No soy colaborador habitual de este estupendo site América 2.1, pero no logro evitar la tentación de enviar una especie de respuesta a mi amigo de toda la vida Oswaldo Páez-Pumar. No para agredir su posición que entiendo comprensiva con la oposición que concurre a unas elecciones que no son las ofrecidas por el joven y aguerrido dirigente Juan Guaidó, un santo al cual, aunque no sea de mi entera devoción, le rezo.
El problema, creo, no es de dirigentes de prestigio que han liderado a la oposición en estos ya casi veintitrés años de decadencia, sino la carencia de dirigentes como aquellos a quienes seguimos y admiramos Páez-Pumar, yo y amigos comunes. La formación en Venezuela ha venido en bajada desde aquellos tiempos cuando ambos nos formamos en un Colegio San Ignacio que no sólo no era el mismo, sino que era mucho más que el San Ignacio de ahora, aquellos tiempos donde las oportunidades de excelente y completa formación también se conseguían en institutos del Estado como los liceos Andrés Bello, Fermín Toro y Aplicación, para sólo citar tres.
Los niños y adolescentes de entonces nos incorporábamos a un país con muchos problemas, pero también con dirigentes de primera magnitud, de densa formación, que tenían, cultivaban y difundían sus propias ideologías enriquecidas a base de estudio, formación y dedicación, con la nobleza patriótica de que todas esas ideologías terminaban encontrándose en el objetivo común de un país y un pueblo en proceso diario de superación.
Fue aquella una Venezuela donde dictadores militares como Pérez Jiménez fueron represores al mismo tiempo que constructores y modernizadores, donde políticos democráticos combatieron la tiranía pero no la honestidad, e impusieron con talento –que es cosa genética-, conocimiento y análisis –que son producto del empeño personal- una democracia con espíritu de profundización y extensión que transformó de raíz al país y a su pueblo.
Pero esos grandes dirigentes, respetables de raíz, no supieron o no pudieron forjar a sus sucesores –en el caso de Copei fue peor, dos degollinas seguidas siempre con Caldera como núcleo-, y ése es el problema que padecemos ahora. Que penduleamos entre dos opciones, los delincuentes de un lado armas en la mano, y del otro dirigentes sin profundidad ideológica, más pendientes de la aparición en los medios que en el planteamiento doctrinario.
Sólo queda la esperanza que la generación que sucederá a los actuales sea un regreso a la grandeza, capaces de vencer a los errores y los fracasos.