Anatomía del sanchismo
Los rasgos populistas que identificamos en el estilo de Sánchez también se reconocen en otros líderes europeos. Es lo que algunos autores han llamado “populismo de centro” o “populismo de gobierno”.
Una de las expresiones que ha hecho más fortuna en el análisis político de los últimos años es la de “sanchismo”. Responde, en parte, a la necesidad de dar nombre a un tiempo y un estilo de gobierno distinguidos por el titular del Ejecutivo, Pedro Sánchez; pero encierra también un ánimo esclarecedor: el de deslindar el liderazgo actual del PSOE de la tradición socialdemócrata de sus siglas, al menos, de la tradición que se remonta a la restauración constitucional del 78.
En efecto, aquel partido de burócratas y cuadros que fue el PSOE de los 80 y los 90 se reconoce con dificultad en este otro de vocación presidencialista y aires de plataforma electoral. No es que Sánchez plantee un hiperliderazgo que nos resulte desconocido, claro, pues la sombra de Felipe González es más alargada que aquella del ciprés de Silos. Pero este liderazgo, a diferencia del de González, no se eleva sobre el carisma, cualidad caprichosa y esquiva, sino sobre la acumulación de jefaturas y la limitación de contrapesos de poder, dos rasgos propios del “parlamentarismo racionalizado” que Sánchez ha sublimado con notable éxito.
En Ferraz, Sánchez ha acometido una profunda transformación de la estructura orgánica de su partido que le permite ostentar el mando sin contestación interna. Después de que el PSOE propiciara su caída en 2016 para evitar una segunda repetición electoral, Sánchez ganó unas primarias al aparato, regresó al frente del partido, estableció mecanismos para blindar su poder y se rodeó de fieles que le dejaran tener las manos libres. Estos movimientos le permitieron adoptar las ventajas de su principal competidor en la izquierda, Podemos, que son las propias de los livianos partidos plataforma que triunfan en nuestros días: ágiles, verticales y manejables frente a las formaciones de burócratas, pesadas y rígidas como un diplodocus.
En Moncloa, Sánchez ha sido el artífice de una operación paradójica: el primer gobierno de coalición de la democracia no ha derivado en una fragmentación de la capacidad ejecutiva del presidente, sino en una concentración de competencias sin precedente. La comentada foto de familia numerosa que se tomó con sus ministros durante los ejercicios espirituales en Quintos de Mora no ha logrado acallar lo que ya es un secreto a voces: que aquel órgano colegiado es tan superdotado como impotente, que la mayoría de los ministros tienen la cartera vacía y que en España ya solo mandan dos personas, el propio Sánchez y su oracular rasputín, Iván Redondo.
En la Carrera de San Jerónimo, el Congreso ha quedado relegado a un segundo plano. La inestabilidad parlamentaria propia de un país que ha celebrado cuatro elecciones en cuatro años nos devuelve la imagen de una cámara esclerótica. El Congreso no ha sido capaz de impulsar ninguna gran reforma en este tiempo, a pesar de que España necesita de algunas de ellas con urgencia. Los retos son mayúsculos: el desempleo estructural, el abandono escolar, las pensiones, la sanidad o la regeneración institucional no han encontrado espacio en un debate público dominado por la guerra cultural. Frente a la parálisis parlamentaria a la que conduce la polarización, Sánchez se ha sentido cómodo gobernando a golpe de decreto ley: ningún presidente lo utilizó tanto como él.
La acumulación competencial y la limitación de los contrapesos a su poder no hablan, sin embargo, de una voluntad transformadora. De hecho, puede afirmarse que el cacareado “gobierno de progreso” ha dejado de ser progresista, si no en términos discursivos, al menos sí desde el punto de vista de la acción. El sanchismo ha renunciado al reformismo incrementalista propio de la socialdemocracia para adquirir ciertos atributos populistas: es la existencia de malestares sociales no resueltos (cuya génesis, nos dicen, hay que atribuir a la derecha) la que garantiza su permanencia en el poder, lo cual desincentiva su definitivo abordaje y obliga a recordar a la ciudadanía su persistencia, como una lacra, cada día.
Así, desde las cuentas gubernamentales oficiales en redes sociales se nos refresca semanalmente la gravedad de la situación con respecto a la violencia de género, las agresiones sexuales, la emergencia climática, la epidemia de pobreza infantil o el avance del fascismo. Tales preocupaciones y otras más de etiología difusa constituyen la agenda de prioridades del gobierno. Son amenazas que, como el rayo, no cesan, pero no hay riesgo de que su cronificación desgaste al presidente, pues tienen las dimensiones necesarias como para que nadie piense que puedan arreglarse con un real decreto.
La tarea del gobierno en estos casos es la que prescribe el manual del buen populista: mantener elevados los umbrales de desazón social y señalar a la oposición como responsable del origen y la perpetuación de esos males. Se trata de invertir la función de control para hacer oposición a la oposición, detentar el poder como si no se tuviera el poder o, como decía Jabois de Guardiola, ganarlo todo sin dejar de reivindicarse como perdedor, que tiene más carisma.
A esta labor ayuda la imagen especular de Vox, que tiene su propia agenda de preocupaciones de etiología difusa, pero en sentido ideológico opuesto al gobierno, y cuya presencia en el parlamento se blande como metáfora política del hombre del saco. Se hace, como con los niños que no se quieren ir a la cama, con el balsámico propósito de atemorizar al ciudadano y disciplinarlo electoralmente.
Los problemas tangibles, delimitables, tratables, carecen de interés para un presidente que, como ha escrito Daniel Gascón, quiere “problemas más grandes”. ¿Por qué conformarnos con incrementar el refuerzo educativo para prevenir el abandono escolar temprano, cuando podemos combatir el franquismo triunfante desde el código penal?
Del populismo ha adoptado Sánchez la querencia presidencialista, que demanda una estética propia y distinta de la del mero primus inter pares que contempla la Constitución: exige el empaque de un jefe de Estado, incluido el Air Force One. También la concentración de atribuciones orgánicas, legislativas y ejecutivas que hemos señalado, y la fiscalización de la oposición.
Falta mencionar, además, una cierta erosión de la separación de poderes, así como de la distinción entre gobierno y administración: el presidente ha nombrado a miembros históricos del PSOE al frente de las empresas públicas más importantes del país o de reguladores cuya independencia es crítica para una función virtuosa. Ha destituido a un Abogado General del Estado por desatender las presiones de Moncloa y ha elegido como nueva Fiscal General del Estado a su anterior ministra de Justicia. Sánchez inauguró su mandato predicando la “desjudicialización de la política” y su consecuencia necesaria es la politización de la Justicia.
Decíamos al comienzo que el PSOE sanchista se parece poco al de los años 80 y 90, y no podemos ignorar que de aquel tiempo a esta parte ha pasado algo más que Pedro Sánchez: han transcurrido tres o cuatro décadas. Las estructuras socioeconómicas de nuestras sociedades se han transformado y la revolución tecnológica ha acabado con la naturaleza unidireccional de la comunicación entre representantes y representados. Esos cambios han tenido, obviamente, un impacto en nuestros sistemas de partidos y en la forma de hacer política.
Los rasgos populistas que identificamos en el estilo de Sánchez también se reconocen en otros líderes europeos que, como él, son poco sospechosos de reivindicarse como antisistema. Es lo que algunos autores han llamado “populismo de centro” o “populismo de gobierno”. El sanchismo ha convertido un partido fundado en 1879 a la nueva política, ha neutralizado el desafío de Podemos al PSOE y se siente cómodo en la confrontación con Vox: el populismo ya no es una amenaza para él, sino el socio de gobierno, en un caso, y el reverso tenebroso del gobierno necesario para mantenerse en el poder, en el otro. Quizá Sánchez y Redondo sean solo los hijos de su tiempo, el producto de una época cuya estructura económica y social demanda otra forma (menos liberal) de hacer política.