Alma Delia Murillo: Reparar
Cada tanto me entra una manía reparadora.
Me pongo a buscar entre mi ropa las prendas que necesitan un botón o reforzar el dobladillo. Voy a mis libros y veo qué puedo hacer por los más destartalados.
No fue siempre así. Por ahí de los 30 me dio por tirar todo lo que “ya no servía”.
Pero ahora no. De unos años para acá la idea de reparar me emociona y me seduce. En mis múltiples mudanzas siempre busco al llegar al barrio un lugar para reparar zapatos. Me ilumino cuando me entregan un par de botas como nuevas con las tapas recién cambiadas o con un parche oculto.
Con esta crisis sanitaria, los sitios donde reparan están cerrados. Las tiendas donde compramos, también están cerradas.
Y eso me ha hecho poner en fila las cortinas y un par de pantalones para repararlos yo. Llevo días saboreando el momento de sentarme a hacerlo. La pequeña victoria de decir “lo arreglé” que deja una sensación real de poder.
De niña vi a mi abuela y a mi madre reparar ropa, cazuelas, zapatos, almohadas… claro que yo tenía la fantasía de recibir objetos nuevos y rodearme de ellos. Pero cuando mi mamá me devolvía un abrigo o una falda reparadas, me salía un “¡lo arreglaste!” con una admiración absoluta. Ella tenía el poder de arreglar las cosas. El poder de reparar.
La muñeca a la que se le zafó el brazo, el diente que me fracturé, la falda del uniforme de la escuela. Todo podía repararse.
Con el paso de los años he pensado que esa experiencia de reparación y alegría que me dio mi madre es sobre lo que está sustentada mi existencia. Mi sensación de tener el lugar más legítimo en el mundo viene de mi capacidad de reparación.
Hace algunas noches vi en Netflix el documental “For Sama” (2019, Waad al-Kateab, Edward Watts), hay una secuencia de un parto donde el recién nacido no tiene pulso, no respira. Sentí cómo mi corazón se paró por un segundo anhelando, como cuando era niña, que los médicos lo arreglaran.
Esa abuela partera que forma parte de mi historia vino a mi mente. Qué sentiría mi abuela, cómo celebraría arrebatarle un niño a la muerte, devolverle el pulso, la respiración, repararlo.
Hay algo en la reparación que cuenta lo mejor de la humanidad. Todos sabemos destruir, es fácil, es rápido, basta dejarse llevar por un estallido. Reparar es otra cosa, no todos tenemos la capacidad de reparar, o no siempre.
Pero cuando aparece el impulso de reparar, hay tantos componentes de la psique puestos en ello que sus beneficios son inconmensurables: reconocer el error, detectar lo que está roto, no resignarse a dejarlo así, aprender de la fractura, de la herida, de la función que se niega a responder. No puedo evitar sentir cierta simpatía cuando veo a un hombre reparando su auto, reparar es un síntoma de salud, un aspecto luminoso de los seres humanos.
En el edificio donde vivía hace cuatro años había un conserje que me impresionaba por su capacidad de repararlo todo. Desde el elevador hasta el desagüe, pasando por las puertas, las lámparas y hasta un tacón que se me rompió una mañana que bajé corriendo a una junta de trabajo y el taxi ya me esperaba en la puerta. Agustín era capaz de arreglar cualquier cosa.
No pasaba medio día sin que el hombre reparara aquello que se había descompuesto. Era mayor pero fuerte y ágil. Tenía un halo más allá de la dignidad, era como un súper poder que emergía de él cuando tarareaba mientras manipulaba los objetos.
Se iba cada mañana que cambiaba turno como un conquistador bajo una lluvia de laureles en el camino de regreso a casa.
He pensado mucho en la reparación estos días, en lo que quizá hemos reparado de la casa ahora que tenemos tiempo, en el clóset o el librero que por fin arreglamos. Pienso en la tormenta destructiva de los medios, de las redes sociales, en la estampida de mensajes alienados que buscan destruirse en uno y otro bandos de la polarización.
Vamos a necesitar mucha, mucha fuerza de reparación; esa que nace de la humildad de no tener la razón, pero sí lucidez para detectar lo que está roto y exige trabajo sin discursos, sin alardes. Trabajo de reparación, poderoso y humilde. Sin dogmas, sin ideologías, con el impulso vital empujando.
Ya, la palabra «reparar», da aliento. Qué abismo entre el que repara y el que destruye.