Ana Cristina Vélez: Cita a ciegas
A toda fantasía le llega su realidad. Hay un momento en la vida en el que no hay más remedio que encontrarse con ese ser que nos ha intrigado, que ha sido como un fantasma, una voz que habla o escribe, pero todavía sin una entidad corpórea. Y entonces resolvemos verlo para meter el dedo en la llaga, y enfrentarnos a la verdad con cuerpo y alma. Pero ¿es posible conocer a los demás? ¿Cómo saberlo?
El caso es que ante una cita a ciegas no se pega el ojo la noche anterior. Se sienten, no mariposas en el estómago, sino aleteos de cóndores. Imaginamos decenas de situaciones posibles, ensayamos conversaciones, hacemos listas de lo que vamos a decir, de lo que vamos a preguntar, de lo que queremos saber. La expectativa sin imagen es tan aguda que no deja pensar, corta el aliento, nos hace suspirar y nos ahoga. ¿Para qué me he metido en esto? Nos preguntamos arrepentidos. Ensayamos disculpas, para quitarnos del compromiso. Ensayamos en el pensamiento todos los caminos del valor y de la cobardía.
Al otro día nos bañamos con esmero, nos cortamos las uñas, peinamos, afeitamos, perfumamos. Cada diez minutos nos miramos al espejo y cuadramos los mechones que se salen de lugar. Caminamos por la casa, se nos seca la boca, el corazón late con fuerza. No queremos comer, pero comemos algo para que no nos suenen las tripas. Caminamos para adelante y para atrás, nos reímos solos, nos odiamos solos. Cuando se aproxima la hora del encuentro, el corazón se nos acelera. Pensamos que nos vamos a desmayar. Las manos se nos enfrían y sudamos. Se nos olvida hablar, eso es tal vez lo peor: ver salir las palabras torcidas o incompletas. Queremos mostrar control y frialdad, y entre más empeño ponemos, menos lo logramos. Nos movemos con torpeza, la agilidad trastabilla.
Nos da miedo decepcionar, defraudar, desagradar. Caer bien sería suficiente, pensamos. Y entonces nos queremos esconder, y descubrimos que no hay manera. Finalmente: 4, 3, 2, 1, 0, fuego… Y llega el instante del encuentro. El cuerpo del otro aparece. Sonreímos, saludamos. Al hacerlo, oímos nuestra propia voz. Nos convertimos en una cámara de video que nos filma, que graba nuestras torpezas y tonterías. Casi no podemos oír al otro de tan fuerte que oímos nuestra voz. Las palpitaciones llegan al pico y también nos aturden. Al hacer el esfuerzo de captar plenamente al otro, nos vamos olvidando poco a poco de nosotros mismos, y nos relajamos.
Frente a la impresión de la primera vez, deberíamos ser escépticos: no sentirnos tan fascinados ni tan decepcionados. El conocimiento toma tiempo. ¿Cuánto se demora uno para ser experto en algo, en alguien? En la gran variedad humana hay personas inescrutables. Todos hemos descubierto algún día actos imposibles de creer cometidos por personas que creíamos conocer. Además, porque respondemos a las circunstancias con distintas posiciones, y podemos mostrar características de la personalidad y del comportamiento que ni siquiera nosotros mismos habíamos sospechado tener. Porque sin movimientos telúricos de gran fuerza, no se desprende del fondo el material que yace en las profundidades. Tampoco sabemos cómo es el otro, si llega a convertirse en nuestro enemigo. No sabemos sobre su capacidad de traición, de engaño o de venganza.
Para hacer buenos juicios se necesitan muy buenos datos, en cantidad y en confiabilidad, saber las fuentes y tener experiencias. Hacemos juicios irresponsables de las personas, por la apariencia, por lo que otros dicen, por fotografías o por lo que alguien nos cuenta. Tendemos a ser poco rigurosos y sesgados, según nos convenga; le damos gusto al deseo, y por eso tendemos a creer muy fácilmente en lo que queremos creer. Para juzgar, hay que tener información, mucha información confiable, que abarque muchos años y aspectos de la vida del otro. No deberíamos olvidar jamás que después de la cita a ciegas seguimos siendo ciegos.