Ana Teresa Torres: “¿Cómo se recompone una sociedad que se ha acostumbrado a que cualquier crimen es posible?”
Ana Teresa Torres (Caracas, 1945) es una de las principales escritoras de Venezuela. Autora de novelas muy leídas como Doña Inés contra el olvido y La escribana del viento, y autora de ensayos premiados y comentados en el país y en el extranjero, como La herencia de la tribu, en 2006 ingresó como Individuo de Número en la Academia Venezolana de la Lengua. Antes de dedicarse enteramente a la escritura, desarrolló una sólida carrera como psicóloga y psicoanalista. Hace apenas unos meses publicó Fervor de Caracas, un libro en que recopiló textos de variado género en torno a la ciudad. Su figuración pública como intelectual ha sido frecuente y ha ido en aumento desde 1998 hasta la actualidad.
Como si nos reuniéramos para hablar con Ana Teresa sobre el estado de salud de un paciente, esta entrevista ocurrió en la fuente de soda de la Clínica El Ávila, un lugar donde –como ella indicara– “se puede conversar con tranquilidad”.
–Para comenzar, me gustaría saludar a la Ana Teresa Torres ciudadana, como si usted fuese una mujer desconocida que está en una cola de abasto o de panadería. ¿Cómo está viviendo lo que está pasando en Venezuela?
–Como los síntomas de un desastre. Pasas de una cola a otra, de un mercado a otro y ves lo mismo: desesperación. Yo todo esto lo veo con una gran tristeza. Ese es el sentimiento que para mí engloba todo o casi todo lo que está ocurriendo. Ahora, si este drama, el drama de la escasez, hace que la gente se rebele, habrá que verlo como algo que era necesario para abrirnos la puerta hacia un cambio político. Ojalá que así sea.
–Que la gente se rebele ¿en qué sentido?
–Yo en las colas he escuchado decir que el Referéndum Revocatorio es una vía para acabar con el problema. Esa no es una buena definición política del RR, si lo vemos desde un punto de vista estricto, pero mueve emocionalmente a mucha gente.
–Usted menciona la tristeza. ¿Cuáles otras emociones ha sentido en estos años?
–¡Uy! Me he movido entre la tristeza y la rabia, la furia de ver, paso a paso, la destrucción de las instituciones, de la economía, de la moral. Pero quizás en este momento predomina en mí la tristeza por razones de edad.
–Hace un par de semanas fueron profanadas las tumbas de Rómulo Gallegos e Isaías Medina Angarita en el Cementerio General del Sur. Me gustaría un comentario suyo al respecto.
–Mi primera reacción fue la incredibilidad. Me dije: “No puede ser que sea cierto lo que estoy leyendo”. Esas profanaciones son un síntoma clarísimo de la degeneración del tejido moral de la sociedad. ¿Tú te imaginas lo que sería que en París se profanara la tumba de Balzac, o que a alguien se le ocurriera profanar la tumba de Faulkner en el estado de Mississippi? Habría una gran conmoción política, policial, social. Aquí no ha pasado nada. Yo recuerdo a Michaelle Ascencio, que decía que uno de los signos que distinguen a los seres humanos de los animales es el respeto por los muertos, el culto a los muertos. No me he recuperado todavía, a pesar de que han pasado los días.
–El país marcha a la deriva, está a punto de bestializarse. Eso no solamente tiene implicaciones en las áreas más visibles de la vida sino también en la psique colectiva e individual del venezolano. ¿Qué ha reflexionado usted sobre este asunto ya que, además de escritora, es psicoanalista?
–No tengo ninguna experiencia sobre esto. Yo no había visto nunca algo así. Creo que todos somos testigos asombrados de una circunstancia que se ha ido dando de manera progresiva. Se están cometiendo crímenes horrendos. Es la barbarie, verdaderamente. Me pregunto cómo ha ocurrido lo que ha ocurrido. Y supongo que es un fenómeno muy complejo, una cosa que no se puede explicar de una única manera. Los seres humanos somos capaces de cualquier cosa. Lo que puede frenarnos es la norma. Pero las normas se han desintegrado. Los economistas dicen, y tienen sus razones, que si Venezuela recibe dinero fresco y se toman algunas medidas básicas, el país se recupera bastante rápido en ese campo. Pero ¿cómo se recupera el tejido moral? ¿En poco tiempo? No lo creo. El daño que se ha causado va a quedar, aunque la experiencia histórica indica que los pueblos finalmente se recuperan. Lleva décadas, eso sí. Décadas de educación y de escuchar nuevos discursos, de modo que las siguientes generaciones no vengan con la misma enfermedad. Estos son temas muy importantes para el estudio de sociólogos, psicólogos, focus groups. ¿Cómo se recompone una sociedad que se ha acostumbrado a que cualquier crimen es posible?
–De pronto una persona que era aparentemente normal, que mantenía una conducta adecuada, un día se pervierte de un modo inexplicable. ¿Sucede lo mismo con los pueblos?
–Como te decía, los seres humanos somos capaces de grandes bondades, pero también de grandes maldades. Lo que regula la conducta son las normas, pero el discurso del chavismo ha sido un discurso contra las normas porque las normas son “burguesas” y, por lo tanto, malas. Me cuesta decirlo, pero es un discurso que premia la transgresión, y eso ha producido efectos inesperados. Quizá no era su objetivo, pero las consecuencias son terribles.
–¿No cree que todo esto es lo que quería Chávez?
–Creo que estos efectos van más allá de lo que él hubiera pensado. Cuando se tira una piedra no se sabe con exactitud qué daño se va a causar. Puede que solo se desconche una pared. Puede que se venga abajo una columna entera. Chávez quería minar la moral burguesa, pero no creo que pensara que eso derivaría en lo que ha ocurrido. No lo creo, aunque tampoco lo sé porque no lo conocí.
–¿Qué es lo que había en Chávez? ¿De qué padecía ese hombre?
–Padecía de la enfermedad del poder. Uno diría que Chávez quería el poder desde el día que nació. El poder es muy grave. No todas las personas pueden tener poder sin enfermarse. Porque una vez que tienes poder, quieres más poder. Y no te importa llevarte nada por delante. Funciona igual que las adicciones.
–¿Qué enferma del poder?
–La sensación de omnipotencia, pensar que puedes hacer lo que quieras. Además, el de Chávez era un poder con dinero, lo cual fue peor. Hay un momento en que la persona comienza a perder el límite, en que ya no se da cuenta de que la omnipotencia es una ilusión. En el caso de Chávez ese límite llegó con la enfermedad. La enfermedad le dijo: “No eres omnipotente. Hay un límite. Hay un fin”.
–¿Era el mismo cuerpo reaccionando contra la locura de la omnipotencia?
–¿Lo de la enfermedad de Chávez? No lo sé. Sería una hipótesis un poco aventurada. Al fin y al cabo todos tenemos que enfermarnos y morir. Pero fíjate cómo el entorno presidencial trató de ocultar lo que pasaba, porque el personaje era “invencible”. Y resulta que estaba como cualquier otro ser humano: enfermo. La sensación de poder ilimitado produce ansias de mayor poder ilimitado, y no importan en absoluto los daños colaterales, ni siquiera si esos daños colaterales son vidas humanas.
–Eso ya es psicopatía, ¿no?
–Sí. ¿Y qué podría regular una conducta de ese tipo? Las leyes. De allí que los regímenes democráticos, que son imperfectos pero los más sabios, le digan al gobernante: “Un momento, esto no es para siempre. No solo no puedes hacerlo todo, sino que además hay otros poderes”. Lo que pasó en Venezuela es que esos “otros poderes” dejaron de serlo. Todo se fue plegando. Sucede con las dictaduras.
–Llama la atención que ese mecanismo que usted menciona, que es un mecanismo social, político, histórico de regulación del poder, responda a patrones básicos de psicología, en el sentido de que procuran contener la conducta humana de manera de que la convivencia sea posible.
–Así es. Son patrones que indican cuáles son las barreras del poder. Pero aquí todas esas barreras se fueron derrumbando.
–¿Esa es la explicación de por qué el deterioro institucional de Venezuela ha derivado en una degeneración moral? Cualquiera pensaría que una cosa no tiene que ver con la otra y resulta que el vínculo es estrecho.
–Absolutamente. Y por eso no se puede decir que Chávez es el único responsable de lo que ha pasado. Obviamente que él motorizó todo esto, pero hubo frenos que pudimos haber puesto y no supimos cómo hacerlo.
–Hablemos de literatura. El escritor tiene un compromiso con el idioma, con la lengua. Pero ¿no tiene también un compromiso con la historia?
–El compromiso del escritor radica en que es un ciudadano. No tiene una obligación distinta a la del resto. En nuestro caso, que es el que nos interesa ahora, creo que, en general, los intelectuales han demostrado mucho compromiso, han tenido una actuación permanente con respecto a la situación del país. No hemos pasado lisos.
–¿Cuál es el papel del intelectual?
–Hacer lo que sabe hacer: pensar y escribir. Es raro el intelectual que está o estuvo en el poder. Rómulo Gallegos, por ejemplo. Pero la mayoría, no. Quizás el hecho de que hablemos, que no es poco, ayude a iluminar situaciones desde distintos puntos de vista. Y lo que uno dice se complementa con lo que dijo otro, y así. Se supone que eso puede dar algún estímulo al resto de la sociedad.
–¿A qué lecturas ha acudido usted en busca de reflexiones, en busca de una orientación para tratar de comprender la crisis venezolana?
–En Venezuela es impresionante lo que se ha escrito. Me he detenido mucho en Manuel Caballero, en Michaelle Ascencio, en Elías Pino Iturrieta, en Colette Capriles. Me he detenido también en periodistas como César Miguel Rondón, y en politólogos como el joven Miguel Ángel Martínez Meucci, a quien recomiendo mucho. También he leído bastante sobre países que tuvieron Estados totalitarios, lo que me ha ayudado a darme cuenta de que a cada país hay que verlo en su propio contexto. No se puede decir: “Es que esto es igualito que Cuba”. No. “Es que así era en la Unión Soviética”. No. Esas son facilidades de pensamiento. Lo que ha pasado aquí es lo que ha pasado aquí, y hay que estudiarlo aisladamente. Siempre hay cosas que se parecen, pero cada animal es distinto.
–Me pregunto si nuestro gusto por la novela histórica se debe a una urgencia que tenemos de procesar la historia por las vías de la imaginación. ¿Ha pensado en ello?
–En general, en Latinoamérica la novela histórica gusta mucho, y en Venezuela, en particular. Yo creo que eso obedece a la necesidad de la gente de saber más del país, de saber más de lo que dicen los textos escolares.
–¿Pero usted cree que se trata solo de necesidad de información?
–Entiendo, entiendo… Pero ¿por qué tendríamos nosotros esa angustia?… La historia que nos enseñan en la escuela, que es la que tiene la mayoría de la gente, es muy limitada. Narra los hechos gloriosos de la Independencia y ya está. Todo lo demás queda en un segundo y en un tercer lugar. Pero resulta que nosotros no somos próceres sino ciudadanos y queremos conocer cuáles son nuestras raíces. Este es un país, esta es una república que se construyó no solo gracias a la guerra de Independencia. Y sin embargo allí está ese culto…
–Yo no estoy muy de acuerdo con que haya de verdad un culto. En todo caso sería un culto pervertido. Si hubiese un culto en toda ley, los héroes de la Independencia tendrían un lugar limitado y específico.
–Usas la palabra pervertido. Es un culto sobreestimado, sobrevaluado, que justamente pierde lo que acabas de decir: su lugar. Es un culto que no está en su lugar. Un culto desbordado que el chavismo llevó al extremo. Lo convirtió en una parodia, en una cosa ya ridícula.
–¿Qué pasa con la imaginación de un novelista cuando choca contra la realidad de un país como el nuestro? ¿Esta crisis ha hecho que usted cambie como escritora de ficción?
–Me imagino que sí. Es inevitable. El escritor no está aislado. Mi libro Fervor de Caracas, por ejemplo, que no es una novela pero vale como ejemplo, quizá no existiría si hubiese sido otro el contexto. Porque es una antología de textos sobre Caracas que tiene una base muy clara: la necesidad de restaurar, de sostener la memoria y la identidad de la ciudad, que han sido profanadas. En distinta circunstancia ese es un asunto que igualmente me hubiese interesado, pero no como para ponerme a hacer un libro.
–¿Qué descubrió durante la investigación para Fervor de Caracas, que actualmente está en boga y en las librerías?
–Que Caracas tiene una entidad literaria. Sales a la calle y no la ves, pero ahí está.
–¿Qué está escribiendo usted ahora?
–Una suerte de diario o memoria o recuento de estos años. Es mi vida del 98 hasta hoy.
–¿Quiere de ese modo darse algunas respuestas?
–¿Respuestas? Más bien, darme un contexto. Poder decirme: “Esto es lo que ha ocurrido para ti”. Todo parte de una necesidad de testimonio. Yo he visto que en los países que padecieron regímenes totalitarios, abundan los testimonios. Y eso ha sido un ejemplo para mí.
–La felicidad no necesita ser testimoniada, ¿verdad? En cambio el horror, sí.
–La felicidad no lo necesita para nada.
–¿Escribir es una manera de exorcizar la experiencia?
–En primer lugar, sacar la experiencia. Luego, es ponerse uno mismo como personaje de ficción dentro de esa experiencia y verse circulando en ella. Pero no es solo tu experiencia: es una experiencia compartida.
–Recuerdo una entrevista de hace unos años en que afirmaba que se había dado cuenta de que no escribiría la novela sobre Chávez.
–Sí, no me siento capaz. La novela y el periodismo son géneros distintos. El periodismo consiste en saber contar lo inmediato, contar lo que está pasando. La novela es otra cosa… Pero me hubiera gustado.
–Habla usted como si estuviera ya en la urna.
–Es que no tengo tiempo. Si yo me pongo a escribir ahora una novela sobre Chávez, me sale un panfleto. La ficción necesita tiempo. Pensemos en un libro que me gusta mucho, La fiesta del Chivo. ¿Cuánto tiempo pasó entre la dictadura de Trujillo y esa novela de Vargas Llosa? Mucho. Entonces, ¿voy a escribir una novela llena de odio? No.
–¿Llegó usted a sentir odio por Hugo Chávez?
–Sí… No por él, sino por toda la situación. Uno entiende que alguien pueda tener ideas revolucionarias para cambiar las cosas, pero yo no puedo ver tranquilamente la destrucción que se ha producido en Venezuela. Me da rabia y desesperación.
–Pero hay que quitarse eso de encima.
–El tiempo. El tiempo. Todo está muy reciente. Aún está lloviendo. No se puede cerrar el paraguas todavía.
–Le devuelvo su propia pregunta: ¿cómo se recompone una sociedad que se ha acostumbrado a que cualquier crimen es posible?
–En primer lugar, como creo que ya mencioné, hay que tomar conciencia de que no se trata de una mancha que se lava y se quita. Es un proceso psicosocial que requiere tiempo, mucho tiempo. Pero no el simple paso del tiempo sino la acción que incida directamente sobre el cuerpo social. Un discurso político, un discurso de Estado que vuelva a poner en su lugar los valores democráticos: el logro a través del trabajo y la preparación, no a través de la adhesión al régimen. La importancia del esfuerzo continuado para lograr los fines, no los anhelos utópicos. La valoración moral de quien actúa apegado a las leyes, y la crítica de quien no lo hace. El ejemplo de los gobernantes, la puesta en práctica de los valores democráticos y ciudadanos por parte de quienes tienen el poder. El lenguaje de respeto a todos los ciudadanos. El cese del lenguaje de odio contra sectores de la sociedad. Y, por último, no puede omitirse la necesidad de aplicar las leyes que sancionen el crimen. El cese de la impunidad. ¿Ves cómo todo esto requiere de tiempo?
DIEGO ARROYO GIL
@diegoarroyogil