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Alma Delia Murillo: México-París, París-México

¡Libertad, igualdad, fraternidad! dijeron los liberales franceses y se armó la revolución. Y cómo no se iba a armar con semejante propuesta amenazadora, ¿cómo que todos iguales? Todos libres, vale. Todos fraternos, venga.

¿Pero todos iguales?, no, no, no. Porque, seamos honestos y políticamente incorrectos: ¿usted se considera igual a su vecino que tanto le molesta, igual a su compañero de trabajo que tanto alucina, igual al limpiaparabrisas que se le acerca en el semáforo, igual a su Gobernador o a su Delegado? A que no; ¿o se considera igual al personaje detestable del PRI que reclutaba mujeres para que le prestaran servicios sexuales? Ni los dioses lo manden.

Siglos lleva la Humanidad elucubrando sobre la fantasía de la igualdad que ya sabemos es la mayor de las imposibilidades, a mí lo que no deja de intrigarme es por qué nos empeñamos en esa fantasía y no en mirar mejor la realidad.

Pues he aquí que aquel lunes me encontraba en la fila del mostrador para recibir mi pase de abordar de un vuelo suicida México- París, París-México en tan sólo cuatro días: dos para los traslados y dos para permanecer allá. Valió la pena, primero porque era un tema de trabajo interesante y luego porque sí; porque París bien vale una putiza o una misa, asegún. La hilera de humanos arrastrando la maleta de la que yo formaba parte, era básicamente la misma de siempre: mucha gente hablando con su teléfono móvil y muy poca gente hablando entre sí, pasaportes y vasos desechables de café en la mano, rostros agotados o expectantes, algunos extranjeros con uno de esos espantosos sombreros a la viva México cuya adquisición sólo se puede explicar imaginándolos borrachísimos de tequila. Todo normal.

La única cosa relativamente complicada de la fila era que en ella estábamos tanto pasajeros con destino a París como pasajeros con destino a Holanda que seríamos atendidos en los mismos mostradores. Había otras dos variables extraordinarias: delante de mí estaba un señor que llevaba un enorme pastor alemán en una jaula y al que no dejaba de hablarle para tranquilizarlo pues estaba por ponerlo en la banda de equipaje, le hablaba con un amor y una compasión para desbaratar la dureza de cualquiera y —juro por las diosas— justo detrás de mí, estaban formados veinte o más púberes miembros de la sub dieciocho del Club Santos Laguna; estaban tranquilos y amigables con sus pants verdes rebosantes de músculos entrenados y sus playeras blancas rebosantes de pechos emocionados; iban a Holanda a una competencia de fútbol, no tengo la menor idea de para qué campeonato o liga amistosa. Nos pusimos a platicar, me mataban de ternura sus rostros felices, sus maneras educadas.

Así que ahí estaba yo, en medio de esos dos cuadros de amor y de entusiasmo que me tenían el corazón dando saltos, cuando llegó mi turno para que me dijeran a cuál ventanilla podía pasar y en menos de lo que se los cuento, se armó la del Rosario de Amozoc, (si no tienen el referente, búsquenle, la anécdota es bonita) épica batalla campal internacional. Rebatinga de clase mundial, pues. ¿Por qué repetimos eso de clase mundial tan ufanos, insisto? Como si el mundo fuera algo para presumir. Pues he aquí que un francés que estaba casi al final de la fila, decidió, por sus huevos poché, saltarse hasta delante de los de la sub dieciocho argumentando que eran muchos y que no era justo esperar a que ‘una familia tan numerosa’ hiciera primero que él la documentación. Decía tres palabras en español y luego se descosía en francés que hablado así no tenía nada de romántico ni de lenguaje del amor.

El de la sub que estaba junto a mí, trataba de explicarle con una paciencia y una amabilidad sobrenaturales, que el orden era bueno para todos, que respetara la fila pero el galo nomás no entendía y se ponía cada vez más agresivo, con el rostro enrojecido le gritaba al deportista que, dicho sea de paso, lo rebasaba como por veinte centímetros de altura y desde ahí arriba lo miraba con calma. Todos empezamos a inquietarnos, desde luego.

Yo entré en ese trance que se apodera de mí siempre que presencio una escena de la cuál sé que hay una historia para entender y una historia para contar: empiezo a pensar que pienso, a contar que cuento, a reírme de que me río.

El metapensamiento, que le llaman. O la metachaqueta mental, como prefieran. Otro miembro de la sub hizo contacto visual conmigo, yo me reía y él movía la cabeza negando mientras a medio sonreír dejaba salir un ¡Tssss!

El perro comenzó a ladrar.

No podía tomar mi turno para la documentación porque el personal de la aerolínea dejó de atender ante el alboroto.

De repente saltó un español de no sé dónde y encaró al agitador increpándolo en lo que sonaba a un perfecto francés hasta que en perfecto castellano lo mandó a tomar por culo. (Literalmente, eso le dijo).

Y el perro: guau, guau.

Y el dueño del perro con una galleta en la mano: shhhh, shhhh.

Y el de la sub dieciocho: tssss.

Y un empleado de la aerolínea: mesié, mesié.

Y el francés: glú glú glú.

El español: a tomar por culo.

Y la pasajera Murillo: ja ja já.

¿Dónde reside el grado máximo de la evolución humana? En el lenguaje, ¿pero qué hacer si el lenguaje no funciona?, pues para eso están los chingadazos.

Para allá iban el francés y el español cuando una mujer del mostrador, ya entrada en años y en carnes levantó la voz y dijo que si no nos calmábamos, iban a cerrar el proceso de documentación y perderíamos nuestros vuelos, todo en un clarísimo francespanglish. El regaño sonó un tanto maternal, supongo que por eso funcionó. En ese momento se apersonaron dos miembros de seguridad del aeropuerto y se llevaron a rastras a los que estaban a punto de romperse la europea cara a golpes.

Ah, qué bonito es lo bonito cuando vuelve la tranquilidad. Todos en la fila nos pusimos nerviosos pero nos quedamos calladitos, hasta el perro. Calma y champaña durante el trayecto. El paraíso. Pero luego de once horas de vuelo, cuando llegué a París, una vez más, me detuvo la policía migratoria. El prejuicio racial, señores y señoras, sigue siendo una chingadera de esas de clase mundial contra la que muchos batallamos, yo entre tantos. Que si era marroquí o mexicana, que mi pasaporte, que con qué iba a pagar mi estancia en París; la misma mierda de siempre. Cuando viajo a Europa me detienen porque parezco árabe, marroquí, o aún peor: latina.

En fin.

En el vuelo de regreso me senté junto a una chica nacida en Rusia pero viviendo en Alemania, se desbordaba de emoción porque por fin conocería México. Se llama Olga Panova, tuvimos tiempo para contarnos la vida entera y nuestras experiencias en diferentes viajes, su carita evidentemente rusa también suele ser una mala etiqueta en Europa.

Al final nos reíamos a carcajadas, yo por morena y ella por rubia rusa que no es lo mismo que rubia francesa o rubia americana. Cierro los ojos y escucho imagine all the people sharing all the world. “Libertad, igualdad, fraternidad o la muerte” decía la consigna original de la Revolución Francesa.

Y el perro guau, y el francés glú, y el púber tsss, y madám Panova já, y madám Murillo ja já y Lennon imagine there is no countries, it isn’t hard to do.

 

 

 

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