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Alma Delia Murillo: Sobrevivientes, sí, maldita sea

Llovió toda la noche, siento frío mientras camino hasta la sucursal más cercana de mi banco (de mierda) de confianza.

El asfalto tiene esa pátina cuando lo cubre la lluvia, como si le sacara brillo y a la vez le hiciera exudar lo peor de sí mismo, el brillo y el cochambre de quienes lo transitamos.

Algo se me encoge en las entrañas ante este desfile de personas a media cara. Somos la humanidad, me digo. Somos la humanidad viviendo con la cara medio cubierta, con el cuerpo en resguardo.

Al llegar al cruce de dos avenidas infinitas, se acompasa el sonido del conteo en el semáforo, suena como si la ciudad fuera un gigante de hormigón cuyos signos vitales son monitoreados en la sala de un hospital, bip, bip, bip…

Este gigante de concreto y sus habitantes con cubrebocas. Siento de pronto el cansancio acumulado de estos cinco meses, estos 150 días que al principio creímos que serían 40. Qué ingenuos fuimos, y qué posmodernos, eso también.

Hay días en que no me importa nadie más que yo misma, días en que me irrita el exterior, en que me molestan los otros, en que no tengo paciencia ni empatía con mis propias miserias; no lo digo con orgullo pero es lo que es.

Y luego hay días, como hoy, en que todas las personas me importan y todo me duele y quisiera ayudar y me desgarra por dentro el funcionamiento de este mundo de cagada.

Y luego, justo, ahí, entre la sístole y la diástole de Avenida Revolución y Progreso, a mis pies dos niños de no más de tres años acompañan a su madre que vende dulces. Cuando el semáforo se pone en rojo, la mujer camina entre los autos ofreciendo sus productos y los pequeños la esperan en la banqueta, conocen bien los límites del peligro. Ella y ellos viven así, en la supervivencia desde hace años, qué digo años, generaciones. Esos niños habitan la calle con soltura. Quizá es chocante la imagen, pero está ahí, frente a mí, la seguridad de los niños de la calle. No voy a refugiarme en mi pitera culpa clasemediera así que dejo salir lo que realmente me habita; la torpeza.

Y creo que entiendo lo que entiendo, ellos me llevan ventaja en esto de vivir en la incertidumbre, de no sentirse seguros, de enfrentar al mundo cada día sin certezas.

El semáforo dura una eternidad, miro el teléfono, encuentro el video de una actriz que asegura que la vacuna traerá suplantación de personalidad y microchips que te pueden hackear el hipotálamo.

Leo los mensajes de quienes se burlan de ella pero otros que están de acuerdo y también citan a Miguel Bosé, el cantante, con su teoría conspiranoica. Qué irresponsables, carajo, habrá quienes les crean y les hagan caso; habrá miles o quizá millones que construyan su conocimiento del mundo a través de ellos. Me da rabia. Pero si la muerte es real, el dolor es real, ¿o no se han enterado?

Regreso a casa con el bip, bip, bip metido en el corazón. Entonces llama mi madre, amor, risas, discusiones. Llegamos al punto inevitable, la pandemia. Esta vez, luego de meses negándose, me dice: Mi amor, sí me voy a poner la vacuna cuando esté lista, ¿y sabes por qué me la voy a poner?, por ustedes.

Me está diciendo que se va a poner la vacuna por nosotros, sus hijos. Le respondo que nosotros nos la vamos a poner por ella. Sí, es un acto de amor.

Bip. Bip. Bip. La sobrevivencia tiene génesis en el amor. Sobrevivir es un súper poder del amor; como una ráfaga imagino todas las lecturas sobre historias de persecución, las guerras, los huérfanos, los seres humanos que sobrevivieron a exterminios sólo porque llevaban la semilla del amor dentro.

Tengo ganas de llorar, qué quieren, esta infame cuarentena convertida en eternidad.

No soy nadie para que me respeten, pero me atrevo a pedirles algo: vacúnense cuando llegue el momento, háganlo como un acto de amor a los suyos. Nada más, pero nada menos.

Me despido porque quiero escuchar la canción de Sabina que da título a este texto, pienso en una sola línea: superviviente, sí, maldita sea. Nunca me cansaré de celebrarlo.

 

 

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