misión de los hombres de guerra. Terminada la lucha de los cuerpos, iniciábase la lucha de los signos. La cruz había de alzarse más alta, cuanto más alto hubiera sido un teocali.[2] Sobre cada templo derruido, era necesario levantar una iglesia. Al fasto de los ídolos de buena talla, era preciso oponer las pompas mayores de la liturgia. Contra cantos y tradiciones que aún podían alentar un peligroso espíritu de rebeldía, se  movilizaban las fuerzas espirituales de las leyendas áureas y de los antifonarios cristianos. En tierras prósperas y bravías, la Conquista perfila campanarios y hace cantar sus coros. En tierras muelles, cuyos habitantes aceptan sin discusión la autoridad de un rey ayer ignorado, el recién llegado no tiene por qué tomarse tanto trabajo. De ahí que, en el siglo XVI americano, resulten tan pobres las manifestaciones artísticas y musicales en los países cuyo patrimonio poético y teogónico no constituyó una amenaza para el hombre de Europa.

Mientras, en México, un fray Juan de Haro, un fray Pedro de Gante, inician a toda prisa –tres años después de la Conquista– la enseñanza del canto llano entre los indios, poniendo en lugar de órganos “músicas de flautas concertadas”, ese concepto de la penetración espiritual no cabe en las preocupaciones de los primeros colonizadores de Cuba. Cierto es que se bautizaba en masa y se adoctrinaba en lo posible. Pero no hay ejemplo de que el canto cristiano haya sido enseñado a los indios, antes de su rápido y completo exterminio, de manera razonada y sistemática, a tenor de lo que pudo narrarnos, de México, el padre Motolinía. Las islas “nuevamente descubiertas en el mar Occeano” no eran ricas en lo material ni en lo espiritual. Más cobre que oro yacía en el suelo de Cuba. Los ídolos taínos, a pesar de sus caras terriblemente displicentes, sólo podían oponer una pétrea y tosca desnudez al manto relumbrante de la Virgen. Se vivía en chozas hechas con hojas de palma. Los indígenas, organizados en clanes autónomos, sin una voluntad centralizadora, blandían armas tan poco temibles como sus mitos. En tales condiciones, los chantres tenían más que hacer en los lavaderos de oro –muy pronto exhaustos– que en su olvidado mundo de reglas y tablaturas. Donde la arquitectura no había pasado de la edad de la rama y de la fibra, la cuchara del albañil hubiera resultado un lujo suntuario. De ahí que en una isla de bohíos,[3] la primera iglesia cristiana fuese un bohío.

En 1509, poco después de que Sebastián de Ocampo realizara el primer bojeo de la isla cuya colonización no se había iniciado todavía, varios náufragos eran arrojados a la costa de Cuba por una tempestad. Uno de ellos, enfermo, no pudo proseguir el viaje a Santo Domingo,  acogiéndose a la hospitalidad de los indios del pueblo de Macaca. Pronto aprendió algo de la lengua nativa, y como era muy piadoso convenció al cacique de que se dejara bautizar. El cacique tomó aquello, al parecer, como un grado honorífico que le confería el extranjero, pues, creyendo saber que el gobernador de la Española era llamado Comendador, eligió ese título por patronímico. Animado por la mansedumbre de la población, el náufrago exhibió entonces una estampa de la Virgen que llevaba consigo, logrando que en su honor se levantase un bohío. “Les anunció [a los indios] que aquella estampa representaba una Señora muy hermosa, benigna y rica, llamada María, madre de Dios”, y poco tiempo después los buenos salvajes le cantaban una Salutación Angélica al alba y al crepúsculo. Luego, “comenzaron a componer cantos y bailes con el estribillo de Santa María. Antes de que transcurriera un año, el cacique y los moradores del cercano pueblo de Caciba siguieron el ejemplo de los de Macaca, erigiendo una ermita de hoja de palma, en la que se cantaba y hacía reverencia a la Virgen Purísima.

El náufrago había tenido una certera visión de colonizador inteligente. Fray Bartolomé de las Casas recomendaría, más tarde, la aceptación del areíto[4] con palabras cristianas como buen auxiliar de la evangelización. Desgraciadamente, cuando algunos pudieron pensar en aplicar este sistema, los indios de Cuba tenían la palabra hambre demasiado encajada en las mentes para pensar ya en “componer cantos y bailes con el estribillo de Santa María”.

En 1511, se establece la ciudad de Baracoa. Fúndanse luego Bayamo, Sancti Spiritus, Trinidad. A fines de 1514, nace Santiago de Cuba. Diego Velázquez es ya “repartidor de indios”. En torno a las inmoralidades, abusos, favoritismos, envidias, originados por el elástico sistema de encomiendas, la naciente colonia lleva una vida turbulenta. En el fondo de muchos pechos se va agriando una gran decepción. Para cebar reses, buenos eran los pastos de Extremadura. No era eso lo que se esperaba de aquellas Indias sin especias. A pesar de que algún oro aparecía en los lavaderos, bien claro estaba que se trataba de un aluvión de siglos, destinado a morir en las uñas de unos cuantos. Aquellos que no habían sido favorecidos en los repartos de buenos indios manifestaban su descontento del modo más abierto. Y los que tenían siervos encomendados luchaban contra el reloj. “Después de que allí entramos nunca tuvieron los indios un día de alivio –confiesa Oviedo–, sino que toda su ocupación era en los trabajos que los mataban y a la hora que dellos cesaban, no tenían otro cuidado que lamentar y gemir su desventura y calamidad”. Este régimen encerraba ya, en potencia, el principal factor de empobrecimiento de la naciente colonia. Los grandes ambiciosos sólo consideraban su permanencia en Cuba como un compás de espera. Los Hernán Cortés, Pedro de Alvarado, Diego Ordaz, Bernal Díaz del Castillo, soñaban ya, aunque sin haber adivinado sus nombres, con los futuros grandes mitos de América: el Eldorado, el Potosí, el tesoro de los Incas, la fuente de la eterna juventud. Preparaban su entrada en la mitología nueva, que ellos mismos crearían con su arrojo.

Entre los extraordinarios aventureros que habían pasado a Cuba se contaban unos pocos músicos. Hasta nosotros llegaron los nombres de un Porras, cantor, y de Alonso Morón, vihuelista, probablemente vecino de Bayamo y pariente del otro Morón que marchó a la Nueva España, con su caballo overo. Mucho más clara nos resulta, en este grupo, la personalidad de Ortiz “El músico” –como lo llama insistentemente Bernal Díaz del Castillo–. Vecino de Trinidad, Ortiz era considerado como notable tañedor de vihuela y de viola. También se afirma que enseñaba a danzar. El hecho es que sus instrumentos fueron de los primeros en resonar junto a las selvas y maniguas[5] de la isla, trayendo montados en sus másti- les los ritmos tradicionales de la Península. Sin embargo, Ortiz era de los que ambicionaban venturas mayores, es- tando muy lejos de contentarse con amenizar los domin- gos y pascuas de sus vecinos sobre una tierra desdorada. Cuando Hernán Cortés, llevando por novedad penacho de plumas, medalla, cadena y ropas de terciopelo, fue a buscar hombres a Trinidad, Ortiz respondió en el acto a su llamado. Enfundando la viola y la vihuela, emprendió la gran aventura, dispuesto a compartir con un Bartolomé García la posesión de “un buen caballo obscuro que llamaban El Arriero”. Ortiz era considerado por Cortés como uno de sus mejores jinetes. Cuando el conquistador necesitaba de un caballo muy rijoso para amedrentar a los indios, recurría siempre a los relinchantes y piafantes oficios del Arriero. Ortiz el músico asistió a todo el proceso de la Conquista. Colmada la empresa, recibió de manos de Cortés, como premio a su valor, uno de los solares de la ciudad de México: estaba situado en la calle de las Gayas, y en él instaló definitivamente su escuela de danzar y de tañer, abierta antes en Trinidad. Solía llamársele “el nahuatlato”, por la singular facilidad con que había aprendido la lengua náhuatl. Su compañero de andanzas cubanas, Alonso Morón, se radicó en Colima, donde también abrió una escuela de canto y de baile. Es muy probable, a juzgar por la fecha de su llegada a la Nueva España, que otros músicos, el pífano Benito Bejel, los trompetas Cristóbal Rodríguez y Cristóbal Barrera, el arpista Maese Pedro, y Cristóbal de Tapia, el atabalero de Pánfilo de Narváez, hubiesen estado anteriormente en Cuba. Pero su paso no ha dejado huellas en la isla. Con Ortiz, Porras y Morón, y con varios de los músicos militares de la Conquista, Cuba había recibido, en su temprana existencia colonial, el legado musical de la Península.

A solicitud de Diego Velázquez, el primer obispado de Cuba fue erigido en Baracoa, en 1518, por bula del papa León X. Cuatro años después, dicho obispado se trasladaba a Santiago, quedando su iglesia, de hecho, convertida en catedral. Su primer obispo, Juan de Witte (o Ubite) no habría de venir a Cuba. Por lo mismo, su desconocimiento del medio y de los recursos reales de la colonia lo llevaron a crear dignidades y prebendas desmedidas, dictando autos de ordenanzas prácticamente irrealizables. Flamenco, muy amigo de la pompa, Juan de Witte veía las cosas en grande: “Y porque en la isla Fernandina, que otras veces se llama Cuba, no se había hallado hasta ahora ni levantado iglesia alguna, ni se había instituido obispado… León X, deseando proveer de remedio debido a la dicha isla, levantó, crio e instituyó una iglesia con la invocación de la Asunción de la Beata Virgen María”. La música, claro está, ocupaba un buen lugar en las suntuarias preocupaciones del flamenco. Se creó una cantoría, “para la cual ninguno puede ser presentado si no es que sea docto y perito en la música, por lo menos en el canto llano; del cual será oficio el cantar en el facistol [6] y enseñar a cantar a los sirvientes de la iglesia y ordenar y corregir y enmendar las cosas que pertenecen al canto en el coro, y en otra cualquier parte, y esto por sí y no por terceras personas”. Se creó una plaza de organista, “el cual tocará los órganos en las festividades”. Y para que nada faltare al fasto de las ceremonias, Juan de Witte dotó el templo de un pertiguero y de un perrero “para que eche los perros de la Iglesia todos los sábados, y en las Vigilias de cualquier fiesta que las tenga”. Finalmente, en cuanto al canon: “Ordenamos también que el oficio divino y juntamente el nocturno, así en la misa como en las horas, se haga siempre según las costumbres de la Iglesia Hispalense, y siempre en el canto se usen de la costumbre de la dicha Iglesia Hispalense”.

Esta erección, dada en Valladolid el 8 de marzo de 1523, estaba muy lejos de cobrar, en cuanto a los pormenores, una forma concreta. La catedral no comenzaría a construirse hasta 1528. El órgano sólo sonaría muchos años más tarde. Sin embargo, la cantoría quedó instituida con medios modestos. Al redactar su testamento, Diego Velázquez escribió, en 1524, este párrafo revelador de su presencia: “Mando que el día de mi fallecimiento vengan a llevar mi cuerpo al cabildo de la iglesia de esta ciudad… y todos los demás clérigos que al presente se hallaren en ella digan su letanía e vigilia de nueve lecciones y una misa de réquiem cantada, con diácono y subdiácono”. Miguel Ramírez, sucesor de Juan de Witte y primer obispo residente en Cuba, hizo lo posible por mantener la catedral de Santiago en un alto nivel, en cuanto a dignidades y prebendas. Favorecido en los repartimientos, poseedor de buenos indios –a despecho de la Real Cédula que se lo prohibía–, Ramírez podía permitirse ciertos lujos en el templo, a cambio de demasiadas tierras inscritas a nombre de su sobrina. Pero cuando fray Diego de Sarmiento, hombre enérgico, austero y duro, vino a ceñirse la mitra en 1538, estimó que para oficiar en la catedral de Santiago bastaban dos curas, un sacristán y dos mozos de coro. La verdad es que la suntuosa organización dictada por Juan de Witte no correspondía, en modo alguno, con la escasa importancia de la naciente colonia. Cuando Sarmiento desembarcó en Cuba, “era Santiago, pese a su título decorativo e imponente de ciudad, una aldea de veinte vecinos, de los cuales doce eran moradores, cuatro regidores, y los otros cuatro se turnaban como alcaldes; a este vecindario se unía la guarnición escasa, unos pocos curas que de prebendados sólo tenían el nombre, los oficiales reales, y dos o tres franciscanos escasos de letras y sobrados de flaqueza”.[7] Las minas se agotaban; los indios perecían o se fugaban al monte; el pertrechamiento de la isla, en alimentos y mercaderías, era irregular; los corsarios franceses habían entrado ya en acción. Mientras un  Vasco  Porcallo de Figueroa acaparaba tierras y siervos, los más adelgazaban de despecho por no haber pasado a la Nueva España en tiempo oportuno. En cuanto a la moral, recordemos que el gobernador Guzmán había sido acusado de “consentir pecados públicos, blasfemos, jugadores y amancebados”. Mientras crecían los grandes imperios españoles del continente, Cuba llevaba una existencia insegura y difícil, roída en plena infancia por la avidez insatisfecha, las rencillas, las ambiciones frustradas de hombres que eran, en el fondo, los fracasados en la gran aventura de la Conquista. Fue en ese medio donde surgió, de pronto, la noble figura del que podemos considerar como el primero, cronológicamente, de los músicos cubanos: Miguel Velázquez. Para mayor cubanidad, era hijo de india y pertenecía a la primera generación nacida en la isla. Su padre era castellano, miembro de la familia del gobernador Velázquez. A su privilegiada alcurnia debió la suerte de ser enviado a estudiar a Sevilla y Alcalá de Henares. Al volver a Cuba, el mestizo fue regidor del ayuntamiento. En 1544 era canónigo de la catedral de Santiago. En España había aprendido a “tañer los órganos” y conocía a fondo las reglas del canto llano. Verdadero sabio en aquella pobre colonia enseñaba gramática, además de cuidar de la buena observancia del canon en los oficios cantados. Se le decía “mozo de edad y anciano en doctrina y ejemplo”. Y, rasgo notable, su contacto con ambientes de superior refinamiento y cultura no habían apagado en el hijo de india –al igual que en el Inca Garcilaso–, un profundo amor por la tierra natal. Ante su miseria, que había podido considerar mejor que nadie, como regidor, como maestro y como canónigo, habría de exclamar un día, dolorosamente: “¡Triste tierra, como tiranizada y de señorío!”.

Nos queda el hecho interesantísimo de que el primer maestro de capilla de la catedral de Santiago cuyo nombre recogiera la historia, exactamente medio siglo después del Descubrimiento, fuese cubano, hijo de india y de castellano.

Guiados por un provinciano prurito de restar importancia a las aportaciones negras que tanto contribuyeron a caracterizar la música cubana, algunos autores locales  gastaron grandes energías en querer demostrar que dicha música cuenta, entre sus varias raíces, con la raíz aborigen. El hecho es que ignoramos totalmente cómo era la música de los primitivos habitantes de Cuba. Para sacarnos del impasse sería necesario un descubrimiento tan providencial e improbable como el de areítos notados por un Miguel Velázquez, por ejemplo, en los primeros años de la colonización. Al caso cubano puede aplicarse la ley general establecida por Carlos Vega: “Cuando llegaron los españoles, los pueblos indígenas menos adelantados y los de categoría media se hallaban en las costas del Atlántico y en el centro y sur de nuestra América. Si algunos elementos de su vida material pasaron a engrosar el caudal de los vencedores (en Cuba, la preparación de ciertos alimentos, maneras de pescar, de usar fibras y hojas, de levantar bohíos), ni una sola melodía, en cambio, ni una sola nota, ni una danza… fueron adoptadas por los habitantes de origen europeo”. El concepto que merecía a los colonizadores la música de los taínos se expresa brutalmente en cartas del obispo Sarmiento al rey de España: “Como los indios no tengan que hacer, no se ocuparán sino en areítos; y en otros vicios y disoluciones… Como sean libres, no harán sino holgar y hacer areítos; y en ello perderán vidas y ánimo, y los vecinos sus haciendas, y Vuestra Majestad la isla”.

Los siboneyes, muy escasos, estaban ya al borde de la desaparición en los días del Descubrimiento. “Su cultura no había pasado del periodo Paleolítico” (Ramiro Guerra). Nada sabemos de su música. En cuanto a los taínos, verdaderos amos de la isla, que pertenecían “a la gran familia de los arahuacos de América del Sur”, tenemos más informes, aunque de carácter descriptivo y exterior, por las relaciones de los Oviedo[8] nos ofrece un cuadro muy detallado de cómo se bailaban los areítos en La Española: “Tenían estas gentes la buena y gentil manera de rememorar las cosas pasadas e antiguas; esto era en sus cantares y bayles, que ellos llaman areyto, que es lo mismo que nosotros llamamos baylar cantando… E por más extender su alegría e regocijo, tomábanse de las manos algunas veces, e también otras trabábanse brazo con brazo, ensartados o asidos muchos en rengle (o en corro así mismo), e uno de ellos tomaba el oficio de guiar (o fuesen hombre o muger), y aquél daba ciertos pasos adelante e atrás, a manera de un contrapás muy ordenado; e lo mismo (o en el instante) hacen todos, cantando en aquel tono alto o baxo que la guía los entona, e como lo hace e dice, muy medida e concertada la cuenta de los pasos con los versos o palabras que cantan. Es así como aquél dice, la moltitud de todos responde con los mismos pasos e  palabras, e orden; en tanto que le responden, la guía calla, aunque no cesa de andar el contrapás. E acabada la respuesta, que es repetir o decir lo mismo que el guiador dixo, procede en continente sin intervalo la guía a otro verso e  palabras  que el corro e todos tornan a repetir; e assí sin cesar les dura esto tres o quatro horas y hasta que el maestra o guiador que les danza acaba su historia, y a veces les dura desde un día hasta otro”. Las Casas y López de Gómara corroboran con sus testimonios la exactitud de la relación.

En cuanto a instrumentos, Oviedo hace mención de un tambor idiófono que responde al mismo principio que los clásicos troncos ahuecados y resonantes, conocidos por muchos pueblos de África, de América del Sur y de Oceanía: “Algunas veces con el canto mezclan un atambor, que es hecho de un madero redondo, hueco, concavado, e tan grueso como un hombre  e  más o menos, como le quieren hacer; e suena como los atambores sordos que hacen los negros; pero no le ponen cuero, sino unos agujeros  e  rayos que trascienden a lo hueco, por do rebomba de mala gracia. El atambor ha de estar echado en el suelo, porque teniéndolo en el ayre no suena”. Las Casas también menciona los “atabales roncos de maderas, hechos todos sin otra cosa pegada”, añadiendo que los indios tenían «unos cascabeles muy sotiles, hechos de madera, muy artificiosamente, con unas piedrecitas dentro”. En excavaciones, se encontraron sonajeras de adorno, que podían servir en los bailes para marcar los ritmos a compás del cuerpo. Asimismo, los taínos usaban el guamo fotuto, la trompa de caracol conocida por muchos pueblos marítimos. Pero no ha llegado hasta nosotros un instrumento apto para producir una escala, por la que podríamos establecer un parentesco revelador. El único areito que se ofrece a nuestra curiosidad es el famoso y discutido Areíto de Anacaona, de transcripción dudosa, reproducido por Bachiller y Morales en su obra Cuba Primitiva. Ni la escala, ni el ritmo, ni el carácter melódico de este areíto, escrito en nuestro sistema de notación, con sus ocho compases de copla y cuatro de estribillo, tienen el menor aire aborigen. (Es decir: no guarda relación ni contacto con otras músicas primitivas de América.) Los defensores de su autenticidad se aferran a una frase de Las Casas, según la cual “los cantos y bailes de los indios de Cuba eran más suaves, mejor sonantes y más agradables que los de Haití”, para explicar el inesperado corte melódico de aquel areíto que, precisamente, fueron a buscar a Haití, para forjarse una idea de la música que pudieron hacer los taínos de Cuba. Admiten, sin embargo, que en los compases reproducidos puede haber ya una influencia española. Lo cierto es que el areíto de marras se asemeja, sorprendentemente, a ciertas canciones y rondas infantiles del siglo XVIII, del tipo de Y’avait un petit homme, nommé Titi Carabi, mon ami, y otras que cantaban los hijos de colonos franceses establecidos en Santo Domingo, antes del levantamiento general de los esclavos. En cuanto a las palabras, nos encontramos con que en una copla cantada en la corte del rey Christophe, el estribillo se iniciaba con el vigoroso apóstrofe sonoro:

Aia bombaia, bombé, Lamma lamanaqueana.

Estos incisos corresponden fonéticamente a los que abren el presunto areíto taíno:

Aya bomba ya bombay La massana Anacoana.

Seabrook reproduce la misma letra, como perteneciente a un canto vudú recogido por Price-Mars, y que Droain de Bercy y Moreau de Saint-Méry habían citado ya, anteriormente, con algunas variantes. Si bien podemos admitir que estas palabras, mezcladas con voces derivadas del quimbundo[9] en los incisos sucesivos, “pueden proceder del lenguaje de los aborígenes de la isla”, demasiado habremos de ver cómo los negros tuvieron el don de asimilarse y transformar rápidamente un material sonoro nuevamente adquirido, para pensar que, aun en el caso de una reminiscencia de la melodía aborigen, quedara mucho del modelo original en el famoso y único documento. Debemos atenernos a la conclusión lapidaria de Fernando Ortiz: “el carácter indio de este couplet afrofrancés es ilusorio”. Por lo demás, los únicos instrumentos aborígenes que han perdurado son las maracas y el güiro, idiófonos similares a otros existentes en África y que los negros traídos a Cuba, por lo mismo, adoptaron fácilmente.

El hecho cierto es que, cuando aparecen, a fines del siglo XVIII, canciones cubanas estudiables y comparables por existir los manuscritos, o por haber sido editadas con posterioridad a la fecha de su difusión en la isla (tal como La Guabina, mencionada en un artículo de El Regañón de la Havana en 1801), nada se observa en ellas que no haya sido traído, de manera absolutamente comprobable, por influencias andaluzas y extremeñas, francesas o africanas. Si algo, en la música cubana, está siempre fuera de todo misterio, es su vinculación directa con algunas de sus raíces originales, aun en los casos en que esas raíces se entretejen al punto de constituir un organismo nuevo. Por suerte para el investigador, la cubanidad de la música criolla es muy relativa todavía en la primera mitad del siglo XIX. Se debe más a inflexiones, a modalidades de interpretación, a malicias superficiales, que a una cuestión taxonómica. No hay un caso de creación de ritmos nuevos hasta pasado el 1850. Gracias a ello, ciertos géneros actuales, muy caracterizados y vivientes, pueden ser relacionados siempre con una célula original, desdibujada primero, luego modificada, y al final sustituida, en el transcurso de una evolución que puede seguirse, paso a paso, durante más de siglo y medio.

En la primera mitad del siglo XVI cubano, España nos viene a través de la voz y de los instrumentos de los primeros músicos que pasan al Nuevo Mundo. Ortiz, Morón, Porras, y sus émulos en tañer y guerrear, arrastran tras de sí una cultura que habrán de heredar las generaciones nacidas inmediatamente después de la Conquista –como Miguel Velázquez recibe en patrimonio las reglas del canto llano y el conocimiento de las tablaturas de órgano–. Pero otro elemento de capital importancia contribuye a situar un folclore en las mentes: el romance. El romance heredado, cantado sobre las cunas, transmitido de boca en boca. Muchos conquistadores eran analfabetos. Otros, en cambio, sabían cantar y versar, y los hubo como Diego de Nicuesa, gobernador de Veragua, “grande hombre en componer villancicos para la noche del Señor”. Lo cierto era que, letrados o no, traían toda una tradición poética y musical a bordo de sus carabelas, como lo demuestra la casi increíble propagación de la Delgadina, cuya presencia se ha revelado en los más remotos confines del continente americano (¡y hasta en Islandia!) con variantes más o menos acentuadas –en las palabras, en la melodía, o en ambas, pero con persistencia de la idea central. Conocido es el diálogo entre Portocarrero y Hernán Cortés, es que a la cita del primero:

Cata Francia Afontesinos,
Cata París la ciudad,
Cata las aguas del Duero,
Do van a dar a la mar…

responde, ágil, el conquistador: “Deme Dios ventura en armas, como al paladín Roldán”. Abundan los recuerdos de romances en las conversaciones de aquellos hombres prodigiosos. Y lo cierto es que hallamos los mismos romances en todas las tierras por ellos sojuzgadas, sin que Cuba constituya una excepción. Por el contrario: Cuba es uno de los países de América que mejor han conservado la tradición del romance. Entre los de distintas épocas, recogidos en las ciudades o en el campo, se hallan algunos de los más famosos y universales por su contenido mítico afectivo: Delgadina (o Angarina), La esposa infiel, Las señas del esposo, Isabel, Las hijas del Rey Moro. Hace poco, en plena ciudad de La Habana oímos cantar a unas niñas que bailaban la rueda:

En Galicia hay una niña,
en Galicia hay una niña,
que Catalina se llama,
sí, sí,
que Catalina se llama.
Todos los días de fiesta (bis)
su madre castigaba,
sí, sí,
su madre la castigaba.
Porque no quería hacer (bis)
lo que su padre mandaba, etc.
Y mandó hacer una rueda (bis)
de cuchillos y navajas, etc.
Y en medio de la rueda (bis)
a Catalina arrodillaba, etc.
Y bajó un ángel del cielo (bis)
a salvar a Catalina, etc.
Sube, sube Catalina, (bis)
que el Rey de los Cielos te llama, etc.

Esta anotación, hecha por nosotros en un parque municipal, no es sino una supervivencia, en Cuba, de un viejísimo romance andaluz:

Por la baranda del cielo,
se pasea una zagala, vestida de azul y blanco,
que Catalina se llama.
Su padre era un perro moro,
su madre una renegada.
Todos los días del mundo
el padre la castigaba.
Mandó hacer una rueda de cuchillos y navajas
para pasarse por ella
y morir crucificada.
Y bajó un ángel del cielo
con su corona y su palma,
y le dice: “Catalina,
toma esta corona y palma
y vente conmigo al cielo
que Jesucristo te llama”.

Este típico ejemplo no es un caso aislado. En guarachas[10] que hablan de gatos, hay reminiscencias, en la letra, del clásico Don Gato, difundido en toda la América hispánica. No hay mujer cubana que no conozca el romance, más reciente, de La muerte de Alfonso XII. Todavía los niños cantan el Mambrú. En una guaracha de mediados del siglo XIX, publicada en 1882, en la Plaza del Vapor, de La Habana, se lee esta cuarteta cuyos dos primeros versos podrían ser firmados por Nicolás Guillén:

Tú eres un negro bembón,
y yo soy mejor que tú;
si te doy un bofetón
te hago bailar el Mambrú.

Por la isla anda todavía una chusca versión de la Delgadina, que termina de esta crioillísima manera:

Angarina se murió
en un cuarto muy obscuro,
y por velas le pusieron
cuatro plátanos maduros.

Desde muy temprano el romance se cantó en Cuba. Su huella se encuentra, muy viva y profunda, en los can- tos de campesinos blancos, y muy principalmente en lo que se refiere a las versiones extremeñas. Cualquier guajiro cubano podría “entonar” algunas de sus coplas tradicionales:

Ese caballo fue mío,
valiente caminador;
fue de un gobernador,
de la Provincia del Río, etc.

sobre la música de la Moralinda, citada por Bonifacio Gil García, sin tener el menor deseo de modificarla, pues corresponde totalmente, en cuanto a la melodía, ritmo y modo, a sus expresiones habituales. A lo más, alargaría de vez en cuando una nota, con un puntillo, acortando la siguiente. Pero hay un ejemplo más elocuente todavía: hace poco, una estación de radio de La Habana obtuvo un gran éxito de popularidad con una canción de buen corte campesino, titulada La Guantanamera, que había sido traída a la capital por auténticos “cantadores”. Sobre su melodía se narraban, a manera de aleluyas,  los últimos sucesos de actualidad. Pues bien: la música que correspondía a los dos primeros incisos de La Guantanamera no era otra que la del viejísimo romance de Gerineldo, en su versión extremeña.

Añadid a esta primera influencia el aprendizaje de los instrumentos europeos, traídos por los primeros músicos de la Conquista. ¿Acaso no habían pasado ya por Cuba y Santo Domingo, antes de 1550, aquellos sacabuches, arpas, vihuelas, dulzainas y chirimías, que se tañeron en México, durante los banquetes ofrecidos por Hernán Cortés, para festejar la paz firmada entre Carlos V y Francisco I? Desde los primeros tiempos de la colonización, dábanse en Santiago “alegrías” públicas para celebrar fastos acontecimientos. Esas “alegrías» eran observadas y escuchadas, ahora, por un nuevo tipo de humanidad que había venido a engrosar, muy a pesar suyo, la población de Cuba, trayendo consigo mismas un genio musical innato: el negro.

Aunque no sea posible precisar la fecha en que llegaron a Cuba los primeros negros, sabemos que los hubo en la isla a partir de 1513. Hernán Cortés llevó algunos negros a México. En 1526 –nos dice Fernando Ortiz– dos genoveses trajeron del Cabo Verde un cargamento de ciento cuarenta y cinco esclavos. En 1534 había ya, en la colonia, unos mil africanos.

En aquella sociedad naciente, los negros eran menos considerados que los indios (muchos colonizadores de la primera hornada se habían unido con indias, y tenían hijos mestizos), constituyendo la clase inferior y peor tratada de la población. A menudo eran víctimas de disposiciones vejatorias, como la que prohibía a las negras y mulatas el adornarse con telas costosas o vestirse, siquiera, a la manera de las blancas. Y, sin embargo, en aquellos años, la condición de negro no era tan agobiante como lo sería más tarde, cuando la trata quedó organizada en firme, como negocio de gran rendimiento, y comenzó a constituirse, en la isla, una auténtica burguesía criolla, orgullosa de sus fueros, riquezas y apellidos, para la cual el trabajo del esclavo era garantía de bienestar y base de todo un sistema económico. Por ahora, en tierra tan poco poblada, la identidad de condición ante calamidades públicas, epidemias, huracanes, incursiones de piratas, carencias y penurias, daba al negro, en ciertos momentos críticos, una mayor categoría humana. Había días de angustia en que el blanco se veía obligado a hacer causa común con su siervo. Casos hubo en que el heroísmo de un negro arrancara gritos de admiración a los blancos. Varias octavas consagra el poeta Silvestre de Balboa, en su Espejo de paciencia, a narrar el singular combate en que el negro Salvador Golomón dio muerte al pirata Gilberto Girón con un machete de calabozo (1604), libertando al cautivo obispo fray Juan de las Cabezas Altamirano:

Andaba entre los nuestros diligente
Un etíope digno de alabanza,
Llamado Salvador, negro valiente,
De los que tiene Yara en su labranza;
Hijo de Golomón, viejo prudente,
El cual armado de machete y lanza,
Cuando vido a Gilberto andar brioso
Arremete contra él cual león furioso.
¡Oh, Salvador, criollo negro honrado,
Vuele tu fama y nunca se consuma,
Que en alabanza de tan buen soldado
Es bien que no se cansen lengua y pluma!

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En 1539 hubo un alguacil negro en La Habana, que “se distinguía por su ilustración”. El negro Estevancio, llevado a la Florida por Pánfilo de Narváez, realizaba “curas milagrosas” que no desdeñaban sus compañeros de andanzas. Un auto de fe, celebrado en Cartagena de Indias en 1628, nos revela la existencia de un Antón Carabalí, de La Habana, que recetaba yerbas de buen querer para que “los hombres quisieran y amaran deshonestamente a las mujeres”. En un viejo protocolo habanero del siglo XVI se ve a un curandero comprometiéndose a sanar a un enfermo ante notario. Estos hechos diversos nos demuestran que la convivencia del negro con el blanco era entonces, por diversas razones, mucho más estrecha que en el siglo XVIII, por ejemplo, en que la línea discriminatoria se estableció con mayor relieve en la vida diaria –creándose una frontera de razas, que si bien no alcanzó nunca el aspecto infranqueable de la alzada en el sur de los Estados Unidos, mantuvo, sin embargo, durante largo tiempo, un monopolio del blanco sobre las ocupaciones honrosas y lucrativas–. Además, a fines del siglo XVI, las leyes ofrecían ya las mayores facilidades para la manumisión. El número de negros libres crecía. En las primeras actas capitulares del ayuntamiento de Santiago no era raro verles suscribir solicitudes de solares. En 1768, habría ya en Cuba 22 740 negros libres.

La iglesia cristiana ejerció, desde el primer momento, una poderosa atracción sobre los negros traídos a América. Los altares, los accesorios del culto, las imágenes, los hábitos religiosos, estaban hechos para seducir un tipo de humanidad muy solicitado por el mundo fáustico de los ritos y de los misterios. Claro está que no se renegaba, en el fondo, de los viejos dioses de África. Ogún, Changó, Eleguá, Obatalá, y tantos otros, seguían presentes en los corazones –tan presentes que aún conservan un crecido número de fieles en Cuba, en Haití, en el Brasil–. Pero el africano, trasplantado al Nuevo Mundo, no estimaba que esto y aquello no pudiesen convivir en buena armonía. Al fin y al cabo, todas eran divinidades. Más aún: por un proceso de sincretismo, ampliamente estudiado ya por especialistas como Ramos, Fernando Ortiz, Nina Rodrigues, Price-Mars, el Mayor Maximiliano y otros, muchas  divinidades cristianas fueron a enriquecer el panteón africano (yoruba, principalmente) sustituyendo con sus imágenes las de antiguas representaciones antropomorfas y zoomorfas, ídolos o dioses mayores, de entidad más abstracta, cuyos nombres adoptaron. Así fue como san Lázaro vino a hacerse uno con Babalúayé; la virgen de Regla, con Yemanyá; santa Bárbara, con Changó; Ochosí, con san Norberto; Eleguá, con el Anima Sola, etc.

Otro factor que habría de atraer al negro al templo cristiano era la música. En época en que las iglesias eran, en cierto modo, las únicas salas de conciertos, lo que en ellas ocurría no le era indiferente. Desde luego que entre la cultura que representaban los cantos entonados “según las costumbres de la Iglesia Hispalense” –como quería Juan de Witte– y los ritmos que el negro llevaba en las venas, mediaba un abismo. Pero el negro –obsérvese bien– no ha tenido dificultad alguna para asimilarse rápidamente, haciéndola cosa suya, la música de los países a los que fue llevado. En los Estados Unidos, aprendió el himno protestante. En Santo Domingo se adueñó de danzas y canciones francesas. Hubo en Cuba, como habremos de verlo más tarde, negros especializados en la interpretación de tiranas y seguidillas, de tonadillas escénicas españolas, de contradanzas y de minuets.

“Muy deplorables son las primeras noticias que tenemos de la música en la isla –afirma, airado, el cronista José María de la Torre–; baste saber que en las iglesias cantaban negras, y que entre los instrumentos aparecía el güiro”. La verdad era que, en Santiago de Cuba, la  escasez de instrumentos, y muy a menudo de organistas, justificaba la utilización de músicos profanos para las solemnidades del culto. Se verificaba, a fin de cuentas, un proceso análogo al que, en la Edad Media, abría las puertas de las parroquias menores a los ministriles. Y es que los músicos eran todavía muy pocos en Cuba. En una “Relación de vecinos de La Habana y Guanabacoa”, hecha en 1582, no aparece residente alguno con profesión de músico. En Santiago de Cuba había ya, sin embargo, una pequeña orquesta compuesta por dos tocadores de pífano, un sevillano, tocador de violón, llamado Pascual de Ochoa, y dos negras libres, dominicanas, oriundas de Santiago de los Caballeros, que eran las hermanas Micaela y Teodora Ginés. Esa orquesta, formada para las fiestas, también tocaba en las iglesias.

Desde 1553, La Habana era lugar oficial de residencia de los gobernadores de la colonia. La seguridad ofrecida por su puerto, la creación de nuevas líneas marítimas a la Veracruz, a Trujillo, y a Cartagena, aumentaron la importancia de la ciudad, transformándola en “llave del Nuevo Mundo”. Las noticias que de esto habían llegado a la provincia oriental motivaron la desintegración de la primera orquesta santiaguera. Un buen día, Pascual de Ochoa y Micaela Ginés se decidieron a probar fortuna en La Habana, dejando en Santiago a Teodora. A fines del siglo, hallamos a estos músicos unidos en un cuarteto con un español y un portugués: el malagueño Pedro Almanza, violinista, y el lisboeta Jácome Viceira, “clarinete”.[11] Este conjunto solía enriquecerse de acompañantes que “rascaban el calabazo y tañían las castañuelas”. Sobre sus actividades nos dice una crónica: “Asisten a los actos a que se les llama (bailes y diversiones) mediante previo convenio. Estos músicos siempre están comprometidos y para obligarlos a la preferencia, es preciso pujarles la paga, y además de ella, que es exorbitante, llevarles cabalgaduras, darles ración de vino y hacerles, a cada uno y también a sus familiares (además de lo que comen y beben en la función), un plato de cuanto se pone en la mesa, el cual se llevan a sus casas. Estos mismos músicos concurren a las fiestas solemnes de la parroquia, que son las de san Cristóbal, san Marcial, el Corpus, etcétera”.

No obstante, la situación económica del ilustre cuarteto no parece haber sido tan boyante como lo quiere el cronista. De ello nos da cuenta exacta un acuerdo del Cabildo de La Habana, del 10 de enero de 1597, en que “se vio y leyó la petición de los ministriles que al presente residen en esta ciudad, pidiendo algún salario para ayudar a su sustentar, y visto y platicado por la dicha Justicia y Regidores, de un acuerdo acordaron que de los propios de la ciudad… se les den cien ducados por año a todos los cuatroque caben a veinticinco duros cada uno y corra el dicho año y se cuente desde primero día deste dicho mes y año en adelante, pagados por sus tercias y con obligación de que tengan que acudir a las fiestas públicas desta ciudad y a las demás cosas que el cabildo ordenare”.

Por lo pronto, quedaba un hecho establecido que habría de tener una considerable influencia sobre la formación de la música cubana: ya en el siglo XVI (como lo observaremos con caracteres decisivos en todo el XIX) la profesión de músico excluía, tácitamente, por la escasez de ejecutantes capacitados, la posibilidad de una discriminación racial. Como habría de observarlo José Antonio Saco, en 1831, con palabras que ya hubieran sido actuales en 1580: “La música goza de la prerrogativa de mezclar negros y blancos… pues en las orquestas, vemos confusamente mezclados a los blancos, pardos y morenos”.

Teodora Ginés, negra horra,[12] permaneció en Santiago. “Má” Teodora, como la llamaban –alusión a una edad que tal vez le vedara el fatigoso viaje a La Habana– era famosa por sus canciones. Una de ellas ha llegado hasta nosotros. Se trata de la única composición que puede darnos una idea de lo que era la música popular cubana en el siglo XVI: el famoso Son de la Má Teodora.

Sánchez de Fuentes, fiel a una convicción meramente personal, que le llevó al más cerrado de los callejones sin salida, quiso ver una “influencia aborigen” en ese gracioso y lindo canto. Otros han llegado a considerarlo como una afirmación súbita y decisiva de una idiosincrasia sonora cubana –nacida por generación espontánea–, que habría de perdurar hasta hoy. La verdad es que un examen somero de este “primitivo” antillano, desnuda sus raíces con bastante facilidad. Se trata, simplemente, de un calco de romance extremeño, cuya melodía ha sido un poco modificada por hábitos de entonación popular (el la del octavo compás, por ejemplo), separándose los incisos por un estribillo rítmico rasgueado sobre las cuerdas de la bandola (o bandora, o mandola). La letra se ajusta al clásico octosílabo del romance, tan bien estudiado por Vicente Mendoza, con su acentuación en las sílabas 1, 3, 5 y 7.

DON-de es-TA la MA teo-DO-ra

En cuanto al ritmo de las frases que ofician de coplas (“¿Dónde está la Má Teodora?… ¿Con su palo y su bandola?”, etc.), se ciñe fielmente a uno de los patrones hispánicos, establecidos por el mismo Vicente Mendoza, al determinar los orígenes del corrido mexicano. Digamos, de paso, que no confiamos en la exactitud de la notación, generalmente admitida, de este canto. No es probable que los tráqueos del verso inicial se transformaran en yambos, al proseguir la voz sobre una frase del mismo corte y de la misma acentuación que la anterior, después del primer estribillo. Esta inversión de valores no responde a necesidad alguna, constituyendo una complicación inútil, reñida con la buena lógica popular. Pero esto es un detalle que no afecta el fondo del problema. En lo que se refiere a la melodía, el Son de la Má Teodora guarda el más estrecho parentesco con las de todo un grupo de romances extremeños. Tomad el romance de la Delgadina. Tal parece que hubiera una cita casi textual de un buen fragmento de su melodía, en la canción santiaguera, con una leve modificación de tipo modal –muy inferior, en este caso, a la sufrida por otros romances pasados a América–. No pretendemos demostrar, desde luego, que la buena Má Teodora se hubiese apropiado a conciencia de una melodía de romance, cantada en Cuba por aquella época, ni que la Delgadina hubiese sido, precisamente, la víctima del hurto. Pero la órbita sonora era la misma. La trovera de Santiago había asimilado lo que entonces se escuchaba en la isla, y lo devolvía a su manera, añadiéndole un rasgueado estribillo que, no por mera casualidad, tiene el mismo ritmo que solía introducir, en el siglo pasado, las coplas de La Resbalosa, danza de negros de Argentina y Chile. Un detalle interesante: su bandola parece haber perdido dos órdenes de cuerdas, transformándose en un instrumento similar al tres,[13] que aún se usa profusamente en la música popular cubana. Si las coplas son de herencia española, los rasgueos son de inspiración africana. Los dos elementos, puestos en presencia, originan el acento criollo. La forma literaria de este son presenta un cierto número de particularidades que han perdurado hasta hoy. La expresión de “rajar la leña”, se toma aquí como “estar en un baile”, es decir, trabajandoEs muy interesante observar que este tipo de sustitución idiomática –la idea de jolgorio, por una irónica alusión al trabajo– es algo que llegó a crear una verdadera tradición en la música popular de Cuba. Como se decía “rajar la leña”, por tocar también se dijo “cazar el verraco”, “sacar la manteca”, por bailar. El Primero de Mayo de 1945, todavía se anunciaba un baile popular en La Habana, bajo el título de “sacar el boniato”. No olvidemos que “rajar la leña”, “cazar el verraco”, “sacar la manteca” y “sacar el boniato”, eran ocupaciones típicas de la población rural de Cuba en los albores de la Colonia.

El tipo de estribillo, de una sola frase, con su repetición final, ad libitum, hasta saciar a los bailadores, se observa todavía en los sones llamados “montunos” –los más rudimentarios–, del tipo de Mujeres, no se duerman, y otros. Pero volvamos a la Má Teodora

¿Dónde está la Má Teodora?
Rajando la leña está.
¿Con su palo y su bandola?[14]
Rajando la leña está.
¿Dónde está que no la veo?
Rajando la leña está,
Rajando la leña está
Rajando la leña está,
Rajando la leña está,
etc., etc…

La forma “pregunta-respuesta”, entre el solista y el coro, nos viene de los juegos cantados de África. Aunque los areítos, mencionados por Oviedo, parecen haber tenido esta misma estructura, debe desecharse la hipótesis de una influencia. El carácter antifonal o responsorial se halla en los cantos colectivos de casi todas las civilizaciones primitivas. Fernando Ortiz señala su presencia en la totalidad de los cantos religiosos de los yorubas. Si los negros traídos a las Antillas hallaron a los indios cantando de esa manera, no pudieron ver en ello un progreso sobre sus propias naciones. Lydia Cabrera ha recogido, en Cuba, un antiguo canto de esencias mucho más primitivas, que responde al mecanismo del Son de la Má Teodora:

solo. – ¡Aquí no hay visita, Kende Ayere!
coro.– Walo-Wila, Walo-Kende, Ayere  Kende!
solo. – ¿Quién es la visita, Kende Ayere?
coro.– Walo-Wila, Walo-Kende, Ayere  Kende!
solo. – ¡Compadre caballo, Kende Ayere!
coro.– Walo-Wila, Walo-Kende, Ayere  Kende!

Esta expedita estructura de copla-estribillo línea a línea, había llamado ya la atención a ciertos autores del Siglo de Oro español, como característica musical africana. Cuando Simón Aguado, en 1602, hace cantar ne gros en uno de sus entremeses, pone en sus bocas coplas de este tenor:

Dominga ma beya,
tu, pu tu tú,
que una cara estreya,
tu, pu tu tú,
casamo en eya,
tu, pu tu tú,
y como e doncella,
tu, pu tu tú,
hijo haremo en eya,
tu, pu tu tú.

Así como la Má Teodora terminaba su son con una obstinada repetición del estribillo, aún podía oírse, hace unos treinta años, ritmando el paso de comparsas habaneras, esta sola frase, cantada hasta el agotamiento:

Sube la loma ‘e San Martín,
Sube la loma ‘e San Martín, …

Si el examen del Son de la Má Teodora resulta interesante en extremo, es porque revela, en el punto de partida de la música cubana, un proceso de transculturación destinado a amalgamar metros, melodías, instrumentos hispánicos, con remembranzas muy netas de viejas tradiciones orales africanas. El negro, situado en la escala más baja de la organización colonial española, aspiraba a elevarse hasta el blanco, adaptándose en lo posible al tipo de arte, de hábitos, de maneras, que se ofrecía por modelo. Pero no por ello olvidaba su instinto de la percusión, transformando una bandola en un productor de ritmos. Así, en el son cubano, como en la samba brasileña, las guitarras tienen una función más percutante que melódica. Los contrabajistas de orquestas callejeras no usan el arco. Sólo el tresderivado de la antigua guitarra de cuatro cuerdas, suele seguir el canto, adornándolo con cadencias y melismas.

El Son de la Má Teodora se cantaba todavía en la región oriental de Cuba, a principios del siglo XIX, en las mascaradas de San Juan y Santiago.

 

Notas:

[1] Cantor o capiscol. Canónigo, cargo episcopal a cuyo cargo estaba antiguamente el gobierno del canto en el coro en las iglesias y catedrales. (N. del E.)

[2]  1. Lugar de culto. Término de origen náhuatl. Basamento piramidal anahuaca coronado por un templo. Dicho basamento utiliza el  metódo de construcción talud-tablero. 2. ‘En el Teocalli de Cholula’, poema escrito por el escritor cubano José María Heredia en 1820, considerado el precursor de los grandes cantos románticos de Hispanoamérica. (N. del E.)

[3]  Construcción rústica de planta rectangular levantada con troncos o ramas de árbol sobre un entarimado a cierta altura del suelo para preservarla de la humedad, característica de América tropical y símbolo del paisaje cubano. (N. del E.)

[4] Canto y baile de los aborígenes de las Antillas. El areíto taíno era una especie de rima romance que cantaban y bailaban a un mismo tiempo los taínos, ancestros caribeños de los habitantes de la isla. La inspiración emanaba de sus historias cotidianas y de hechos pasados de la tribu o victorias recientes cuyas gestas eran entonadas en coro o de forma individual por un individuo cuya misión era guiar la    danza y/o el relato, que los otros repetían. Devino, además, un medio de fundamental importancia para conservar y transmitir sus propias costumbres. Eran de carácter colectivo y ceremonial y participaban en él todos los integrantes de la comunidad.  (N. del E.)

[5] Conjunto espeso de hierbas y arbustos tropicales. (N. del E.)

[6]  Atril grande en que se ponen el libro o libros para cantar en la iglesia y que, en el caso del que sirve para el coro, suele tener cuatro  caras que permiten colocar varios volúmenes. (N. del E.)

[7] José Manuel Ximeno: Obispos de Cuba.

[8] Véase Historia General y Natural de las Indias (1535), del Capitán Gonzalo Fernández de Oviedo y Valdés (1478-1557). (N. del E.)

[9] Lengua bantú que se habla en Angola, especialmente en las provincias de Luanda, Bengo y Malanje. (N. del E.)

[10] Danza y género musical originarios de la Antilla Mayor perteneciente al complejo genérico del son y que se encuentra íntimamen te emparentado con las rumbitas que se realizan en las festividades de los guajiros (campesinos) cubanos, y que proporcionaron la base musical de las rumbas flamencas. De tempo rápido y letra cómica. Desde finales del siglo XVIII, las guarachas se tocaban y cantaban en teatros musicales y en salones de baile de baja estofa. Se convirtieron en una parte integral del teatro cómico bufo a mediados del siglo XIX. Desde finales del siglo XIX y durante buena parte de la primera mitad del siglo XX, la guaracha ambientaba los burdeles de La Habana. La guaracha sobrevive hoy en los repertorios de algunos músicos de trova, conjuntos y grandes orquestas al estilo cubano. (N. del E.)

[11] Se trataba, sin duda, de una zampoña.

[12] Decíase de las personas que, habiendo sido esclavas, alcanzaban la libertad. (N. del E.)

[13] Instrumento cordófono derivado de la guitarra que –hay quien sostiene– surge en las zonas rurales del oriente cubano. No obstante, el etnólogo Fernando Ortiz sostiene que el tres no es una invención cubana y que instrumentos muy similares existían ya en la España medieval. Es el instrumento sonero por excelencia. Su función musical en los conjuntos de son no se limita al punteo melódico, sino que desempeña un importante papel en el plano armónico y rítmico; por tanto, deviene conductor y factor para la interacción y complemen tación con los demás instrumentos del conjunto. (N. del E.)

[14] Sin duda el “palo” es alusión al oficio de “bastonera”, que también debía desempeñar en los bailes.

 

Este texto corresponde al primer capítulo del libro La música en Cuba. Orígenes es historia: del clasicismo colonial al afrocubanismo, que acaba de publicar Libros del Kultrum.

 

 

 

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