AMLO tiene principios firmes… y si no le sirven, tiene otros
El principio central, el que más cita, es la no intervención. Este le sirve para no tener que condenar tropelías de líderes y gobiernos a los que él considera amigos o con los que se siente políticamente identificado. Pero si quiere salir a defender a esos mismos regímenes, ese principio central no es obstáculo. Así, convierte la autodeterminación de los pueblos en la autodeterminación de los gobiernos amigos, aunque sea a costa de los derechos de sus gobernados.
Otro principio que cita es la solución pacífica de controversias. Este le sirve para evitar pronunciarse sobre rupturas constitucionales promovidas por gobiernos aliados, pero no aplica cuando acusa a los enemigos de quebrar el orden constitucional.
Uno más es la Doctrina Estrada, una práctica diplomática mexicana que data de hace casi 100 años, cuando el mundo era otro. Es el recurso que AMLO cita con grandilocuencia para no comprometerse cuando no quiere. Pero nada dice de él cuando se trata de cobijar a los cercanos.
Esos principios flexibles funcionan para mirar a otra parte cuando su amigo Nicolás Maduro se brinca la Constitución de Venezuela, encarcela opositores, cancela libertades, pisotea derechos humanos, simula elecciones y toma el Congreso. En ese caso aplica la autodeterminación de los pueblos, la doctrina Estrada y la no intervención.
Pero nada de eso le compete cuando sale públicamente a defender a su amigo boliviano Evo Morales, denuncia un golpe de Estado en su contra y le ofrece asilo político en México.
Los principios se enarbolan férreamente para ser cómplice de las políticas migratorias inhumanas de su amigo el presidente estadounidense, Donald Trump, así sean aplicadas contra sus paisanos migrantes mexicanos. Pero también para seguirle el juego en su aventura postelectoral de denunciar un fraude inexistente y evadir felicitar al demócrata Joe Biden por su triunfo.
AMLO no quiso hacer declaraciones respecto al asalto del Capitolio estadounidense la semana pasada, ni sobre cómo Trump provocó una de las peores crisis en la democracia estadounidense y estuvo al borde de quebrantar el orden constitucional. Ni siquiera porque los instrumentos de su amigo Trump fueron grupos supremacistas blancos y conspiranoicos. Esos principios de no intervención desaparecen cuando AMLO empatiza con Trump y reprocha a los dueños de las empresas de redes sociales que hayan “censurado” su libertad de expresión.
También cuando exige disculpas a gobiernos de Estados actuales por hechos ocurridos cuando estos no existían, y que presuntamente constituyen afrentas contra el Estado mexicano, que tampoco existía, como cuando reclamó a España una disculpa pública por la conquista que sucedió hace 500 años.
Desaparecen cuando ataca a España, Italia o Bélgica por su “mal manejo de la pandemia” para justificar el desastre que hay en México. Y mientras, paga millones de dólares al gobierno amigo de Cuba por traer a médicos explotados a México, en lugar de destinar esos recursos a dar a los médicos mexicanos los insumos y equipos de protección que tan desesperadamente necesitan.
En realidad, sus principios sobre política exterior son tan laxos como sus principios en general. Por eso puede apoyar el vandalismo de organizaciones que le son afines, como la Coordinadora Nacional de Trabajadores de la Educación, y rasgarse las vestiduras cuando las marchas de mujeres hacen pintas en paredes de edificios públicos. O calumniar a la prensa que publica las corruptelas de sus amigos y familiares, al mismo tiempo que ofrece asilo a Julian Assange porque es un periodista y “merece una oportunidad”. Por eso los videos de sus adversarios políticos recibiendo dinero en efectivo son prueba de corrupción, y los videos de su hermano Pío recibiendo paquetes de billetes son solo registro de “contribuciones al movimiento”.
También puede decirse admirador de Benito Juárez, padre de la separación Estado-Iglesia en México, y mantener como aliado político a un partido confesional ultraconservador evangélico. O decirse antimilitarista y militarizar al país. Y lo mismo autoproclamarse de izquierda y proponer una consulta sobre el derecho de las mujeres a decidir sobre su cuerpo; llamarse nacionalista y dejar que Washington dicte la política migratoria de México; presentarse como demócrata, pero nunca aceptar una derrota electoral y negar legitimidad a cualquier oposición —política o ciudadana— a su régimen.
Ante esta permisividad con los autócratas, ante este silencio cómplice, uno se pregunta si el presidente no está preparando el terreno para que, cuando escalen sus propias tropelías, pueda decir que nadie debe opinar sobre lo que pasa en el país porque el gobierno de México no opina sobre lo que pasa fuera.