Alma Delia Murillo: Tazas de café
Cuento al café entre mis taras, manías y bálsamos; encaja en todas. Pertenezco al grupo de humanoides que sin tomar un café por la mañana son incapaces de mutar a humanos.
Es imprescindible para mí. El café me centra, me alinea el alma con el cuerpo y la actividad neuronal, me pone completa en el mundo.
Cuando mis hermanos y yo éramos niños, mi madre (mormona transitoria en su búsqueda de algo en qué creer) evitaba a toda costa que bebiéramos ese veneno que nos iba a dejar enanos porque los niños que toman café no crecen y porque tomar café es pecado. Nos daban una infamia aberrante llamada café de soya. Una calamidad, una desgracia, una vileza. Así que descubrí el café auténtico hasta que me fui de casa y creo que ese es el verdadero estandarte de mi emancipación adolescente.
Estoy convencida de que se manifiesta algo de la afinidad de carácter en la preferencia por esta bebida. Mis mejores compañeros de viaje han resultado aquellos a los que les gusta el café tanto como a mí. Podría decir con precisión cómo toma el café cada una de las personas que he amado y que amo aunque no me acuerde bien de su fecha de cumpleaños.
El café es un placer dentro de otro y luego dentro de otro y otro. No sólo el sabor de la bebida misma. Porque aunque tengo claro que me gusta muy caliente, sin azúcar ni ningún tipo de endulzante y con un toquecito de crema; también sé que me gusta sujetar la taza con las dos manos, que me gustan las tazas blancas para servirlo y que me agobia mucho cuando dos personas toman café en tazas diferentes, que lo prefiero cuando es aceitoso y huele achocolatado, que me gusta mirarlo y olerlo antes de dar el primer trago.
Hoy vi apiladas un montón de tazas de café sucias en la cocina de un restaurante, miré hacia las mesas, me sentí frente a un abismo de historias porque yo creo que todas las tazas de café tienen algo que contar. Así como hay ojeras bien ganadas, cultivadas primorosamente y ojeras ganadas a lo puro pendejo, hay tazas de café memorables y otras que nos pudimos haber ahorrado. Así también hay —seamos honestos— relaciones e intentos de relaciones que, si no estaríamos dispuestos a cancelar con un borrón o tachón inmisericorde, al menos nos preguntamos qué carajos hacíamos ahí. En ese segmento de relaciones insulsas agrupo yo a un par de hombres a los que no les gustaba el café. De plano.
Que si el café tiene propiedades curativas o atenta contra la salud, no me interesa. Abomino de nuestro culto a lo saludable que lo único que refleja es que estamos más enfermos que nunca. Me interesan sus historias, asimilar el hecho de que tener un café entre las manos es de verdad un lujo. Me interesa sentir eso que ahora mismo está saltando en mi interior, ahí está: dos personajes a los que une la historia de una taza de café, corro a anotar el argumento en el cuaderno de ideas y pronto me doy cuenta de que estoy tratando de inventar no sólo el hilo negro, sino el café negro. Qué obviedad, qué tarugada. De cualquier manera sé que voy a intentar ese relato, cómo no. Tal vez lo termine y vaya directo a la basura, pero con una taza de café entre las manos nunca se sabe.
Gracias por el que hoy se tomaron conmigo, que en el fondo de su taza se revele un buen augurio.