Alma Delia Murillo: El don de la equivocación
Prendería una pira con todos mis errores y me incineraría sobre ellos para tener una muerte honorable. Sin dudarlo.
Y sé que la pira sería alta, muy alta.
Llevo dos días reorganizando libros y ocurrió lo inevitable: de uno y otro ejemplar salieron fotos guardadas por años, notas insulsas que escribí sólo para mí sobre asuntos que en algún momento consideré cruciales, anotaciones rápidas de domicilios o teléfonos hoy olvidados, y lo mejor: pactos interiores respetuosamente documentados en un pedazo de hoja maltrecha.
Me encontré con una yo que me resultó ingenua y me provocó ternura pero, sobre todo, me descubrí sorprendentemente controladora.
Esas notas que fui colocando sobre el tapete en el que estaba sentada me pintaron a alguien que trataba de sedimentar la existencia con listas de propósitos y balances estrechísimos de lo bueno y lo malo.
Dios o el Diablo, buena persona o mala persona, triunfador o fracasado, casado o soltero, feliz o infeliz: la taxonomía de lo burdo.
Cuántas murallas concebí para sobrevivir, para protegerme de la realidad ineludible.
Haciendo volar las hojas de uno de los libros aterrizó, providencial, en la palma de mi mano una de esas extravagantes listas de propósitos de año nuevo para el año 2006.
Ay.
Había, señores y señoras, una línea que decía: “equivocarme menos”.
Sí, sí, que uno de mis propósitos para el año 2006 era equivocarme menos. Y así nomás, sin explicaciones ni detalles o incisos desglosadores del objetivo principal.
Pedazo de visión de la existencia.
Me costó dar con algún resquicio en mi interior que pudiera explicarme cómo y porqué habría considerado eso un propósito fundamental en aquel momento de mi vida. Al poco rato lo encontré: se llama necesidad de aceptación.
No sé ustedes pero yo estoy jodida porque uno de mis principales motores es que los demás me quieran; anhelo complacer a todo el mundo, digo que sí a cualquier propuesta o invitación y luego me veo corriendo como perro de trineo tirando para un lado y otro en el histérico esfuerzo de cumplir con todo dios para que ni el diablo deje de quererme.
¿Que me piden un favor de cualquier índole? Yo digo que sí por difícil o abusivo que sea.
¿Que me invitan a dos o tres reuniones el mismo día? Allá voy, tarde a todas, estando sin estar a fondo en ninguna pero poniendo estrellitas de “cumplido” en mi boleta de pendientes.
Qué tormento autoimpuesto este de lograr un récord impecable de cumplimiento, una autoexplotación ejemplar.
Así que se me ocurrió que un verdadero acto de afirmación sería hacer un orgulloso recuento de los propósitos de fallas del año, una lista de errores como preciado objetivo para seguir viviendo. Homenajear desaciertos, estupideces y deslices por cometer que probablemente traerán el infinito con ellos.
Erosionar al estigma del fracaso.
Después de todo el inquilino problemático que nos lleva a tomar decisiones peligrosas, a buscarle tres pies al gato y a cagarla magistralmente es ese enfant terrible que alimenta el deseo embrionario del que nacen todas las cosas: el de empujar, salir, romper.
Inequívoco síntoma de salud psíquica cuando aparece. Y que se preocupen los que no tengan al menos media docena de errores bien documentados.
Siento frío. Me levanto y camino por la casa luego de haberme entregado a ese viaje cortesía de mis notitas acumuladas por años en los libros, y ahí, frente a mí, el cuadro que pende de la pared de la recámara se abre por primera vez a mi entendimiento: la libertad sólo es posible en la pérdida de control y radica en saber, que es justamente ese desamparo, ese despojo total lo que nos entrega a una protección que nos rebasa, no sé si llamarla divina, cósmica o intuitiva pero sé que ha de contenernos de algún modo.
Greyhound, se llama la pintura. Una mujer pisa el acelerador de su auto descapotable, echa la cabeza hacia atrás y deja que el volante la lleve hacia allá, hacia donde tenga que ir, hacia lo inevitable.
Quiero ser ella.
Después de todo hace veinticinco años que salí de casa de mi madre, ya me gané el derecho a desobedecer y a equivocarme.
Así que me alisto con ilusión para fallar hoy, que la vida está ahí y esos errores no se van a cometer solos.
Bienvenida la gracia, sobre todo, cuando nace equivocada.