Alma Delia Murillo: Mi abuela y Pancho Villa
A la memoria de mi abuela, doña Paz Villaseñor
Era esbelta y diminuta pero abría la boca y una legión de dragones podía incendiarte si no esquivabas el fuego.
Mi abuela, michoacana orgullosa, cargaba una procesión por dentro con la que intentaba mitigar las culpas de la vida transgresora que llevó. Se escapó del convento, se casó dos veces, vivió en concubinato una más, se desentendió de sus hijas, fue partera y no me extrañaría si algunas veces la labor que procuró no fue para asistir partos sino abortos. Era la católica más ferviente y se entregaba a sus rezos con la transfiguración de una santa guerrera en trance.
Vivió noventa y seis años con toda su fiereza, con toda su fe, con toda su lujuria.
Doña Paz Villaseñor, a la que le gustaba presentarse como Paz Villa, era una admiradora de don Pancho. Supongo que en el fondo de su alma fantaseaba con estar emparentada con él.
La señora no podía llorar, el argumento clínico era que su fosa lagrimal estaba obstruida. Pero yo sé que no lloraba de puro cabrona.
Tenías que andarte a las vivas con ella porque no le gustaba la gente tonta: “ese tiene cara de mondongo”, diagnosticaba cuando la generosidad le alcanzaba para un gesto de elegancia porque cuando no, soltaba un “ese tiene cara de pendejo” a rajatabla.
La prudencia no era lo suyo, la paciencia menos. Tenía frases lapidarias para todo: Para que haya un cabrón, se necesita un pendejo. La soledad es muy triste, andar solo no lo aguantan ni los perros. Nadie es hijo hasta que no es padre.
Los tres hombres que tuvo la volvieron loca. Mi abuelo don Anselmo, del que lo único que tengo es un diccionario de la lengua castellana con la edición fechada en 1926; Anselmo le doblaba la edad a doña Paz, así que pronto la dejó viuda y ella se casó con don Daniel del que luego se separó mentando madres, finalmente se enamoró como Bacante poseída de un tal don Antonio que la hizo ver su suerte. Y es que la pobre, parafraseando al general, primero se enamoraba y después investigaba. Supongo que en cuestión de amores se fusilaba a sí misma cada vez como Villa sugería: fusílenlo, después averiguamos.
A los diecinueve años tuve un accidente brutal, me atropelló un trolebús. Sigo sin entender cómo sobreviví. El caso es que por aquellos días, mi abuela estaba en casa de mi madre añorando su terruño en Michoacán y yo convalecía por el accidente también en casa de mi madre añorando el cuchitril de la colonia Clavería en Azcapotzalco al que recién me había mudado con unas compañeras universitarias declarando mi autosuficiencia con un orgullo imposible.
Las dos éramos insomnes, así que a las tres de la mañana nos poníamos a platicar como si fuera el mediodía. Mi abuela siempre tenía hambre. Bendita ella y su hambre. Y su garra. Y sus ganas de comerse al mundo mezcladas con ese pudor que la volvía fascinante.
En la madrugada, entonces, me pedía que le calentara un taco; yo cojeaba hasta la cocina —el trolebús me había dejado una pierna morada como berenjena— y le improvisaba en la estufa lo que fuera. Ella salivando por pegarle una mordida a la tortilla y yo por escuchar sus historias, nos sentábamos a la mesa.
Me hablaba de Pancho Villa, le preocupaba que no tenía claro si le habían dado cristiana sepultura. Me decía que él y Emiliano Zapata eran los hombres más guapos que había visto este país, todo lo contrario al sapo ese de Diego Rivera que encontraba más feo que pegarle a tu mamá un diez de mayo y no entendía por qué demonios tenía que aparecer en los billetes y en las monografías de las escuelas. Tan requetefeo.
Una noche le dije que su héroe en realidad no se llamaba Pancho Villa y se enojó.
Que no, abuela, te lo juro, se llamaba José Doroteo Arango Arámbula.
Ella amusgaba los ojitos y me decía “muchacha malacabeza”.
Me gustaba hacerla enojar, me conmovía descubrirla groupie adolescente, fangirleando como la que más, celosa de su ídolo.
Diecisiete años después el deterioro de mi abuela era tal que dolía mirarla. Silla de ruedas, pañal, dormida la mitad del tiempo. Cuando estaba despierta, algunas veces me revisaba el ombligo para ver cómo le había quedado porque ella fue la partera que asistió a mi madre cuando yo nací, otras veces pedía una Coca-Cola y cuando se la negaban por motivos de salud, decía: ya no quiero nada, ni Coca ni cola. Y nos desternillábamos de risa. Pero siempre volvía a Pancho Villa, pobre hombre, esos perros lo mataron a traición, ¿ya lo habrán enterrado? ¿le darían cristiana sepultura?
Aunque la extraño todo el tiempo, su ausencia me pesa como nunca en las madrugadas de insomnio, cuando pienso en ella con una ternura ácida que me destempla el alma.
Mi abuela nació un 17 de julio de 1917 y murió el año 2013, un 20 de julio. Como Pancho Villa.
Llovía sin parar aquél sábado que la velamos. Acaso también lloviera el día que mataron a su amor platónico. A su Pancho tan guapo, tan sombrerudo, tan centauro.